¿Por qué no suprimen la Compañía de Jesús? (II)

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Uno de los lectores de nuestro anterior artículo —al que desde aquí agradecemos— tuvo la amabilidad de recordarnos el Dominus ac Redemptor, el breve con el que el Papa Clemente XIV suprimió la Compañía de Jesús en 1773. Una lectura provechosa, instructiva y, por desgracia, más actual de lo que uno desearía.

Clemente XIV lo dejó claro: cuando una orden deja de dar frutos espirituales y se convierte en un foco de conflicto, de privilegios incontrolados y de poder autónomo frente a la Iglesia, el deber del Papa es suprimirla. Y no por animadversión, sino por caridad: “por pedirlo el mismo vínculo de la caridad mutua”.

La Compañía fue fundada para la conversión de los infieles y herejes. Hoy es una máquina de prestigio, universidades, marketing moralizante y agenda progresista. ¿Qué queda del fuego apostólico de San Ignacio? ¿Del celo por las almas? Nada. La Compañía se ha convertido en una estructura de poder vacía de contenido sobrenatural.

Dice el Papa Clemente: “…hemos encontrado que [la Compañía de Jesús] fue instituida por su Santo Fundador para la salvación de almas, para la conversión de los herejes y con especialidad la de los infieles”.

Hoy, ¿qué jesuita habla de herejía? ¿Quién predica la necesidad de conversión? ¿Qué significa para ellos “salvación” sino un vago bienestar emocional? El propio Superior General, Arturo Sosa, ha dicho sin sonrojarse que no se sabe qué dijo Jesús porque no había grabadoras. San Ignacio le habría invitado fraternalmente a hacer los Ejercicios… de rodillas, entre lágrimas.

El documento de Clemente XIV es demoledor. Veamos algunos fragmentos clave que merecen leerse con atención. Primero, sobre los frutos que ya no se dan: “…cuando ha llegado el caso de que el pueblo cristiano no ha cogido de alguna Orden regular aquellos abundantísimos frutos y apetecida utilidad […] esta misma Silla Apostólica […] no ha tenido embarazo en fortalecerlas con nuevas leyes, ó reducirlas a la primitiva austeridad de vida, ó totalmente arrancarlas y disiparlas.”

Y luego, sobre los conflictos que genera una orden que se ha convertido en una potencia autónoma: “…desde su origen empezaron á brotar varias semillas de disensiones y contenciones […] con otras Órdenes, con el clero secular, universidades, cuerpos literarios, y aun hasta con los mismos Soberanos”.

Cambien “Soberanos” por “conferencias episcopales”, “obispos diocesanos” o incluso “fieles de a pie”, y tendrán un resumen de la Compañía actual. ¿Quién se atreve a corregir a un jesuita mediático? ¿Quién puede poner límites a una universidad jesuita? ¿Quién controla las subvenciones, publicaciones, cátedras y declaraciones públicas que emiten en nombre de la Iglesia, pero contra la fe?

Clemente XIV lo vio venir: “…la Compañía apenas ó de ninguna manera podía ya producir aquellos abundantísimos frutos […] antes bien se oponía a que se restableciese la verdadera y durable paz de la Iglesia”.

¿Hace falta añadir más? La paz de la Iglesia —no entendida como una calma anestesiada, sino como unidad en la verdad— se ve perturbada constantemente por teólogos jesuitas que justifican lo injustificable, que siembran dudas sobre el Magisterio, y que promueven una moral acomodaticia y un ecumenismo sentimental sin conversión.

Y no es accidental: la estructura está pensada así. Clemente XIV, sin rodeos, la llama por su nombre: “…una estructura autónoma con privilegios exorbitantes, que no responde a nadie más que a sí misma, y cuyo Prepósito General ejerce una potestad absoluta sobre sus miembros, incluso por encima del derecho común.”

En otras palabras: una Iglesia dentro de la Iglesia. Hoy, más que entonces, la Compañía no es una orden religiosa: es un lobby ideológico con mitra, cátedra y micrófonos. Con el nombre de Jesús en su escudo y el pensamiento de Rahner en su alma. El espíritu de San Ignacio ha sido sustituido por el espíritu del mundo.

Clemente XIV lo entendió. Por eso decretó: “Suprimimos y extinguimos la sobredicha Compañía, abolimos y anulamos todos y cada uno de sus oficios, ministerios y empleos, Casas, Escuelas, Colegios, Hospicios… y asimismo todos y cada uno de los privilegios”.

Si entonces fue necesario, hoy lo sería aún más. Porque aquella Compañía aún conservaba algunos ecos del celo ignaciano. La actual, en cambio, no conserva ni la apariencia.

Y sin embargo… sigue en pie. Sigue acaparando recursos, influencia y espacios de poder. Sigue siendo, en palabras del propio Clemente XIV, un obstáculo para “la verdadera y durable paz de la Iglesia”.

¿Hasta cuándo?

Por JAIME GURPEGUI.

VIERNES 18 DE ABRIL DE 2025.

INFOVATICANA.

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