* Una herida que tendrá que ser curada si quiere encontrar nuevamente la unidad interior y la paz.
En la Iglesia católica hay un principio de hierro: su enseñanza, aunque se abre a nuevas perspectivas que se desarrollan a lo largo de la historia, debe estar siempre conectada sin contradicción con la tradición.
Porque lo que está en juego aquí es la unidad entre fe y razón.
Siendo Dios la razón por excelencia, aceptar rupturas o contradicciones significaría renunciar a la coherencia interna del depósito doctrinal de la Iglesia.
La participación de la Iglesia en la verdad eterna de Dios quedaría en tela de juicio y se relativizaría la encarnación del Verbo eterno en Jesucristo.
En resumen, Dios sería relegado a los márgenes y la doctrina sagrada se convertiría cada vez más en una cuestión de poder para los grupos eclesiásticos, un desarrollo que podemos observar, por ejemplo, en las denominaciones protestantes que surgieron de la Reforma.
Muchos creyentes tendrían así la impresión de que la fe, la moral y la pastoral podrían ser objetos de negociación, lo que daría un impulso sustancial al relativismo.
UNA HERIDA PROFUNDA INFLIGIDA A LA IGLESIA VISIBLE
Con la Exhortación Apostólica postsinodal Amoris Laetitia (AL), el pontificado de Francisco ha infligido una herida profunda a la Iglesia visible, una herida que deberá ser curada para que encuentre la unidad interior y la paz.
Este documento abre la posibilidad de administrar los sacramentos a personas que viven en las llamadas “situaciones irregulares” (AL 301-308, nota 351). Todos los argumentos, especialmente los pastorales, esgrimidos en este contexto de AL, a favor de esta apertura, habían sido ya ampliamente discutidos durante décadas.
Juan Pablo II ya había considerado estos argumentos en la Exhortación postsinodal Familiaris consortio (FC) y en la encíclica Veritatis splendor (VS), para luego rechazarlos decisivamente, en conformidad con la Tradición de la Iglesia, negando la posibilidad de una relajación del orden sacramental (FC 84).
Esta clara delimitación de límites ha sido reafirmada en documentos posteriores del Magisterio, entre otros en el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC 1650) y en la Exhortación postsinodal Sacramentum caritatis de Benedicto XVI (29). Por tanto, para quien actúa de buena fe, en Amoris laetitia se puede reconocer precisamente aquella contradicción en la doctrina de la Iglesia que, según la doctrina misma, no puede existir nunca.
Hay ámbitos fundamentales de la moral tan estrechamente vinculados a la naturaleza del hombre y a su dignidad, que cualquier violación de ellos representa siempre y en todo caso un pecado objetivamente grave. Se trata aquí de los llamados « actus intrinsice malus «, es decir, actos intrínsecamente malos.
Esta doctrina está claramente atestiguada en la Sagrada Escritura, ha estado siempre presente, al menos implícitamente, en la Tradición ininterrumpida de la Iglesia, ha sido claramente formulada por San Agustín, sistematizada por Santo Tomás de Aquino (cf. Summa Theologiae I-II q.18,4), profundizada por Pablo VI en la encíclica Humanae vitae (14) y finalmente reafirmada por Juan Pablo II como doctrina vinculante de la Iglesia (cf. Veritatis splendor 79-81).
Según Juan Pablo II, por este motivo, «las circunstancias o las intenciones nunca pueden transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto “subjetivamente” honesto o defendible como elección» (VS 81).
Por tanto, sin un verdadero acto de renuncia al comportamiento pecaminoso, no es posible acceder a los sacramentos (cf. FC 84).
El cambio en la práctica de la administración de los sacramentos, por tanto, no representa, como a veces se afirma, una evolución de la Familiaris consortio , sino una ruptura con su enseñanza esencial sobre la antropología y la teología del matrimonio y de la sexualidad humana. Y ciertamente no puede apelar adecuadamente a Santo Tomás de Aquino.
