… Y en el Vaticano se armó el belén.

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Es espantoso. Ese es el veredicto mayoritario, si no unánime, sobre la escena navideña elegida este año por el Vaticano para colocarla en el centro mismo de la cristiandad. Lo más parecido a una defensa del adefesio sesentero ha venido de quienes se escandalizan de que el belén en cuestión escandalice en el sentido cristiano del término, es decir, que haga tropezar. ¿Quién puede tener una fe tan débil que algo tan banal e insignificante le haga vacilar?

El belén es una curiosa tradición. Los artistas, a lo largo de los dos últimos milenios, se han inspirado en escenas de la vida de Cristo para cientos de obras, escenas que han sido reinterpretadas en lienzo, talla o estatuas hasta la saciedad. Lo particular de la tradición del belén, en cambio, es que no solo ha implicado a miles de artesanos anónimos, sino que hace de cada familia artistas menores, siquiera en la elección y disposición de las figuras y en el añadido de detalles como el musgo y el socorrido papel de plata representando ríos.

Como nos recuerda Specola, “en 1223, en Greccio, San Francisco inventó el primer belén de la historia. La intención del santo era evocar el ambiente de la noche en que nació Jesús, ver el belén con sus propios ojos y viendo lo logrado no pudo contener la emoción”. Y añade: “Al ver el nacimiento instalado este año en la Plaza de San Pedro de Roma, nos preguntamos si después de casi 800 años todavía existe al menos una pequeña conexión entre el espíritu de ese primer pesebre y la extraña y escuálida obra exhibida en el Vaticano. Nuestra imagen de hoy es del monstruoso nacimiento, quedan lejos las emociones de San Francisco”.

¿Es un detalle sin importancia; es mezquino fijarse en algo tan banal para extraer conclusiones? Cada año, esos mismos católicos que preservan en sus hogares la tradición de montar el belén, que buscan figuritas y recogen musgo en el campo y participan todos en la disposición, miran a Roma, a su ‘belén oficial’ como al arquetipo y modelo de todos los demás.

Aquí creo que hay distinguir entre dos conceptos: lo importante, lo que es en sí mismo grave; y los síntomas, las expresiones menores que, sin embargo, nos dan pistas o indicaciones de lo que reflejan. De la abundancia del corazón habla la boca, y aunque el Réquiem de Mozart o el Misereri de Allegri, la Capilla Sixtina y La Piedad, la Catedral de León o la de Colonia o Reims, el Cristo de Velázquez no sean otra cosa que obras de arte, han servido a lo largo de la historia para atraer a muchos, para evangelizar, porque la belleza es uno de los atributos de la verdad y es natural preguntarse, ante tales maravillas, qué fe pudo inspirarlas.

Y el belén desvelado este año en la Plaza de San Pedro tiene el efecto contrario. El Belén, cuya crítica más ajustada consiste en mostrarlo, procede de la localidad de Castelli, en Los Abruzos (centro), y está compuesto por cincuenta y cuatro figuras de la cerámica típica de la zona. Fue realizado entre 1965 y 1975 por los docentes y alumnos del Instituto de Arte F. A. Grue, actual Instituto Estatal de Diseño, que en aquella década dedicó su actividad didáctica al tema navideño.

Y este mismo hecho, que se ‘resucite’ una obra tan torturantemente fea, de la década del postconcilio, no es en absoluto un detalle baladí. Me explico.

El sacerdote rapero y youtuber Daniel Pajuelo presenta su último vídeo en Twitter con este mensaje: “En el cristianismo hay grupos que huyen del mundo de hoy idealizando el pasado, creyendo que la autoridad y la verdad absoluta están en el ayer. No evangelizan, hacen proselitismo, no hacen catequesis, adoctrinan”.

https://twitter.com/smdani/status/1338188436260311040?s=20

Por supuesto, no ofrece pruebas ni concreta demasiado en qué consiste en esa “huida al pasado” o por qué es “peligrosa”; cuándo se evangeliza y cuándo se hace proselitismo. Pero no me interesa ahora el mensaje general de este sacerdote, sino una paradoja que parece no advertir y que el belén vaticano ilustra a la perfección: la paradoja de la modernidad congelada.

La teoría consiste en que hay determinadas épocas que son modernas por definición, no importa el tiempo que haya pasado, igual que hay conceptos que están desfasados por antiguos aunque representen verdades eternas.

Uno pensaría que elegir una obra iniciada hace más de medio siglo para colocarla hoy en San Pedro, habiendo sin duda tantos estupendos artistas que podrían hacer una hoy, es un modo de “huir al pasado”, y a un pasado muy idealizado por muchos, el de esa gloriosa ‘primavera de la Iglesia’ que coincidió con la defección masiva de fieles en todo Occidente.

El belén del Vaticano es un perfecto reflejo de la actual crisis de la Iglesia, en varios sentidos. El primero es ese de creer que la modernidad no solo es siempre buena, siempre mejor lo que viene después, sino que quedó fijada en los años sesenta y setenta. Este pontificado vuelve a la época en que nuestros más añosos prelados eran jóvenes creyendo que eso es la ‘dorada modernidad’.

En segundo lugar, el belén vaticano representa esa ‘salida al mundo’ anunciada en el concilio que se tradujo en un copiar servilmente lo que salga del mundo -en su sentido teológico-, y especialmente lo más feo.

Cuando el mundo o, al menos, Europa creía en Cristo de modo colectivo, la Iglesia creaba arte excelso que luego copiaba el siglo. Pero esa corriente viva se ha secado, y lo que hace la Iglesia en lo externo es reciclar modas del mundo cuya fecha de caducidad llega a poco de crearse.

Lo ‘tradicional’ no es, como parece creer Pajuelo, un apego a lo ‘viejo’, sino la creencia de que hay un núcleo de verdad ajeno al paso de los siglos, y cuya propia supervivencia muestra su carácter perenne. El rap pasará (de hecho, ya suena viejo); el belén del Vaticano, además de desoladoramente feo, remite a una época que ha quedado tan atrás como los pantalones de campana, mientras que un belén tradicional, un belén de toda la vida, no queda viejo.

Con información de InfoVaticana/Carlos Estaban

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