Nicaragua, el régimen diabólico

Guillermo Gazanini Espinoza
Guillermo Gazanini Espinoza

Mientras el mundo y la clase política está ocupada en la recesión, inflación y crisis económica global derivado de múltiples problemas, entre ellos el conflicto de Ucrania, un extraño mutismo no ha pasado desapercibido por algunos informativos, especialmente católicos, acerca de las denuncias del estado franco de persecución del régimen de Daniel Ortega contra la Iglesia católica.

De ”extremadamente grave”, así la situación ya expuesta por organizaciones de derechos humanos mientras la libertad religiosa y la integridad de creyentes y clérigos está en peligro, bajo ataque por fanáticos oficialistas. El régimen represor mantiene arrestos, restringe actos de culto, provoca redadas contra comunidades y levanta falsas acusaciones de desestabilización del país a causa del activismo católico.

Lo que sucede en Nicaragua no es nuevo. Esta inconcebible represión, en la era donde se lucha por la defensa de los derechos humanos y civiles, tiene inauditos antecedentes que igualmente presagiaban un estado de cosas muy difícil para la Iglesia católica, en otra época donde la libertad no era precisamente característica en Nicaragua

La primera vez que Juan Pablo II fue blanco de una protesta orquestada desde el poder fue en Nicaragua en marzo de 1983. El gobierno estaba regido por los sandinistas de Daniel Ortega. En el aparato burocrático, algunos clérigos eran adictos a la revolución. Ernesto Cardenal ocupó el ministerio de Cultura de la junta de reconstrucción nacional encabezada por Ortega después de la caída de Anastasio Somoza.

Tan pronto puso su planta en suelo nicaragüense, el Papa reprendió a Cardenal. Las imágenes y fotos captaron el momento en el que el barbado cura sonríe al Pontífice frente al regaño papal: “¡Usted debe corregir su situación, tiene que reconciliarse con la Iglesia!” mientras el poeta asentía, Juan Pablo II negó la bendición a Cardenal y Ortega era testigo de la advertencia.

Pero ese fue sólo un primer momento del accidentado y denigrante trato del régimen hacia Juan Pablo II. La bienvenida de Ortega fue la de un largo y sinuoso discurso que exaltaba la supuesta libertad del país “Gracias a Dios y a la revolución”.  

La misa en la Plaza 19 de Julio de Managua se convirtió en un momento de manifestación y propaganda. Según los periodistas extranjeros, el régimen había sobornado a medio millón de asistentes para boicotear la homilía gritando loas y consignas a la Iglesia popular y de los pobres. Antes de la misa, los cuerpos de 16 jóvenes asesinados fueron puestos en la plaza y las madres demandaban que Juan Pablo II fuera testigo de la represión .

La misa fue un mitin tenso y violento. Las consignas de la “Iglesia popular” contra la “Iglesia institucional” no parecían vencer al pontífice quien advirtió del peligro de esos paralelismos: “Sí, mis queridos hermanos centroamericanos y nicaragüenses: cuando el cristiano, sea cual fuere su condición, prefiere cualquier otra doctrina o ideología a la enseñanza de los Apóstoles y de la Iglesia; cuando se hace de esas doctrinas el criterio de nuestra vocación; cuando se intenta reinterpretar según sus categorías la catequesis, la enseñanza religiosa, la predicación; cuando se instalan “magisterios paralelos”… entonces se debilita la unidad de la Iglesia, se le hace más difícil el ejercicio de su misión de ser “sacramento de unidad” para todos los hombres”.

Asesores y más cercanos colaboradores conocían de la hostilidad del régimen contra la Iglesia y de la instrumentalización del magisterio impregnado de teología de la liberación, pero Juan Pablo II sabía que saltar Nicaragua en la visita Centroamericana era equivalente a abandonar a los católicos del país, prácticamente a darlos en sacrificio al régimen autoritario de la Junta.

Hoy Nicaragua vive hostigada y en el aciago. De los principales expulsores de migrantes, es el tercer país más pobre de América Latina por debajo de Haití y Venezuela. Al momento de edición de esta opinión, el conflicto escala con el secuestro violatorio de los derechos humanos del obispo Rolando Álvarez en Matagalpa junto con cinco sacerdotes. El Consejo Episcopal Latinoamericano y del Caribe sólo atina a lanzar advertencias internacionales de lo sucedido mientras no hay mayores respuestas. Juan Pablo II pudo evitar Nicaragua en 1983, pero no lo hizo. Hoy, se quiere evitar a Nicaragua, no hay mayores reclamos ni siquiera desde el centro de la catolicidad en Roma e incluso se señala al cardenal Brenes de simpatizar con el régimen impidiendo que el Vaticano conozca la verdadera situación.  

¡Basta ya de tano silencio! exigen exiliados y activistas. Y preocupante tuit de Silvio José Báez, auxiliar de la arquidiócesis de Managua, quien condenó el secuestro nocturno de Mons. Álvarez. Categórico, afirma: “La dictadura vuelve a superar su maldad y espíritu diabólico”. Así lo es. Un régimen cleptócrata, mafioso y autoritario ansioso de crueles sacrificios, energúmeno, incluso por engullir el alma del mismo pueblo nicaragüense.

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