Dos grandes latinistas de la Iglesia han fallecido desde finales de año con una diferencia de apenas unos días.
El 25 de diciembre murió el carmelita estadounidense Reginald Foster, de 81 años, profesor en la Pontificia Universidad Gregoriana, considerado el más grande latinista de la Iglesia, inventor de un método de enseñanza del latín como lengua viva y durante cuarenta años latinista del Papa desde la sección de literatura latina de la Secretaría de Estado.
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El 6 de enero murió el salesiano italiano Cleto Pavanetto, de 89 años, profesor en la Pontificia Universidad Salesiana, considerado el príncipe de los latinistas, director de la revista Latinitas, presidente de la Fundación Latinitas creada por Pablo VI en 1976 para promover el estudio de la lengua y traductor a ella de las encíclicas de Juan Pablo II.
Oficial… y postergada
Ambos religiosos crearon escuela y fueron durante décadas referentes obligados para la conservación viva de una lengua que sigue siendo la oficial de la Iglesia. De hecho, los Papas han continuado utilizándola en las celebraciones litúrgicas pontificias, y la versión auténtica de los principales documentos vaticanos, incluso si es la última en redactarse (anomalía que ha dado lugar a no pocos problemas de interpretación) es siempre la latina publicada en las Actas Apostolicae Sedis.
Es patente, sin embargo, que el latín no ocupa ya el lugar central que tuvo en la Iglesia hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965), cuyos grandes debates aún tuvieron lugar en dicho idioma. Ha perdido casi toda relevancia en la formación del clero, no es de uso corriente en la administración eclesiástica y apenas se emplea en la liturgia postconciliar, a pesar de que la constitución Sacrosanctum Concilium, al introducir el uso de las lenguas vernáculas, fue tajante: «Se conservará el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo derecho particular» (n. 36-1).
La reivindicación de un poeta
Uno de los grandes defensores de la necesidad de recuperar ese papel central fue el teólogo, poeta y políglota José Pancorvo (1952-2016), una figura señera de las letras peruanas, descendiente del primer alcalde de Lima y nieto de Antonio Beingolea Balarezo, quien fuera por unos meses, entre 1930 y 1931, presidente del Consejo de Ministros.
Pancorvo consideraba el latín «una especie de memorándum de la eternidad para Occidente» y lamentaba su desaparición de la liturgia, porque, ironizaba, «ya los ociosos no se van a dar el trabajo sagrado de aprenderla habiendo cosas tan importantes como el Office y el Excel. En todo caso, como con la épica, esta época ya no merecía contemplar algo de tanta belleza como era esa liturgia«.
Pese a esa distancia a efectos dialécticos, Pancorvo escribió en 2012 un ensayo muy completo y rico en sugerencias, abogando desde diversos puntos de vista por la resurrección de la cultura latina en la Iglesia, cultura a la que auguraba «un futuro trascendente«. El escrito, titulado Sapere aude, fue publicado en el número XXV (2019) de los Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada.
La recuperación no es descabellada
Señalaba un modelo muy preciso a seguir: el hebreo, que había dejado de hablarse, fuera de los usos rituales, desde el siglo V. A finales del siglo XIX, muchos judíos lo daban por definitivamente prescindible en la re-conformación de su conciencia nacional, como el propio Ludwik Lejzer Zamenhof, creador del esperanto, o el propio Theodor Herzl, fundador del sionismo.
Hoy lo vemos, por el contrario, restaurado como lengua viva por una labor sistemática de recuperación donde destacó Eliezer Ben Yehuda (1858-1922), y por supuesto a partir de 1948 con la creación del Estado de Israel.
Superioridad del latín medieval sobre el clásico
En la línea de los métodos innovadores del padre Foster (a quien menciona indirectamente como «el latinista principal del papado» en las últimas décadas), Pancorvo creía en la importancia de aprender latín usándolo y equivocándose al hacerlo, sin timidez por los errores ni sujeciones absurdas a un canon ciceroniano que solo Cicerón seguía, y solo en sus discursos más preparados.
Y destaca la superioridad en muchos aspectos del latín eclesiástico medieval sobre el clásico, no solo cualitativamente sino también cuantitativamente, pues «el acervo latino medieval es 50 veces más extenso que el clásico«.
El ocaso de los «doctos»
Pancorvo recuerda que durante la primera mitad del siglo XX numerosos documentos pontificios animaban a la formación latinista y al uso cotidiano de la lengua: el último entre ellos, la encíclica Veterum Sapientia que escribió Juan XXIII en 1962 «para fomentar el estudio de la lengua latina».
Hasta hace algunas décadas, subraya el poeta limeño, se impedía «que los ignorantes del latín accedieran al gobierno de la institución eclesiástica», porque «el que no dominaba el latín hablado y escrito era considerado indoctus, como entre ingenieros el que no supiera matemáticas».
