¿Puedo ser católico y libertario?

Gladium
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Muchos católicos estamos conscientes que hay algo mal en la sociedad. Y que no solamente se trata de la moral personas de todos los individuos que componen la sociedad, sino que hay algo mal en las estructuras mismas en el poder público bajo las que opera nuestra sociedad, causados por el fenómeno histórico de la revolución. Ante esta situación, se comprende el ánimo contrarrevolucionario con el que se desea hacer frente a toda esa serie de males morales, políticos y sociales que azotan nuestras sociedades, sin embargo, no por ello hay que caer en el error de que cualquier posición política contraria al ímpetu izquierdista es aceptable en todas sus consecuencias lógicas para un católico.

Hace un par de años, quien les escribe se identificaba con esa corriente política típicamente referida como «libertarismo», siendo un católico que deseaba seguir en todo a Dios y Su Iglesia. Entre otras cosas que me agradaban sobre esta posición política, destaca su pretendida preocupación por que la solidaridad verdadera no se «corrompiera» por la acción coercitiva del Estado y que la caridad [voluntaria] fuese el motor que condujera a la sociedad civil para afrontar diversos males sociales que requieren recursos económicos para intentar resolverse.

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Todo ello, para tratar fundamentar la tesis de que el Estado (si es que siquiera se admite la legitimidad de su existencia, hablando de libertarios anarquistas) no debe utilizar su aparato para afectar o imponerse a las relaciones voluntarias entre las personas, sino que una de sus máximas (del Estado) debe ser respetar la autonomía de la voluntad y permitir que las interacciones y relaciones humanas fluyan sin coerción por parte de un tercero (de Estado). Adicionalmente, los libertarios típicamente (mas no exclusivamente) argumentan a partir de la economía de la Escuela Austriaca, que esta manera (es decir, “respetar la autonomía de la voluntad y permitir que las interacciones y relaciones humanas fluyan sin coerción por parte de un tercero”) es, en efecto, la manera más económicamente eficiente para que en agregado se traten los recursos de un conglomerado social.

No obstante lo anterior, analizadas las implicaciones morales de las consecuencias lógicas de esta posición política, veremos que un católico, de hecho, no puede seguir el libertarismo consistentemente (esto es, aceptar con plena congruencia todos sus postulados fundamentales y sus consecuencias lógicas necesarias), aún y si personas como el ciertamente destacable historiador Thomas Woods, el economista Jesús Huerta de Soto, entre muchos otros, se identifiquen como tal (libertarios o paleolibertarios). Espero que estas palabras que siguen apelen a «lo católico» del católico libertario y no que «lo libertario» de este mismo sea quien salga en defensa máxima de la doctrina.

Para comenzar, debe decirse de entrada que no hay una manera única de definir el libertarismo, así que lo que describiré probablemente pueda ser criticado en sus detalles, no obstante, es la idea general. El libertarismo avoca un sistema jurídico-político que tiene como criterio ético central el voluntarismo. ¿Qué significado tiene que se especifique que se trata de un sistema “jurídico-político”? Con esto se quiere expresar a que sus postulados éticos tienen por objeto responder, no a la pregunta de lo que es moralmente correcto, sino a la pregunta: “¿Para cuáles normas es legítimo utilizar el uso de la fuerza pública y para cuáles no? En este sentido, los libertarios, en teoría, pueden tener perfecta libertad para discutir sobre lo que es moralmente correcto o no, siempre y cuando estén de acuerdo en el principio rector del sistema jurídico-político, que nos informa acerca de hasta qué punto el Estado utilizará su aparato coercitivo para hacer cumplir las normas.


 

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Entonces, aquello referente a que el libertarismo tiene como criterio ético central (en lo jurídico-político) el “voluntarismo”, debe entenderse en el sentido de que todo el sistema jurídico-político debe regirse por el principio de no agresión (a la voluntad de los demás) y debe limitarse (lo más que sea materialmente posible) a la aplicación de normas jurídicas sobre derechos de propiedad privada dirigidas por la autonomía de la voluntad, siendo las normas siguientes las que típicamente se sostienen como las centrales:

1) Propiedad privada sobre nuestro propio cuerpo físico.

2) Propiedad privada sobre los bienes originalmente apropiados.

3) Propiedad privada sobre los productos de la labor del cuerpo físico y los bienes originalmente apropiados.

4) La manera en que los derechos de propiedad privada pueden pasar a otros titulares es mediante una transferencia voluntaria del dueño anterior a un dueño posterior, ya sea de la disposición, su uso o disfrute de los bienes que incorporan, o de una combinación compatible de éstos.

