Abrazos -no balazos- a la santa muerte

Guillermo Gazanini Espinoza
Guillermo Gazanini Espinoza

La controversia y apología desatada desde el gobierno defendiendo a la santa muerte como expresión de la libertad religiosa, despertó reacciones muy serias que, en general, confirman la apología de la narcocultura y la violencia. Esta semana tuvo rasgos inéditos, fruto de la descomposición que marca especialmente a la política en medio de la perplejidad y el escándalo.

Sacrificios animales en el Senado, llamados de una candidata a unir fuerzas con Satanás” o las camisetas de AMLO con la santa muerte son la lamentable muestra de que las cosas caen en una vorágine que se ha hecho espectáculo pervertido y morboso por capturar el voto.

La santa muerte es de esos fenómenos que son socorridos entre los políticos, no sólo entre chavos banda, reclusos o marginados, se acercan a ella. Lo mismo es jugar con San Judas y la santa muerte, conviven en el mismo altar la Guadalupana y esa atrocidad antropológica descarnada. ¿Cuál es la clave para entender su expansión, particularmente entre personas que se dicen católicas, adoradoras de Dios y amantes de la madrecita de Guadalupe y fanáticos de San Juditas?

Sobre la santa muerte ya se ha escrito mucho y se ha difundido la condena de la Iglesia sobre sus riesgos e implicaciones en el crimen organizado; no obstante, sus fieles la miran con ternura; los políticos recurren a ella como chaleco contra las balas, sus entrañas se estremecen ante una imagen repulsiva y diabólica.

La expansión de este culto paralelo al catolicismo se ha magnificado por la guerra contra el crimen organizado. En general, se ha elevado como la deidad protectora de sicarios, delincuentes y policías, la figura amiga y consoladora, justiciera y celosa; pero socorrida por los menospreciados, los vulnerables o marginados, los pobres y vulgares. También por los esquiroles de la política asociados a un partido político. Pasean su imagen entre los pasillos del recinto legislativo o la devuelven como regalo a manera de escapulario a sus correligionarios. No son parte de mafias, sino víctimas de la violencia o se han inclinado ante la porno y narcocultura; no son sicarios, pero sus hijos e hijas son objetivo de levantones y reclutamiento al servicio de lo ilegal.

No me referiré al crimen organizado, mafias y magnates que se sirven de este culto para el control y el poder; sin embargo, el examen a los adictos de la santa muerte, que nada tienen que ver con la política, la riqueza, la violencia y la sangre ofrecida es que ellos son víctimas del sistema estatal, de la destrucción y maceración familiar y, lamentablemente, del abandono pastoral de las estructuras eclesiásticas.

Culto de ignorantes, culto de poderosos…

El ignorante está ubicado en los linderos de lo peyorativo y repulsivo. Un cholo o chavo de la calle, que porta una imagen de la muerte o está tatuada en su piel, provocaría un juicio sentenciando al sujeto de supersticioso del cual ni siquiera preguntamos sobre su vida, su niñez y el por qué ha decidido grabar, de manera indeleble, un tatuaje que horroriza. Son personas lejanas del refinamiento, de la ilustración, de la lectura pausada y clara de cualquier libro, de la evangelización; su educación elemental fue concluida con esfuerzos y ni pensar en la superior que es un lujo; los guías y maestros no han pasado por sus vidas y si lo han hecho fueron más emblema de represión y oscuridad que de conocimiento y libertad.

Un ámbito familiar armónico no ha sido posible, no crecieron haciendo lo que los niños deben hacer, jugar. Chavos en circunstancias de marginación, débiles físicos, huérfanos, jóvenes víctimas del abuso sexual, no pudieron tener la infancia ordinaria obligándolos al trabajo marginal, a la explotación laboral o largas jornadas para tributar las tarifas exigidas por los esclavizadores; las consecuencias son evidentes, drogas, promiscuidad, abusos, desintegración. Lo primero que aparece a la vista es una vida que recurre a una divinidad para dar un sentido a la existencia despreciada, la muerte, un montón de huesos, remanso de consuelo porque es justa con todos; ofrecerle, en el pensamiento mágico, humo, dulces, plegarias, lo que sea, es sacrificio para agradarle y hacerla amiga segura contra los enemigos que han destruido la existencia de la cual a nadie interesa.

Pero ese remanso tampoco es ajeno a los del poder. Hoy no serían pocos los políticos que la esconden en su pecho o le dedican un altar. Los diputados trans en el Congreso de la Unión la han metido en el salón de sesiones como la potente legisladora sacándola del clóset para aplacar a los opositores. Es, como dice Claudio Lomnitz, en su libro, “Para una teología política del crimen organizado”, la aparición de los nuevos cultos “que han surgido de la mano de la nueva contrasoberanía que se presenta como la contraparte mala del Estado y que es brazo armado de las economías informales o ilícitas. (Claudio Lomnitz, Ediciones Era, 2023, p.103)

Vivir es sobrevivir, el hambre se satisface con drogas y la esperanza con la adoración a una entelequia descarnada catalizadora de miedos, desilusiones, vacíos, dolores y angustias porque no hace distinción y concede, de inmediato, todo lo que el sistema neoliberal y el capitalismo salvaje ha dado a pocos y negado a muchos.

Ahora, en el populismo y demagogia, en los mesianismos y redenciones, AMLO justifica a la santa muerte como expresión de la libertad religiosa del llamado Estado de la transformación en el que la ilegalidad, lo clandestino y violento emerge de cualquier forma y coexiste en el sincretismo con la antigua religión. En ese ritual político de AMLO, el culto tiene sus santos y sus mantras donde el “no somos iguales” acepta cualquier abrazo… incluso de la santa muerte por el voto de sus «feligreses».

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