NO ES POSIBLE UNA DECISIÓN CASO POR CASO
La sexualidad humana pertenece a este ámbito central de la moral.
Contrariamente a la concepción actual, difundida sobre todo en Occidente, que considera la sexualidad casi un bien de consumo, lo que está en juego aquí es una visión en la que la sexualidad humana es expresión de la comunión integral entre el hombre y la mujer, a nivel físico, espiritual y personal: «Símbolo auténtico del don total de la persona» (FC 80).
La temporalidad es parte esencial de la persona humana , tanto que el sí dicho al otro incluye también el sí a su historia pasada y a su futuro, como se expresa en el Sí del consentimiento conyugal. Podemos entonces comprender cuando San Juan Pablo II afirma que la sexualidad involucra a personas «cuya dignidad exige ser siempre y únicamente finalidad de un don de amor, sin ninguna limitación temporal o de otro tipo» (FC 80).
La unión sexual es pues un lenguaje corporal con un significado propio. Un significado que sugiere que tiene todo el sentido que cada acto sexual sea como una renovación de la promesa matrimonial.
El amor entre un hombre y una mujer es la base del matrimonio y de la familia, y es el pilar sobre el que se sustenta todo el edificio de la vida humana a través de las generaciones.
Desde esta perspectiva, se entiende por qué la Iglesia considera cualquier forma de actividad sexual fuera de este contexto, considerada permanente, entre hombre y mujer como una violación objetiva de la dignidad humana y, por tanto, un pecado.
Estas conductas incluyen, entre otras, la masturbación , las relaciones sexuales antes y fuera del matrimonio, el uso de métodos anticonceptivos, en los que los miembros de la pareja inevitablemente acaban reduciéndose mutuamente a objetos, así como la conducta homosexual.
- Por lo tanto, el lenguaje corporal en la sexualidad no puede simplemente ignorarse por circunstancias atenuantes o buenas intenciones subjetivas;
- Tampoco puede legitimarse una situación objetivamente grave de pecado mediante la administración de los sacramentos.
En estos casos no es posible una decisión caso por caso, porque la naturaleza del ser humano está invariablemente presente en todo su comportamiento sexual.
TOMÁS DE AQUINO CITADO INAPROPIADAMENTE
Según Pablo VI, «nunca es lícito, ni siquiera por los motivos más graves, hacer objeto de un acto positivo de la voluntad aquello que es intrínsecamente desordenado y, por tanto, indigno de la persona humana, aunque sea para salvaguardar o promover bienes individuales, familiares o sociales» (HV 14).
En relación con este problema, Francisco cita a Tomás de Aquino en Amoris laetitia de manera completamente inapropiada y engañosa (cf. AL 304 y nota 347), mientras que se ignora su doctrina sobre los “actos intrínsecamente malos”.
En Amoris laetitia se afirma, a propósito de las llamadas «situaciones irregulares» , que la «Iglesia […] posee una sólida reflexión sobre las condiciones y circunstancias atenuantes», y por tanto «ya no es posible afirmar que todos los que se encuentran en alguna situación llamada “irregular” viven en estado de pecado mortal y han perdido la gracia santificante» (AL 301).
A este respecto, cabe preguntarse: ¿quién apoyó jamás semejante afirmación? Personalmente, nunca he conocido a un sacerdote, por conservador que sea, que dijera esto.
Según el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC 1857), un acto puede constituir pecado mortal sólo cuando se dan simultáneamente tres condiciones: materia grave (en el plano objetivo), plena conciencia y consentimiento deliberado (en el plano subjetivo).