Nos dirían los libertarios, entonces, que cualquier restricción o violación de estas normas constituye una ilegítima agresión en contra de la persona humana, puesto que una infracción a ellas conllevaría a que al menos una de las partes de una relación estaría siendo víctima de coerción para obrar de determinada manera, contraria a su voluntad, incluso en algunas ocasiones (por ejemplo, cuando se trata de impuestos que tienen como fin solventar algún programa social) pretendidamente corrompiendo la caridad y la solidaridad.

A primera vista, parece que no hay nada sustancialmente objetable al sistema, sin embargo, hay tres puntos (entre otros) que hacen inviables las consecuencias lógicas rigurosamente consistentes con el sistema libertario, al menos para la moral católica: (1) la existencia del principio de subsidiariedad como principio moral para el ámbito socio-económico-político, (2) el contexto socio-económico en que se pretenden aplicar las normas referidas, y (3) el derecho de la autoridad civil de regular la moral pública (muy particularmente de acuerdo con la virtud de la prudencia) derivado de la obligación impuesta sobre la misma por la naturaleza (y por el Divino Autor de ésta) de procurar el bien común.

(1) Principio de subsidiariedad

Sobre el principio de subsidiariedad, antes que nada, hay que comentar un error en que cae el libertario católico cuando invoca la supuesta corrupción de la caridad y de la solidaridad. Esto ocurre, por ejemplo, cuando los impuestos son utilizados para financiar algún programa social, que el católico libertario argüiría debería ser financiado por aportaciones voluntarias de los miembros de la sociedad civil.

Los libertarios que admiten la legitimidad de la existencia del Estado opinan que, si debe existir el Estado, entonces debe ser para cumplir funciones relativamente mínimas, tales como legislar de acuerdo con las 4 normas básicas del sistema (que enlistamos en lo anterior), policía, servicios públicos mínimos, tribunales y quizás ejército (varían las “funciones propias o mínimas del Estado” de libertario a libertario). Dirían, entonces, los libertarios que la sola existencia de estos programas es ilegítima, puesto que extrae recursos de los gobernados más allá de lo que es estrictamente necesario para financiar el aparato que ejerce las funciones “propias” o mínimas del Estado y con ello, fuerza coercitivamente al gobernado a financiar programas sociales para ayudar a otros gobernados, de modo que se está pretendiendo obligar al gobernado a ser caritativo o solidario con los otros gobernados, lo cual supuestamente corrompería las virtudes de la caridad y solidaridad, puesto que su mérito reside precisamente en la intención de ser caritativo o solidario.

Sin embargo, el error de esto es creer que, en todos los casos, los programas sociales pretenden cumplir con la virtud de la caridad o solidaridad. Antes, siguiendo el principio de subsidiariedad que referiremos a continuación, veremos que, cumplidos determinados requisitos, hay programas sociales y otras clases de acciones estatales, cuyo objeto no es el cumplimiento de la virtud de la caridad sino de la justicia. De este modo, al cumplirse con la justicia y no la caridad, no se puede hablar de corrupción de caridad ni de solidaridad, puesto que el objeto no es cumplir dichas virtudes, y tampoco se puede hablar de agresión ilegítima al tomar esas cantidades de dinero vía contribuciones compulsivas, puesto que las obligaciones en justicia legítimamente son hechas cumplir incluso con la fuerza pública.

El principio de subsidiariedad, enseñado por la Doctrina Social de la Iglesia (en documentos como Rerum Novarum, entre otros), presupone que la autoridad civil no es producto de una ficción como un “contrato social”, sino que es una eventualidad social natural, derivada de la naturaleza social y política del ser humano. Así, la primera sociedad -la familia-, junto con su autoridad (los padres), se junta naturalmente con otras familias para conformar la sociedad civil, que tiene su propia autoridad.

Y así como el fundamento de la autoridad de los padres son las obligaciones que tienen frente a la naturaleza y frente al Autor de ésta acerca del bien común de la familia, así también el fundamento ético de la autoridad civil son las obligaciones que la misma autoridad civil tiene frente a la naturaleza social del ser humano y al Autor de esta naturaleza (que es el mismo Dios), que se manifiesta en las sociedades concretas. De aquí deriva lo revelado en las Escrituras de que toda autoridad proviene de Dios, puesto que Él es quien impuso las obligaciones de la sociedad civil en su naturaleza, para cuyo cumplimiento creó a la autoridad que debe regirla. Y estas obligaciones de la sociedad civil (y de la autoridad civil por extensión) no son otras, sino las que tienen por objeto perfeccionar las carencias que tiene la sociedad familiar y que tienen sus miembros individuales para el cumplimiento de sus propios fines, esto es, el bien común.

