Si no estás una hora con Dios, ¿Cómo quieres estar toda una eternidad a su lado?

Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Pbro. José Juan Sánchez Jácome

Queda la sensación, a nivel espiritual, de que nunca llegamos a la meta, de que no terminamos de conocer a Dios, y al regresar sobre nuestros pasos, al contemplar todo el camino recorrido, muchas veces nos desanimamos porque pensamos que hemos rezado tanto, hemos hecho muchas cosas buenas, hemos dedicado toda nuestra vida al Señor, y sin embargo siguen habiendo preguntas, no tenemos nuestra vida resuelta y hay heridas que no han podido sanar.

Queda esa sensación de que, a pesar de haber hecho tantas cosas buenas, no terminamos de conocer al Señor. Cuando llegamos a un punto como este, se puede experimentar el cansancio, el desánimo y la frustración, o podemos hasta desacreditar en rebeldía lo que hemos vivido dentro de nuestra fe cristiana.

¿Qué se puede hacer cuando se llega a un punto como éste? Cuando viene la insatisfacción y cuando lastiman las preguntas, a pesar de vivir la fe: ¿Cómo podemos salir adelante? ¿Qué pasa cuando uno se experimenta así? ¿Qué tenemos que hacer cuando queda esta sensación de no conocer a Dios suficientemente?

De entrada, una experiencia como esta forma parte de la vida espiritual y no es un síntoma negativo. Cuando llegan momentos así debemos aprender a descubrir que la vida cristiana no consiste únicamente en que nosotros andemos en la búsqueda de Dios, sino en que Dios es el que nos busca primero. 

La fe no consiste solo en buscar a Dios, sino en confiar que él nos anda buscando primero. Lo más importante en nuestra fe es abandonarnos en esta convicción y creer que Dios sale a nuestro encuentro. Si creemos en esta revelación y nos ponemos en sintonía con esta palabra, podemos superar el cansancio y el desánimo, al reconocer que Dios nos busca primero y no deja de propiciar un encuentro.

De otras maneras lo dice la Sagrada Escritura, sobre todo a través de San Juan quien asegura que el amor consiste no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero. Reconocer que ninguno de nosotros ha tenido que hacer méritos y realizar actos heroicos para ganarse el favor divino, sino que sin que hayamos hecho nada hemos sido especialmente amados por Dios. Esta es la maravilla de la revelación de Dios.

Cuando creamos y nos pongamos en sintonía con esta palabra, entonces estaremos en condiciones de superar el desánimo y seguir creciendo en la fe. Por eso, es necesario pedir el don de la sabiduría. No solo confiarnos a nuestros propios conocimientos, al esfuerzo que hemos hecho, a lo que hemos descubierto con nuestras propias capacidades, sino pedir este don que ilumina y nos permite ver más lejos.

Muchos vamos a la Iglesia a pedir la salud, que nuestras familias estén en paz, que sanen las heridas, que resolvamos nuestros problemas, que superemos el sufrimiento que ha dejado la muerte de un ser querido. No hay que dejar de presentar todas estas intenciones, pero antes que nada hay que pedir la sabiduría, para que nunca nos desesperemos ni desconfiemos del Señor, sino que creamos que Dios nos ama primero y seguirá buscándonos de manera incondicional, aunque no lo merezcamos.

Por eso, hay que pedir la sabiduría para que no nos desesperen ni desanimen nuestras limitaciones e imprecisiones en el conocimiento de Dios. Por la sabiduría estaremos siempre aguardando la manifestación del Señor, superando la seducción de las cosas de este mundo y deseando la eternidad. Se trata de aprender a descubrir a Dios y de habituarnos a reconocerlo en nuestra vida, para que en el momento final no nos cueste reconocerlo, habiendo desarrollado la sensibilidad espiritual para descubrirlo y el deseo de alcanzarlo.

