O hay que decir que está manchado el Hijo, o hay que decir Inmaculada a la Madre

Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Pbro. José Juan Sánchez Jácome

Había esperado toda su vida. Por fin, ya en la vejez Dios le concede la dicha de ver con sus propios ojos al Salvador del mundo. El anciano Simeón no se refirió a sus ojos o a su piel, a la belleza de su rostro o a los rasgos físicos. No destacó la ternura que siempre despierta un recién nacido ni la nostalgia y la paz que genera la contemplación de un bebé.

El anciano Simeón se refirió al niño con palabras que no espera una madre: “Este niño será signo de contradicción”. Nosotros que conocemos las Escrituras y el desenlace de la vida de este niño hemos visto cómo se cumplió la profecía de Simeón.

Simeón dijo esas palabras solamente respecto de Jesús. No alcanzó a ver lo que nosotros de manera incomprensible estamos viendo: que María también es signo de contradicción. Ciertamente se refirió al dolor de María cuando le dijo: “Y a ti, una espada te atravesará el alma”.

María también participó del dolor del hijo, del rechazo que experimentó. El dolor no se descargó en María en el momento de la cruz, sino que experimentó la pasión de su hijo a lo largo de su vida. La tradición de la Iglesia recuerda y celebra, por eso, los siete dolores de Nuestra Madre Santísima, las siete espadas: la profecía de Simeón, la huida a Egipto, la experiencia de perder a Jesús en el templo, el encuentro de María con Jesús llevando la cruz a cuestas, el momento de la muerte de Jesús, estando  María al pie de la cruz, cuando María toma el cuerpo de Jesús que es bajado de la cruz, y cuando María deposita el cuerpo de su hijo en el sepulcro. Siete momentos concretos y muy dolorosos, que de acuerdo al significado del número siete, nos dejan ver muchos otros dolores.

Simeón, se refirió, pues al Niño y a su madre con estas palabras proféticas. Pero es a través de María que llega a recibir lo que tanto había soñado y jamás había desesperado en llegar a ver, como destaca San Alfonso María de Ligorio:

“Dios había prometido a Simeón que no había de morir antes de ver al Mesías (…). Pero esta gracia la alcanzó solo por medio de María, porque solo en sus brazos halló al Salvador. Por consiguiente, el que quiera hallar a Jesús, debe buscarlo por medio de María. Acudamos a esta divina Madre, y acudamos con gran confianza, si deseamos hallar a Jesús”.

Este es el alcance de la mirada de las personas con esperanza. Saben que Dios no decepciona y que siempre cumple sus promesas, aunque todo parezca lo contrario, como pudo suceder a los ancianos Simeón y Ana, que se mantuvieron siempre a la expectativa y no se separaban del templo confiados en esta promesa.

Una mirada de esperanza detecta lo que no alcanzamos a ver por la desesperación: se deslumbra ante la belleza, cuando vemos solo fealdad; descubre la luz, cuando vemos solo oscuridad; reconoce la victoria, cuando cavilamos solo derrotas; alcanza a ver cómo Dios se acerca, cuando solo pensamos que se aleja.

Tantas personas, como Simeón y Ana, son ejemplo de perseverancia, pues nunca desesperan y no dejan de hacer el bien, de ir a la Iglesia y de hacer oración, aunque no vean nada, ni sientan nada y, en cambio, se den cuenta que se les está acabando la vida.

Una mirada de esperanza, es lo que buscamos en este tiempo de adviento. Esta mirada siempre es realista, no es ingenua ni desconoce el drama que nos envuelve. Pero su perspectiva tan amplia y tan limpia, como la Inmaculada, ve más allá de todo aquello que nos infunde miedo y desánimo.

Esta mirada nos hace ver que las palabras que dirigió Simeón al niño Jesús también se han cumplido en su madre. En torno a María se manifiestan sentimientos muy profundos de amor, respeto, devoción y admiración. María hace aflorar nuestra más profunda sensibilidad religiosa y le da una connotación específica a nuestra fe.

         El pueblo se vuelca en torno a María y le profesa un culto muy emotivo, como vemos en estas jornadas decembrinas donde los peregrinos salen de la costa, la sierra, el valle y la montaña, desafiando los fríos extremos y el sol quemante del mediodía, para ir al encuentro de la Dulce Señora del cielo. Nada detiene su paso alegre y fervoroso porque la madre los espera.

Sin embargo, también vemos con tristeza y sufrimiento las resistencias que muchos otros hermanos tienen para aceptar a María. Porque se trata de la madre de Jesús y de nuestra propia madre, nos duele cuando se le ataca de manera visceral, cuando se desacredita su imagen y cuando se intenta justificar una fe al margen de la madre de Jesús. Nosotros vemos, pues, lo que no vio Simeón: que María Santísima también es signo de contradicción.

Estos días contemplamos con asombro la purísima Concepción de María y vemos cómo todos los caminos llevan al Tepeyac. Con ocasión de estas fiestas de la Inmaculada Concepción y de la Virgen de Guadalupe queremos no sólo defender su culto, sino sentirnos verdaderamente orgullosos de llevar en el corazón a María Santísima y de imitarla especialmente en el camino de la humildad y de la fe para estar fielmente al lado de Jesús, incluso cuando nos toque estar fielmente al lado de la cruz.

San Andrés apóstol se refiere al lugar de María en el plan divino de salvación: “Y porque el primer hombre fue formado de una tierra inmaculada, era necesario que el Hombre perfecto naciera de una Virgen igualmente Inmaculada”. Los versos de Lope de Vega han inmortalizado de manera sublime este misterio:

“No cupo la culpa en Vos,
Virgen Santa, bella y clara;
que, si culpa en Vos entrara,
no pudiera caber Dios”.

San Anselmo también se refiere a María con estas palabras: “Dios es, pues, el padre de las cosas creadas; y María es la madre de las cosas recreadas. Dios es el padre a quien se debe la constitución del mundo; y María es la madre a quien se debe su restauración. Pues Dios engendró a aquel por quien todo fue hecho; y María dio a luz a aquel por quien todo fue salvado. Dios engendró a aquel sin el cual nada existe; y María dio a luz a aquel sin el cual nada subsiste”.

En este ambiente de fiestas marianas quisiera recordar el caso de los dos sacerdotes dominicos italianos, P. Gassiti y el P. Pignataro, que en 1823 (30 años antes de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción), en una ceremonia de exorcismo a un muchacho lograron someter y expulsar a Satanás.

El diablo que es el padre de la mentira también dice la verdad cuando se le somete, y llegó a expresar en ese exorcismo una oración que ya encierra la fe de la Iglesia en la Inmaculada Concepción, muchos años antes que se proclamara este dogma. Humillado, el diablo se vio forzado en nombre de Cristo a cantar la gloria de María, y lo hizo mediante un soneto en italiano, perfecto en construcción y en teología:

“Soy verdadera madre de un Dios que es Hijo,
y soy su hija, aún al ser su madre;
Él desde la eternidad existe y es mi Hijo,
y yo nací en el tiempo y soy su madre.

Él es mi Creador y es mi Hijo,
y yo soy su criatura y su madre;
fue divino prodigio ser mi Hijo
un Dios eterno y tenerme a mí por madre.

El ser de la madre es casi el ser del Hijo,
visto que el Hijo dio el ser a la madre
y fue la madre la que dio el ser al Hijo.

Si, pues, del Hijo tuvo el ser la madre,
O hay que decir que está manchado el Hijo
O hay que decir Inmaculada a la Madre”.

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