Para esto, la autoridad civil efectivamente cumple con las funciones de policía, defensa nacional, creación de normas, jurisdicción, etc., puesto que son funciones que, de conformidad con la realidad social humana de cada época y de cada lugar, se han considerado útiles y necesarias para cumplir con el bien común. El Estado, cumpliendo con estas funciones, no obra pretendiendo cumplir con la caridad y la solidaridad entre los miembros de la sociedad civil, sino que lo hace en cumplimiento de la justicia, es decir, dando a cada quien (las familias y miembros de la sociedad civil) lo suyo, lo cual es definido por las obligaciones impuestas por naturaleza a la sociedad civil misma respecto al bien común.

Y el Estado hace esto, guardando un prudente límite moral que consiste en que, con su acción, no se destruyan las esferas de obligaciones de los niveles de inferior jerarquía (autoridades regionales, locales, de la familia misma. etc.), sino que su acción, para que sea conforme a la justicia [social], debe ser tal, que cumpla con la pretensión de perfeccionar las carencias de los niveles inferiores, de acuerdo con las necesidades y la realidad socio-económica de cada tiempo y de cada lugar. Esta suplencia (con programas de asistencia social, incluso) no debe eliminar o anular en la práctica las obligaciones de los niveles inferiores, sino que debe tenerse el cuidado mediante estándares, normas y procedimientos, de que opere de tal forma que no se cree dependencia de parte de los beneficiarios; antes bien, debe ayudárseles exclusivamente a salir de la situación actual de necesidad de apoyo subsidiario y a tomar control de sus responsabilidades ellos mismos, aunque esto pueda durar cierto tiempo y con diferentes ayudas.

Esta suplencia subsidiaria que hacen los niveles superiores hacia los inferiores es a lo que se refiere el principio de subsidiariedad y es un principio de moral social católica que tiene por objeto la virtud de la justicia, no el de caridad y solidaridad, de modo que tiene toda la legitimidad para que, junto con la virtud de la prudencia, sea hecho cumplir vía el aparato estatal. Todo aquello que vaya más allá del principio de subsidiariedad y la justicia, ahora sí sería caridad y solidaridad por parte de los miembros de la sociedad civil con su prójimo.

(2) Contexto socio-económico en que se pretenden aplicar las normas referidas

Otro punto a considerar, que está íntimamente relacionado con la lógica subsidiaria presentada anteriormente, es que si bien las 4 normas básicas para las relaciones interpersonales propuestas por el sistema libertario son buenas, no pueden sostenerse como absolutas frente a ciertas realidades socio-económicas, como en las que existen corporaciones con determinado poder económico y social que desincentiva una negociación equitativa y la recta responsabilidad frente a personas de poder económico y social significativamente inferior; por dar unos ejemplos, entre cierta clase de patrones y trabajadores, productores y consumidores, instituciones financieras diversas y usuarios, etc. Esta cierta desigualdad social (que no hace falta calificar como buena o mala) entre diversos actores sociales es un fenómeno que, para quien se encuentra en el extremo de inferioridad significativa, representa un problema de aprovechamiento.

Muchos libertarios arguyen (plausiblemente, para ser justos), a partir de la teoría económica austriaca y otras similares, que si se adopta su sistema y este se permite operar a través del tiempo, las corporaciones que actualmente gozan de enorme poder económico, político y social, no tendrían ese mismo poder, debido a que no gozarían de los importantes favorecimientos por parte de sus ‘amigos’ en el gobierno, entre otras circunstancias económicas. No obstante, aun concediendo esto, la realidad es que las desigualdades siempre florecerían de una manera u de otra debido a que es algo consustancial a la realidad humana, por lo que es perfectamente previsible que tendríamos el mismo problema en el que las partes de una relación tienen poderes económicos y sociales en desigualdad de circunstancias.