Aquel empeño por mantener vivo el criterio selectivo del latín no era una peculiaridad de la Iglesia. «Sería imposible», explica Pancorvo, «que las jerarquías docentes y de gobierno de ciertas religiones cultas aceptasen a indoctos lingüísticos de sus propios ámbitos: quién sin sánscrito entre los doctores hinduistas, sin hebreo entre rabinos, sin pali entre los abades theravadin. Sin embargo, esa locura se cometió en el rito latino. Tan atroz es la decadencia mental, moral y cultural que muchos ni se han dado aún cuenta de la catastrófica pérdida, del apocalíptico hundimiento«.
Tampoco era una lengua muerta. Hoy el sánscrito no se considera lengua muerta porque lo utilizan como lengua de socialización 60.000 personas en cuatro o cinco pueblos, mientras que en el momento en el que la propia Iglesia renunció a latín, era para al menos 200.000 personas, casi todos clérigos, un idioma en el que leían, escribían y hablaban de forma corriente.
Una puerta al gran tesoro
Desde un punto de vista teológico y espiritual, la ignorancia del latín marca una distancia insalvable respecto al «maravilloso acervo» de los Monumenta Traditionis Divinae, los monumentos de Tradición divina, en gran proporción todavía sin traducir: profesiones de fe, definiciones magisteriales, libros litúrgicos, escritos de los Padres y Doctores de la Iglesia, obras de los teólogos más seguros… «Solo para leer bien a Santo Tomás de Aquino valdría la pena aprender el latín«, apostilla Pancorvo.
Y recuerda que «haberse alejado del latín y del griego es haberse distanciado de la Tradición Divina, parte esencial de la Revelación, necesaria para salvarse…»
El eje ha cambiado: de lo eterno a lo efímero
No es solamente una cuestión de erudición: «La sutileza sintética y analítica del latín doctrinario, su experiencia de más de dos mil años en la esfera filosófica, su capacidad de sustraerse a las modas y circunstancias, lo hacen gozar de una superioridad que bien podemos llamar metafísica, pues es una lengua anclada en la contemplación extratemporal».
«Las modas y trabalenguas glutinosas de los Nietzsches, Marxs, Schelers, Deleuzes, y demás», continúa, «son justa y ampliamente despreciados por los que saben y han contemplado las solemnes verdades expresadas en latín auténticamente escolástico. Los que no, caen fácilmente en las telarañas».
Por eso «el menoscabo del latín ha sido factor capital para mover el eje psicológico de lo eterno a lo efímero; de la armonía entre lo permanente y lo transeúnte al imperio de lo transeúnte»: «Ha sido la supremacía de la moda sobre la eterna doctrina».
En su carta apostólica Officiorum omnium santissimorum, el Papa Pío XI lo resumía así: «La Iglesia, como que vivirá hasta la consumación de los siglos y tiene cerrado el paso a su gobierno a los iletrados, requiere una lengua que por su naturaleza sea universal, inmutable, y no corriente«.
Por la mentalidad católica y la vida espiritual
De ahí que restaurarla sea no un «afán lingüístico» ni «una afición nostálgica», sino «una necesidad social»: «El medio práctico para asegurar y elevar la civilización, la sabiduría, la Fe, la seguridad, la nobleza de alma, la fuerza del pensamiento, todo ello tan amenazado hoy en día… La restauración completa del latín será un medio eficacísimo para restaurar la mentalidad católica enteramente fiel a la doctrina de Jesucristo» y para «ambientar mentalmente la vida espiritual por medio de una lengua sacral rezada, leída, escuchada, hablada, escrita, sentida… incorporándola al alma».
Una labor que es fundamental en los centros de formación eclesiástica, porque «el Magisterio Supremo aún se formula en latín, y es impensable de otra forma. Siendo así, ¿cómo es posible que no dominen enteramente esta lengua los llamados a conocer, difundir y defender la doctrina católica?«. Los sínodos son ahora «una reunión de ignorantes de su propia lengua profesional, como un congreso de ingenieros sin matemáticas».
Cruzada
Tal decadencia camina pareja con la vivida en la sociedad civil, donde hasta el siglo XIX, en numerosas instituciones docentes europeas y americanas, incluso laicas, se consagraba todo el primer año a la enseñanza del latín. No se admitía a los «indoctos» a estudiar Derecho, Medicina, Ciencias o Filosofía.
Este impulso de resurrección lingüística debe partir de donde estaban intentándolo, cada uno en su estilo, Foster y Pavanetto: la Santa Sede. «El Vaticano es el centro natural y providencial del latín», decía Pancorvo: «Ahí debería comenzar a irradiarse esta cruzada idiomática; cruzada, sí, por el esfuerzo que pudiera costar, pero sobre todo por su finalidad, que es recuperar y maximizar la Fe, el Amor de Dios, la Salvación«.
Con información de Religión en Libertad