Por eso, si te cuesta estar una hora con Dios, ¿Cómo quieres estar toda una eternidad a su lado? Reconocer a Dios y habituarnos a su presencia nos permite pensar en nuestra muerte sin morbosidad, sin escrúpulos y sin miedo. El que desea al Señor, el que lo espera, el que tiene sed de él, está habituado y vive de tal manera que está deseoso y preparado para cuando venga el Señor.

Comentando el Salmo 62, reflexiona San Agustín: “Vean cuántos deseos atormentan el corazón de los hombres: el oro, la plata, la propiedad, los honores. Todos estos deseos arrastran nuestros corazones de carne. Todos los hombres arden en deseos y apenas se encuentra quien diga: Mi alma está sedienta de ti. La sed devora a los hombres en este mundo, y ellos no comprenden que están en el desierto, donde su alma debería tener sed de Dios. Digamos nosotros: Mi alma tiene sed de Ti. Que este sea nuestro grito para que unidos a Cristo seamos una sola alma. Que nuestra alma pueda estar sedienta de Dios”.

Decía Amado Nervo que: “El alma es un vaso que solo se llena con eternidad”. Este aspecto lo desarrolla de manera conmovedora el filósofo español Miguel de Unamuno en una carta a un amigo que le reprochaba su anhelo de eternidad, como si fuera una forma de orgullo y de presunción:

“Yo no digo que merecemos un más allá, ni que la lógica nos lo muestre; digo que lo necesito, merézcalo o no, y nada más. Digo que lo que pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin ella me es todo igual. Yo necesito eso, ¡lo ne-ce-si-to! Y sin ello ni hay alegría de vivir ni la alegría de vivir quiere decir nada. Es muy cómodo eso de decir: ¡Hay que vivir, hay que contentarse con la vida! ¿Y los que no nos contentamos con ella?”

La sabiduría que recibimos de parte de Dios consiste en mirar la vida con ojos de eternidad, para no sucumbir a los problemas, a la inmediatez, a la oscuridad y a la rudeza de los acontecimientos. Al respecto decía San Alberto Hurtado: “Vivir de fe es juzgar las cosas a la luz de la eternidad”.

Así pues, pidamos la sabiduría para que no sucumbamos a las prisas y a las seducciones del mundo. Como señala Nicolás Gómez Dávila: “Estamos llamados a compartir la eternidad de Dios, y nos empeñamos en que Dios comparta nuestras prisas”.

Al abrirnos a una meditación como esta, quisiera sugerirles que le digan todos los días al Señor estas dos oraciones. Decirle, en primer lugar; “Señor sé que me estás buscando, sé que estás llegando a mi vida y necesito abrir bien los ojos para reconocerte y experimentar tu santísimo amor. Señor, que por mis prisas y desánimos no desperdicie tantas manifestaciones de parte tuya”.

Y, en segundo lugar, que no pase un día sin que agradezcamos a Dios por todos sus dones: “Te doy gracias, Señor, por todos los dones recibidos, porque no dejas de bendecirme en la vida. No permitas, Señor, que me fije en lo que me falta, en lo que no está resuelto de mi vida, sino en todo lo que me has concedido, incluso sin merecerlo ni habértelo pedido”.

Si nos fijamos solo en lo que nos falta y en lo que no hemos podido resolver, seguiremos con quejas, lamentos e inconformidades que no nos permitirán disfrutar lo que tenemos y poner toda nuestra esperanza en el Señor. No dejemos de agradecer, pues, lo que sí tenemos, lo que sí ha sucedido para nuestro bien, a fin de mantenernos a la expectativa de las sorpresas de Dios.

“Gracias, Señor, porque vienes a mi encuentro, aunque no te vea; gracias porque nunca te olvidas de mí, a pesar de que yo me alejo de Ti. Que, aunque no esté resuelta mi vida y tenga muchos pendientes, no deje de agradecer todo lo que inmerecidamente he recibido”.

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