¿Cuál es la relevancia de esta desigualdad para el problema que se estima sobre el sistema normativo libertario? Que los de poder económico significativamente superior hagan sus ofertas (comerciales, laborales, etc.) de una manera tal, que en realidad el consentimiento de los de inferior poderío pueda estar moralmente viciado a causa del aprovechamiento de las circunstancias, del desconocimiento o impericia comercial por parte de los económicamente poderosos, o que los mismos falten a su responsabilidad frente a un incumplimiento de obligaciones. Ello porque, bajo un sistema en el que un tercero como el Estado no monitorea o provee mecanismos intromisivos para guardar la rectitud de las negociaciones y relaciones diversas (como sería el sistema libertario), los incentivos de los económicamente poderosos para obrar rectamente se ven disminuidos. Así, se dan las situaciones de “tómalo o déjalo, que tengo muchos más en línea que están dispuestos a aceptar mis [malas] condiciones” o “hazle como quieras, que yo tengo los recursos para defenderme aptamente y tú no” (frente a incumplimiento de obligaciones).

Es precisamente por estas circunstancias que es justo que la autoridad civil, subsidiariamente (es decir, sin destruir las esferas de obligaciones entre las partes de una relación) provea mecanismos (instituciones, normas y procedimientos) con el fin de desincentivar las actitudes ímprobas en las negociaciones y frente a las responsabilidades, así como para que asegurar la equidad en las condiciones de las relaciones interpersonales, de acuerdo con los usos y costumbres, así como otros factores económicos.

Esto es así bajo el entendido de moral católica, de que la sociedad civil no debe verse a sí misma como atomizada en individuos sin fines comunes (postulado del liberalismo), sino que sus miembros deben concebirse a sí mismos como partes orgánicas de una sociedad que, ciertamente reconociendo la legitimidad de los fines particulares de sus miembros (en principio), apunta hacia un fin común: el bien común. Deben, entonces, concebirse así, de modo que, incluso los que guardan una cierta posición jerárquica superior (grandes patrones, productores, proveedores, instituciones financieras, etc.), no por motivo de su pertenencia al gobierno, sino por sus circunstancias económicas y sociales, por ser parte de esta sociedad civil con miras al fin común del bien común, en cumplimiento de las exigencias de la justicia (no de la caridad y solidaridad precisamente) deben participar de manera equitativa junto con la autoridad civil en la subsidiariedad con los niveles inferiores en este respecto. Por supuesto que la aplicación concreta de estos principios, dependerá gravemente de las circunstancias económicas y sociales de cada época y lugar, así como sus usos y costumbres en los distintos sectores económicos, todo unido y regido por la virtud de la prudencia.

Ejemplos de esto son las leyes laborales, las de protección al consumidor, usuarios del sistema financiero, entre otras normas. Evidentemente, no todas las leyes laborales y demás son buenas, y algunas más bien están infectadas con ideología marxista y socialista, sin embargo, debemos entender cuál es su debido objeto. En teoría, buenas leyes laborales, las de protección al consumidor, usuarios del sistema financiero, etc., tienen por objeto la creación de normas que fijan mínimas en las condiciones de contratación, de modo que los que se encuentran en posición de ventaja no se aprovechen de su posición de poder económico, social o político, de modo que se fijen condiciones contractuales injustas. Pero previsiblemente esto no es suficiente, sino que deben crearse instituciones y procedimientos que tengan por objeto la vigilancia del cumplimiento de estas normas y la composición de los ánimos entre las partes.

Estas normas, instituciones y procedimientos sin duda alguna representan una flagrante violación de las 4 normas básicas del sistema libertario, porque implican que el Estado limite y afecte las relaciones “voluntarias” entre las partes, al fijar mínimas de contratación y establecer otros medios intromisivos en las relaciones jurídicas voluntarias, y así, no son compatibles con los postulados fundamentales del libertarismo, pero desde el punto de vista de la moral católica social, no sólo son lícitos, sino en algunos casos es conforme a la justicia (lo debido) que existan y se perfeccionen.

(3) El derecho de la autoridad civil de regular la moral pública

Con lo anterior ha quedado de manifiesto que, para la moral social católica, la autoridad civil no está al servicio de la libertad como un fin en sí mismo, sino que está al servicio del bien común, de conformidad con el principio de subsidiariedad. Así, la pregunta precisa que perpetuamente debe formularse la autoridad civil no es, “¿cómo voy a afectar la libertad de los miembros de la sociedad con mis regulaciones?”, sino, “¿cómo van a ser propicias mis regulaciones para avanzar el bien común de las partes de la sociedad (ciertamente tomando en cuenta las bondades de la libertad)?”

