El español Alfonso Pedraja, conocido como Pica, confesó en su diario haber abusado de decenas de niños y adolescentes mientras fue profesor de varios colegios de América Latina, especialmente en uno de Cochabamba, en Bolivia. El diario El País tuvo acceso a su diario de más de 300 páginas y reveló este domingo la historia del sacerdote con testimonios del que fuera su novio y de cinco de sus víctimas que contaron con pavor lo que vivieron.
El 5 de septiembre de 2009, el sacerdote falleció de un cáncer en un hospital de Cochabamba (Bolivia). Un mes antes, a finales de agosto, durante su último viaje, el jesuita español de 62 años obligó a su novio a que le prometiera algo: “Tú vas a hacer lo que sea y como sea para quedarte con mi computadora. No quiero que nadie la tenga”. La pareja del sacerdote hizo la promesa a bordo de un Toyota gris, mientras atravesaban las carreteras polvorientas que conducen al balneario de Urmiri, en el oeste de Bolivia, donde iban de vacaciones, reveló El País.
—¿Pero usted conocía, antes de ver lo que había en ese ordenador, que Alfonso agredió sexualmente a decenas de menores y que los jesuitas taparon las denuncias?, preguntó El País.
—Sí —dice consternado desde Bolivia—, me manifestaba su preocupación, su miedo. Sin embargo, también me expresó que la Iglesia como institución lo respaldaba. Así respondió la que fue pareja del sacerdote, 14 años después.
En 2009, cuando su novio llegó al funeral Pedraja, un hermano que había venido desde España ya había recogido las cosas del jesuita: fotos, libros y una guitarra. A él le entregó el ordenador ACER de Alfonso, al entender que era un objeto muy personal.
Ya en su casa, el novio del jesuita encendió la computadora. Solo él sabía la contraseña. Una vez dentro, se entretuvo entre los archivos y encontró un documento que dos años antes Alfonso le insinuó que estaba escribiendo. Se llamaba Historia, una especie de memorias de 383 páginas mecanografiadas a ordenador, compuestas por reflexiones, relatos de episodios de su vida, así como unas decenas de cartas. En total, 350 entradas encabezadas, en negrita, por el lugar y la fecha donde las escribió. Como si fuera un camino sinuoso, su lectura permite recorrer su vida desde 1960, cuando ingresa como novicio, hasta 2008, año en el que, ya cansado y enfermo, deja de escribir.
En 2018 El País comenzó la investigación sobre la pederastia en la iglesia católica española, pero es la primera vez que este periódico accede a un documento que muestra la mirada de los abusos y su encubrimiento desde el otro lado, el del religioso agresor.
¿Qué dice el diario del jesuita?
En las páginas del diario, el sacerdote admite que abusó de decenas de niños mientras fue profesor de varios colegios de América Latina, especialmente en uno de Cochabamba. Y relata también cómo la orden (al menos siete superiores provinciales y una decena de clérigos bolivianos y españoles) encubrió sus delitos y las denuncias de algunas víctimas.
Cuenta que siente miedo de ser descubierto y chantajeado. Se vergüenza de sus delitos, aunque siempre se refiere a ellos como “pecados”, “meteduras de pata” o “enfermedad”. Confunde las relaciones homosexuales consentidas con las agresiones a menores. Abusos que nunca describe en detalle, pero que este domingo sus víctimas, cinco de ellas contactadas por El País, recuerdan con pavor.
El novio del sacerdote vio negro sobre blanco confesiones como esta: “El mayor fracaso personal: sin duda, la pederastia”.
Sin pensar en las consecuencias, envió al hermano, por Courier Express, un DVD en el que grabó decenas de fotografías y las memorias. “Nunca pensé que acabaría en la prensa”, reconoce ahora a El País. Alguien de la familia imprimió el documento en España, lo guardó en un archivador verde de anillas y lo metió en una caja de cartón. Allí descansó, en una buhardilla madrileña.
”Hice daño a demasiados”
En 2021, Fernando Pedrajas, sobrino del jesuita, subió a limpiar ese trastero y se topó con el legajo secreto cubierto por un fino velo de polvo. “Las primeras páginas eran bonitas. Algunas eran cartas a mi abuela donde le contaba con ilusión que quería ser un buen sacerdote. Conforme fui leyendo, me di cuenta de la realidad: mi tío fue un pederasta”, recuerda. Leyó con pavor el número de niños de los que su tío calculaba haber abusado: al menos 85.
El País cuenta que Fernando era consciente de que lo que tenía entre manos era mucho más que un caso de pederastia en la Iglesia. Decidió denunciarlo todo a la Compañía de Jesús en Bolivia. “Lo primero son las víctimas, que encuentren algún tipo de justicia”, argumenta.
