Era inevitable llegar a este punto. Al fin y al cabo, se trata únicamente de distribución entre los seres humanos, de los recursos disponibles. Y, por tanto, de la distribución de la misma vida. Como el sistema ideológico y político considera que no hay vida para todos, procede a una distribución racional, es decir racionada de la vida. Tocaba, pues, elegir y descartar. Los primeros descartados fueron los niños aún no nacidos. Por la cosa esa de los “ojos que no ven…” y que tampoco votan. Pero como ese primer descarte masivo resultó a todas luces insuficiente, la ingeniería demográfica se vio forzada a buscar con gran afán nuevos yacimientos de descartables; previa ampliación filosófica de la ideología del descarte. Y eso en unos momentos en que empezaba a hacer aguas la que sostenía el aborto y el infanticidio prenatal.
Parece mentira, pero es rigurosamente cierto, que el pilar filosófico del aborto, era el de los ojos que no ven: es decir el empecinamiento en la negación de la condición humana del feto. Un argumento que aún podía servir antes del desarrollo de la ecografía… Pero hoy ya sólo el empecinado en no ver, niega que el aborto y el infanticidio prenatal se realizan contra seres humanos: aquel al que la ecografía de un bebé ya formado en el vientre materno, no le hace cambiar sus postulados ideológicos sobre el asunto. En efecto, no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Pero estando ya tan avanzada la implantación del eufemístico “suicidio asistido” y de la no menos eufemística eutanasia, los partidarios del aborto, que son los mismos, se han quitado la careta y, tras justificar y generalizar hasta el aborto por nacimiento parcial, cualquier día reclamarán ya abiertamente legalizar el aborto postnatal (¡toma eufemismo!), es decir el infanticidio, sobre todo si se trata de poner a salvo la salud psíquica de la madre (¡o incluso del padre!).
Es evidente que si la nueva humanidad en su Nuevo Orden Mundial (NOM) descarta a esos millones de criaturas, a los que quedemos nos tocará más en el reparto. Pero una vez puesto el invento en marcha, ya no hay quien lo pare. Porque ese mismo principio del descarte utilitario, se multiplica en cascada, hasta llegar al descarte de los ancianos mediante la eutanasia. Y del mismo modo que se han desarrollado filosofías y políticas muy potentes para hacer efectivo el primer nivel de descarte, empleando unas ratios de coacción estremecedoras, otro tanto está sucediendo también en el segundo nivel, el de los ancianos: las políticas y las doctrinas van en la misma dirección; y las implementan con igual coacción. Donde está implantada legal y socialmente la eutanasia, la presión que sufren los descartados oficiales (a partir de los 70 años), es de lo más angustiante.
Pero estamos tan sólo en el segundo nivel de descarte. El siguiente (y aún no el último) serán los enfermos: un concepto tremendamente elástico, sobre todo a la vista de la genial definición de la Organización Mundial (superglobalista ya) de la Salud. No hay más que cotejar con la experiencia que, desde este mismo principio, desarrollaron los nazis. Bastará que le vean a uno alicaído y cabizbajo, para que los tribunales de bata blanca, le prescriban la eutanasia como único remedio para su estado de enfermedad.
Y bien, podemos parar ahí para analizar esta aberrante administración de la vida por los respectivos gobernantes. Viendo cómo avanzan triunfantes y arrasando en esta dirección las legislaciones de cada vez más países, se diría que la gente está obsesionada con la idea de reducir cada vez más la población para adecuarla a los recursos disponibles. Ése es al menos el pretexto. Pero he aquí que han caído en la cuenta de que por más que frenen la natalidad, no conseguirán resolver el problema demográfico: la vida humana sigue siendo muchísima, pero repartida entre menos gente. La explosión demográfica ha sido superada por la implosión geróntica y polipatológica con su imponente ingeniería de evitación de la muerte que ha ido dilatando cada vez más la pervivencia. A costa de unos niveles cada vez más elevados de dependencia. La llamada sanidad universal, los hospitales y las residencias de ancianos, son la parte más ostentosa del idílico Estado del Bienestar que nos garantiza la tan cacareada calidad de vida. Y, claro, ahora se dan cuenta de que la cosa no iba por ahí: que no paran de avanzar incluso a gran velocidad, pero contra dirección. Ahora se enteran de que no es la natalidad, sino la pervivencia, la que determina el aumento de la población.
Y se han propuesto enmendar el error haciendo un viraje precipitado y disparatado que, en lo sustancial, les hace ahondar aún más en el error, Han caído en la cuenta de que sus políticas demográficas adolecen de un inquietante déficit de muertes: a pesar de las que administran con tantísima abundancia en la etapa prenatal: muertes en las que se emplea un altísimo nivel de tecnología y profesionalidad sanitaria. No les queda más remedio, pues, que poner la tecnología sanitaria y sus profesionales al servicio de la extensión del servicio de la administración de la muerte, a este colectivo cuya vida hemos prolongado a fuerza de audacísimas tecnologías sanitarias.