Sin embargo, lo que Amoris laetitia no considera es que, aunque no se den plenamente los criterios subjetivos, la mera presencia de materia grave es suficiente para exigir el desapego de un uso pecaminoso de la sexualidad, para poder acceder al sacramento de la Penitencia y de la Sagrada Comunión, +
Ni siquiera la referencia en AL 302 a la declaración general del Catecismo sobre la libertad de la voluntad —según la cual «la imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden verse disminuidas o anuladas por la ignorancia, la inadvertencia, la coacción, el miedo, el hábito, los afectos desordenados y otros factores psicológicos o sociales» (CIC 1735)— resuelve la cuestión.
¿Cuándo, en efecto, podemos afirmar con certeza que una persona capaz de comprender y querer está verdaderamente libre de plena responsabilidad? ¿Cuándo puede una persona afirmar esto con certeza sobre sí misma?
QUIEN ADMITE LOS SACRAMENTOS, A PESAR DE ELLO, SE ARROGARA EL JUICIO SOBRE SÍ MISMO.
Obviamente, desde una perspectiva cristiana existen muchas situaciones irregulares que afectan también a los creyentes sinceros y que, humanamente hablando, parecen comprensibles: personas abandonadas por el propio cónyuge, dejadas solas sin sentir la vocación al celibato; parejas que han vivido una situación prematrimonial marcada por una diferencia de opinión entre el cónyuge creyente y el cónyuge no creyente; personas que, por diversas razones, viven en trastornos sexuales y encuentran cierta estabilidad emocional en relaciones irregulares; familias nacidas de forma irregular, cuya estabilidad se vería en riesgo por la solicitud de abstinencia; homosexuales que, a través de una relación estable, logran escapar, al menos temporalmente, del riesgo de una promiscuidad peligrosa; y otras situaciones. Todo pastor conoce bien estas situaciones.
Cualquiera que tenga la más mínima conciencia de sus propias debilidades nunca señalaría con el dedo a esas personas. Incluso San Juan Pablo II, en Familiaris consortio , evita hablar explícitamente del pecado mortal o del adulterio continuado, aunque exige la observancia del orden sacramental. Hay, sin embargo, una gran diferencia entre quienes, en la humilde conciencia de la santidad de los mandamientos, confían en la misericordia divina, y quienes, viviendo objetivamente en contraste con los mandamientos, se arrogan el juicio accediendo a los sacramentos por iniciativa propia.
En cuanto al papel del sacerdote , hay que subrayar que no es su deber anteponer la propia constatación de «circunstancias atenuantes» a la situación de vida objetivamente irregular de los interesados y administrar de todos modos los sacramentos.
Si se trata, según los criterios que definen los pecados graves , de una “asunto grave”, la Iglesia no tiene autoridad al respecto.
La gracia de Dios no está ligada a los sacramentos, sino que sólo Él puede juzgar en tales casos, y nosotros no lo sabemos. La administración de la Eucaristía es un acto objetivo, en el que Dios, en cierto sentido, se deja “constreñir”.
Sin embargo, la misericordia de Dios no se puede administrar por decreto.
Además, al administrar los sacramentos en tales situaciones, se elimina cualquier incentivo para cambiar la propia condición y progresar espiritualmente. El calor pastoral no puede llevar a la frialdad hacia Dios y sus mandamientos.
GRAN CERCANÍA AL MOVIMIENTO LGBT
Innumerables sacerdotes en la Iglesia Católica se esfuerzan, con amor, sensibilidad, paciencia y humildad, por acompañar a las personas en situaciones irregulares y mantenerlas en contacto con Dios. En la exhortación postsinodal Amoris laetitia se les acusa de pertenecer a quienes «aplican sólo las leyes morales como si fueran piedras para arrojar sobre la vida de las personas» y que «con el corazón cerrado se esconden detrás de las enseñanzas de la Iglesia […] para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar los casos difíciles y las familias heridas» (AL 305).
Es de notar que los puntos clave de Amoris laetitia no hablan de personas divorciadas y vueltas a casar, sino de “situaciones irregulares” en general.