Mantuvo, en el verano de 2022, una breve correspondencia por correo electrónico con el actual director del colegio de Cochabamba donde su tío cometió la mayoría de los abusos, pero este rehuyó cualquier tipo de responsabilidad. Presentó el diario ante la Fiscalía española, que ha desestimado el caso por estar prescrito. Finalmente, lo denunció al exprovincial jesuita Osvaldo Chirveches, encargado de investigar los abusos en la orden. Desde octubre, Fernando no ha recibido una respuesta sobre el estado de la investigación canónica. La única comunicación insistente de Chirveches ha sido: “Envíanos el diario”.
Chirveches asegura que la orden solo ha recibido una denuncia y que ha abierto una investigación canónica previa al respecto. No informa sobre si la orden ya tenía constancia de estos abusos. Tampoco ha interrogado a los provinciales que aparecen acusados de encubrimiento en las memorias. “Nosotros, al no tener el diario, no podemos ampliar de oficio esta investigación”, defiende.
Ante la posibilidad de que la orden silenciase el caso, el sobrino decidió escribir a EL PAÍS y entregarle el diario. Este periódico lo estudió, encontró fotografías de la época y otros documentos que contextualizan las descripciones del jesuita.
Contactó a algunos de los religiosos que supuestamente encubrieron sus crímenes y también habló con cinco de sus víctimas —varias aparecen citadas en el diario—, que relatan lo que el jesuita no se atrevió a escribir: cómo abusaba de ellas y las secuelas que les causó.
Los testimonios
En 1971 la orden lo nombró subdirector del Colegio Juan XXIII en Cochabamba, un internado que en esos años rescataba a niños de la pobreza para que tuvieran un futuro. El jesuita era uno de los encargados de recorrer Bolivia en busca de estos chavales.
Tres años después, el religioso ascendió a director y transformó el colegio en un pequeño estado. Los internos mayores trabajaban la mitad del día para que el centro pudiese autoabastecerse: tenían una panadería, cerdos, vacas, un huerto. Fabricaban tapas para alcantarillado que luego vendían al ayuntamiento de la localidad. Otros tantos, sus decenas de víctimas, con terror.
Pedro Pérez, nombre ficticio, es una de las víctimas que relató su historia a El País
Esta víctima, ahora con 58 años, explica en una videollamada que la pobreza en sus primeros años de vida era tan cruda que le costaba imaginarse un futuro donde no sintiera hambre. Todo cambió cuando, una tarde lluviosa, un pequeño ómnibus le llevó al colegio Juan XXIII. “Era una maravilla: cómodos dormitorios, comedores espléndidos, canchas de fútbol. Y la comida, excelente. Imagínate, pasar de una familia con carestías a un espacio donde te aseguraban todas las comidas”, cuenta por teléfono. El primer año fue feliz.
Hasta que una noche llegó el miedo. Como de costumbre, Pica cortó la luz a las 22.30, puso en marcha su tocadiscos y por los altavoces comenzó a sonar la música de Mercedes Sosa, Violeta Parra o Quilipayún.
Mientras los vinilos giraban en la oscuridad, esta víctima sintió los pasos del jesuita, recorriendo el gran dormitorio comunitario y visitando las literas de algunos de los niños. Con esas melodías de fondo, acabó quedándose dormido. Y le llegó su turno:
“Me desperté y me estaba tocando los genitales. Tenía 15 años. Me quedé congelado, petrificado. Él me decía, con voz baja: ‘Tranquilo, no pasa nada’. Fue terrible”.
Pica volvió. La segunda vez fue más “feroz”.
“Me masturbó. No podía defenderme. Y el tipo, mientras me masturbaba, me decía: ‘¿Quién te gusta? Imagínate tocándole sus tetas, su culo, su poto [culo]’. Eyaculé y recuerdo que hasta me limpió y me quedé dormido”.
Manuel López (nombre ficticio) llegó al colegio el mismo año en el que Pica trabajaba en las minas.
Ya por entonces, sus compañeros comentaban que el famoso padre Pica tocaba a los niños. López cuenta que no prestó atención a las advertencias.
Un año después, en 1984, el jesuita abandonó Oruro y regresó al Juan XXIII. Un día, López le paró en uno de los pasillos para pedirle ayuda.
“Con una confianza plena, le dije que tenía molestias en mi pene. Tiempo después supe que era fimosis. Y él me dijo que fuera a su cuarto”.
Cuando traspasó la puerta, el jesuita le bajó los pantalones y comenzó a hacerle una felación.
“Me di cuenta de que eso no me iba a curar y atiné a apartar su cabeza. Le pregunté qué diría de eso la Iglesia”.
El chico también fue víctima de las visitas nocturnas de Pica. Una noche, se despertó y pilló al pederasta tocándole los genitales:
“Se acercó el dedo índice a los labios y dijo en voz baja: Shhhhh, aquí tienes tu aspirina para el dolor de cabeza; pero yo no había pedido nada”.
Al día siguiente, se armó de valor y fue al despacho de Pica para increparle por lo que le estaba haciendo:
—Lo que estás haciendo es un asco y resulta que es verdad lo que todos dicen: eres maricón.
—¿Quién lo dice?
—Todos.
Domingo 30 de abril de 2023.