La primera gran genialidad, ciertamente espeluznante, de esas políticas, es que hemos llegado a un territorio que conocemos muy bien: la zootecnia. El camino que estamos recorriendo tan ufanos, nos ha llevado a aceptar la administración de la vida humana por parte del poder político, con criterios rigurosamente zootécnicos. En zootecnia se fija la duración de la vida de los animales de crianza en función de su utilidad: al pollo se le asigna una vida de un mes escaso, mientras que la gallina (ponedora, claro está) vive en torno al año y medio. Otro tanto ocurre con las vidas de la vaca, la cerda y demás: la pervivencia de estas hembras, es muy superior a la de sus crías destinadas al consumo. Obviamente es el amo-criador, quien determina cuánto y cómo vive cada animal. Y son siempre criterios económicos los determinantes de la vida de cada animal.
Pues ahí nos estamos acercando a paso de carga. El censo y los censos traen de cabeza a nuestros bondadosísimos criadores. Y por lo que parece, nosotros encantados con poner nuestra vida en sus manos. Mucho mejor que en manos de Dios, dicen los enamorados de la ciencia y del progreso. Al final estamos como en la zootecnia: es un equipo de técnicos, y siempre por estrictas razones económicas, el que decide cuánto ha de vivir cada animal. También en nuestro caso es un equipo de técnicos o de políticos que visten luego el muñeco con una votación democrática, los que deciden desde el principio a su fin, la administración de nuestras vidas. Primero decidieron intervenir y administrar la natalidad; y como eso seguía siendo ruinoso para sus cálculos demográficos, ahora están en la administración de la pervivencia. Hay que acortar la vida humana –dicen-, hay que ajustar las tasas de conversión de lo que consumimos, para que sea proporcional a su rendimiento. Pues como con las gallinas y las vacas: los piensos hay que convertirlos en huevos y en leche.
Y justo pensando en el rendimiento, sobre la gran industria del sexo -prostitución y porno- a cuyo servicio está el aborto, montaron el negocio de los órganos de los fetos para la ingeniería sanitaria, para la farmacia, la cosmética y hasta para la alimentación (se llenan la boca con el enorme poder rejuvenecedor de la sangre de esos fetos). Puros criterios de rentabilidad: ganados son ganancias. Zootecnia pura y dura. Y son los parlamentos controlados por los gobiernos, los que legislan divinamente sobre el bien y el mal.
Pero no, no basta con eso. En la gloriosa marcha triunfal en que han vencido a la muerte y a la naturaleza, han cometido un error descomunal: han acabado con la muerte natural y hasta se han hecho la ilusión de que han acabado con la muerte. Bueno, de que pueden acabar con ella gracias al desarrollo de la ciencia. El resultado, una gran esperanza de vida, cada vez más dilatada, una pervivencia que parece no tener fin: tanto, que al final, atrapados en su propia trampa, han optado por la muerte administrada, sabiamente administrada. Por ahora a un colectivo selecto: a los que superan los 70 años y a los que sobreviven a pesar de sus gravísimas patologías que, en muchos casos arrastran desde su nacimiento. Todos éstos consumen más del 90% de los recursos sanitarios, con lo que desequilibran tremendamente la economía del país. La industria de la evitación de la muerte a toda costa, ha acabado siendo la descomunal industria de la enfermedad, que con cada día que le arranca a la muerte, hace crecer la esperanza de vida y el mercado que llaman de la salud. Y obviamente los supremos contadores de la tasa de conversión de los piensos en producto, han puesto el grito en el cielo. Es cuestión de vida o muerte, dicen, administrar sabiamente la muerte. Y el eco de este grito desgarrador se amplía más y más.
Y ha venido a resultar, ¡oh paradoja!, que los mismos que mientras se afanan en impedir los nacimientos, ponen igual afán en luchar contra cualquier enfermedad para impedir la muerte, alargando así enormemente la duración de la vida, están contribuyendo de forma decisiva al aumento de la población. Y acaban de caer en la cuenta de que, para ir bien, necesitan desmantelar la monstruosa industria de la salud (más propiamente de la enfermedad). O darle un vuelco decisivo con la introducción de la ingeniería genética en la que sigue llamándose (¡veremos hasta cuándo!) medicina preventiva. Y en el fondo, el mismo afán: incorporar la muerte a la vida para poner un límite “racional” y legal a la pervivencia, ya sea con vacunas o con eutanasias, primero voluntarias y luego obligatorias.
Mientras, los ecos de esta decisiva batalla, en la que está en juego la existencia de los más débiles, son acallados continuamente por los que deberíamos hablar sobre ella, por aquellos que tendríamos que denunciar con palabras de fuego la violación más flagrante de la sacralidad de la vida humana… Pero no caerá esa breva.
Parece que ahora conviene, para apuntalar el statu quo material de la Iglesia, mirar hacia otro lado y colaborar, contribuir, auxiliar y cooperar en la mejora -no en la transformación o el cambio, por supuesto- de un sistema podrido hasta la médula, corrompido y corruptor que, al decir de algunos recientes discursos, sería, con mucho, el mejor de los posibles.
Cuando vuelva el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra? (Lucas 18,8).
Custodio Ballester Bielsa, Pbro.