Esto se menciona así porque los católicos libertarios toman como estándar para calificar la licitud de la acción estatal aquellas 4 normas aludidas, cuyo centro ético es el voluntarismo, y característicamente reprueban como ilegítimas las acciones del Estado mediante las cuales pretende sostener un determinado estándar moral de las personas de la sociedad, arguyendo, similarmente a sus aseveraciones sobre la corrupción de la caridad y de la solidaridad, que si el Estado hace uso de su aparato coercitivo (en este caso leyes, amenaza de sanción, ejecución de sanción, etc.) para pretender sostener o alcanzar un determinado estándar moral, ello corrompería el mérito del acto moral, puesto que faltaría la intencionalidad.

Así, ellos sostendrían, al menos si desean ser consistentes con los principios libertarios y sus consecuencias lógicas necesarias, que el Estado únicamente podría hacer uso de su aparato coercitivo para hacer cumplir las normas que tienen por objeto salvaguardar el valor del voluntarismo, esto es, que solo en tanto se quebranten los derechos de propiedad privada y la autonomía de la voluntad es cuando lícitamente puede intervenir el Estado con su aparato. Todo lo demás, es decir, la cultura moral, debe dejarse puramente al individuo o a las estructuras sociales no coercitivas (religión, usos y costumbres/convencionalismos, etc.).

Pero esto sería si efectivamente el Estado estuviese de alguna manera al servicio de la libertad, o más bien, del voluntarismo, como un fin en sí mismo, cosa que no es así, de acuerdo con la doctrina moral católica, sino que como hemos mencionado, el fin de la autoridad civil es el bien común, como obligación impuesta por la naturaleza y su Autor. Así, la autoridad civil, en cumplimiento de sus obligaciones de avanzar y asegurar el bien común –dentro del cual se incluye, sin duda alguna, el bienestar moral natural y sobrenatural de sus miembros–, en principio, lícitamente ejerce el derecho (que es necesario para cumplir la obligación) de proveer mecanismos (instituciones, regulaciones y procedimientos) para lograr este cometido, cuya principal limitación sería la virtud de la prudencia (evaluar la relación de medios-fin, la licitud de los fines y del objeto de las acciones a tomarse, factorizar en la decisión de actuar si se producen mayores males que los que se tratan de evitar, etc.)

De esta manera, la doctrina moral católica siempre ha enseñado que el Estado tiene derecho a limitar o regular, por ejemplo, la libertad de reunión, expresión, propiedad, etc., cuando se trata del ejercicio de religiones falsas (distintas a la revelada por Dios, Divino Autor y Señor de la sociedad civil), puesto que el esparcimiento de las religiones falsas es contrario al bienestar moral sobrenatural de los miembros de la sociedad. Ahora, siguiendo con este ejemplo, si bien el Estado tiene este derecho, considerando la virtud de la prudencia, esto no significa que sea conveniente en todo caso que lo ejercite o que lo ejercite con la misma intensidad en todos los casos, sino que existen diversas circunstancias que deben tomarse en cuenta para que se cumpla con el bien común según la prudencia (circunstancias de modos, tiempo y lugar, etc.).

Y lo mismo pasa con otro tipo de regulaciones morales como por ejemplo la prostitución. La prostitución, de acuerdo con el sistema jurídico-político libertario, en principio, cumple con las normas voluntaristas (siempre y cuando haya consentimiento entre prostituta y el que la contrata), pero por la doctrina moral católica sabemos que la fornicación, el adulterio y otros males de índole carnal que conlleva la prostitución, son contrarios al bienestar moral natural y sobrenatural de los miembros de la sociedad. Por ello, contrario a lo aducido por el libertarismo, el Estado tiene todo el derecho de proveer regulaciones y mecanismos para afrontar este mal moral social, pero, como hemos dicho, guiando su acción y la intensidad de su acción, de acuerdo con la virtud de la prudencia.

En conclusión, la incompatibilidad del libertarismo en todas sus consecuencias lógicas necesarias y el catolicismo se hace palpable cuando consideramos que el libertarismo concibe como ilegítimas, indeseables, excesivas o corruptoras de la caridad o solidaridad, ciertas acciones estatales que de acuerdo con la moral social católica (Doctrina Social de la Iglesia) que hemos expuesto, no solo son lícitas, sino conformes a la justicia, el bien común y otras virtudes. Nuevamente reitero mi esperanza de que la reacción que se provoque en algún católico que se identifica como libertario, provenga de su catolicidad y no de su apego a esta doctrina política, entendiendo que su obligación moral es subordinar su criterio moral al de la Iglesia, expresado en su Magisterio.

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