Este hecho pasó casi desapercibido en el debate de los años posteriores a la publicación de dicho documento. Por “situaciones irregulares” se pueden entender todas las condiciones de vida que están fuera del orden de vida cristiano, incluidas las relaciones homosexuales.
La declaración Fiducia supplicans , que debería permitir la bendición de las parejas homosexuales, está por tanto estrechamente vinculada a Amoris laetitia .
Aquí se abandona definitivamente el fundamento de la ley natural y se legitiman de modo casi sacramental uniones distintas de la del hombre y la mujer.
Casi sin querer, se resalta aquí una gran proximidad con los movimientos LGBTQ y de género.
Para estos movimientos, la sexualidad es una especie de elemento intercambiable entre formas arbitrarias de vida, todas ellas consideradas equivalentes y dignas de ser promovidas en todo caso. También hay que tener presente que el clero de la Iglesia Católica tiene un problema con las redes homosexuales.
El 80% de los abusos sexuales infantiles cometidos por miembros del clero católico fueron abusos homosexuales.
Cuando la Iglesia ha abordado la cuestión del abuso, este aspecto del problema ha sido sistemáticamente ignorado.
Para muchos fieles, esto les ha dado la impresión fatal de que con Amoris laetitia el clero se ha proporcionado una salida conveniente para acceder al altar sin conversión y sin confesión sacramental.
UN ACTO DE RUPTURA CON LA TRADICIÓN MAGISTRAL
En resumen, se debe afirmar que la flexibilización del orden sacramental en la exhortación postsinodal Amoris laetitia representa un acto de ruptura con los datos bíblicos y con la tradición magisterial de la Iglesia, sin reconocer un intento serio de buscar la compatibilidad con la misma tradición;
Por el contrario, se acaba refiriéndose a Tomás de Aquino de manera engañosa y no se duda en recurrir a polémicas e insinuaciones.
Dado que el pecado grave es el único criterio objetivo de exclusión de la recepción de los sacramentos, surge la pregunta: ¿qué criterios objetivos de exclusión deberían seguir existiendo de ahora en adelante?
Amoris laetitia no responde a esta pregunta .
Este acto de ruptura se basa en una teología moral consecuencialista que:
* toma como único criterio una vida terrena exitosa,
* abandona la ley natural,
* elimina las objeciones contra los medios moralmente ilícitos
* y, por lo tanto, pierde la referencia a la santidad y soberanía de Dios entre los hombres.
Esta corriente de teología moral fue rechazada ya recientemente por Juan Pablo II en su encíclica Veritatis splendor por no ser conforme con la enseñanza de la Iglesia.
Sin superar las contradicciones entre el magisterio eclesial actual y la tradición de la Iglesia, y sin restaurar un orden sacramental internamente coherente —en una palabra, sin sanar la herida profunda infligida a la Iglesia visible por Amoris laetitia— no habrá superación de la división ni paz en el seno de la Iglesia católica.
Por el contrario, su desarrollo en el presente , su crecimiento espiritual y sus frutos seguirán siendo obstaculizados por la propia jerarquía eclesiástica.
El orden sacramental transmitido representa una protección esencial para los fieles y los pastores en su abordaje de las situaciones irregulares. Sin condenar, recuerda a los creyentes la realidad de sus condiciones de vida y los protege de la presunción en su trato con lo sagrado.
- Por una parte, permite a los pastores entrar plenamente en la situación de los fieles , acompañarlos y, si es necesario, incluso sostenerlos;
- Por otra parte, los libera de la arrogancia de pretender conocer exactamente la perspectiva divina y de la presión de tener que confirmar sacramentalmente las formas de vida con las que se encuentran confrontados.

Por CHRISTIAN SPAEMANN.
psiquiatra alemán, columnista de Kath. Hijo del filósofo católico Robert Spaemann, está especializado en clínica psicosomática y ejerce la profesión en Schalchen (Austria)
DIE TAGESPOST.