Nuestra Señora de Guadalupe, Madre de un pueblo nuevo.

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En las dos décadas posteriores a la conquista de México apenas se produjeron conversiones. Y, de repente, en solo seis años casi nueve millones de indígenas pedían fervorosamente el bautismo. ¿Qué había pasado?

México, 1531. Tenochtitlán ha caído y con él el poderío azteca ante la coalición de españoles y pueblos sometidos encabezada por Hernán Cortés. Pero los monjes que acompañan y siguen a las tropas en la conquista de Nueva España están desconcertados y desanimados: apenas hay conversiones.

El estado de los nativos es deplorable. Sus dioses les han fallado, les han abandonado, no pueden seguir creyendo en ellos; pero eso les lleva a una apatía mortal, viendo en el Dios de los ‘castillas’ una deidad incomprensible y extraña, ajena a su cultura; el dios del enemigo, en suma. Se multiplican los suicidios y quienes piden el bautismo a los frailes que se afanan con celo heroico, aprendiendo sus lenguas para mejor predicarles, son muy pocos, una porción ínfima de los bendecidos.

Y, de repente, a partir de ese año, es la explosión. En solo seis años se hacen bautizar nueve millones de indígenas; las crónicas hablan de bautizos multitudinarios, de sacerdotes con los brazos paralizados y doloridos de pasarse horas y horas sin parar de administrar el bautismo a riadas de entusiastas conversos de todos los pueblos de la Nueva España.

¿Qué había pasado? ¿Cómo podía explicarse este prodigio, nunca antes visto en los anales de la historia de nuestra fe?

Lo que pasó lo cuenta un documento contemporáneo escrito en la ‘lengua franca’ de México, el nahuatl, el Nican Mopohua, cuyo título completo, traducido al español, es “Aquí se cuenta se ordena como hace poco milagrosamente se apareció la Perfecta Virgen Santa María, Madre de Dios, nuestra Reina; allá en el Tepeyac, de renombre Guadalupe”.

De cómo la Virgen se apareció en el cerro del Tepeyac al indígena Cuauhtlatoatzin (“El Que Habla Como Águila”), bautizado hacía no mucho con el nombre de Juan Diego, y de la maravillosa tilma con la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe que aún puede verse en su santuario, puede hablarse sin cuento y sin dejar nunca de resultar interesante, pero no fue solo el prodigio en sí lo que arrastró a las masas indígenas a la fe. No fue el qué, fue el quién.

Porque la ‘muchachita’ -como la llama el propio Juan Diego- que se aparece en Tepayac, como delatan sus rasgos, no es una ‘castilla’. Pero tampoco es una indígena: es, intrigantemente, un tipo nuevo que aún ni siquiera existía apenas cuando se apareció, pero que sería omnipresente en todo México y en toda la América Hispana en pocas generaciones: una mestiza. La Virgen se presentaba al humilde Juan Diego como la primera de un pueblo nuevo.

La Virgen fue la que supo hablar a los indígenas de forma que le entendiesen, la que les presentó a Su Hijo en un lenguaje y con una formas que les fueran familiares. Ella misma le habló, no en español, sino en sus lengua nahuatl, identificándose como “coatlallope”, “la que aplasta la serpiente, y como “tlecuauhtlapcupeuh”,  “la que viene de la región de la luz como el Águila de fuego”. Fue este nombre, incomprensible para los españoles, el que estos oyeron como semejante a ‘Guadalupe’, asociándolo a una advocación muy venerada en España, en la Basílica construida por Alfonso XI en 1340.

María, en el Tepeyac, se dirige a los indígenas no solo en su lengua, sino también usando sus referencias culturales, sus expresiones, su mentalidad; les dice, en fin, que Su Hijo no es meramente el “dios de los castillas”, sino que también es el suyo porque también murió por ellos.

Los conquistadores vieron en los sangrientos ritos y mitos de los aztecas una “religión del diablo”, y es cierto que se trataba de un culto que se complacía con la sangre y los sacificios. Cada año sacrificaba al menos a 20.000 hombres, mujeres y niños a sus dioses sedientos de sangre, extrayéndoles el corazón palpitante y practicando el canibalismo ritual con su cadáver. Y en algunos festivales especiales como la consagración de algún nuevo templo, los sacrificados al dios serpiente Quetzalcoatl llegaban a 80.000 en una sola ceremonia.

Pero nada hay tan malo que no quede en ello alguna chispa de bueno, de verdad. Había en la religión azteca mitos más amables e incluso la excusa de toda aquella espantosa carnicería tenía un origen que podía usarse para introducir el cristianismo en aquella cultura. Todas esas miserables víctimas eran sacrificadas a los dioses para que el sol siguiera brillando, y lo que los indígenas acabaron entendiendo, entusiasmados, en buena medida por una Señora que se presentaba ante ellos como una muchachita que les hablaba en términos que les eran familiares, es que aquellos sacrificios eran ya innecesarios porque Su propio Hijo había realizado el sacrificio definitivo.

Con información de InfoVaticana

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