Mi mano te sostiene. Dondequiera que tú caigas, caerás en mis manos

Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Pbro. José Juan Sánchez Jácome

Solemos ser viscerales y arrebatados para hablar. Por eso, nos equivocamos y lastimamos a los demás. En la niñez comenzamos hablar así cuando no conseguimos las cosas o cuando las cosas no suceden como queremos. Y decimos: “ya no te quiero”, “eres malo”. Menos mal que luego los niños cambian de postura y que todo queda en un arrebato.

Pero crecemos y no siempre maduramos, por lo que a veces seguimos siendo viscerales y arrebatados en expresiones y actitudes. Refiriéndome a la vida cristiana muchos dicen: “ya no tengo fe”, “se me acabó la fe”. Se expresan así porque ya no sienten como antes, porque han perdido la ilusión, o porque incluso han perdido la emoción que provoca la fe.

Les cuesta entender que la fe no es siempre luz, también se presenta la cruz; la fe no es siempre sentir bonito, a veces no se ve ni se entiende nada. A ciencia cierta la fe auténtica se manifiesta en la oscuridad, delante de los fracasos de la vida. Es decir, cuando no hay seguridades, cuando no hay emociones, cuando todo es complicado, es cuando realmente se activa la fe que nos lleva a creer y abandonarnos en el Señor.

Cuando han llegado a una situación como esta, muchos hermanos llegan a decir: “no entiendo nada, no acepto lo que está pasando, pero creo en Ti Señor”. “No dejaré de buscarte. Defenderé el lugar que ocupas en mi vida”.

A mí me han fortalecido los testimonios de mujeres como Edith Stein y Etty Hillesum, que en los campos de concentración defendieron el lugar de Dios en su corazón, al no permitir que la maldad quebrantara su fe. Etty Hillesum, por ejemplo, llegó a expresar esta oración tan profunda:

“Corren malos tiempos, Dios mío. Esta noche me ocurrió algo por primera vez: estaba desvelada, con los ojos ardientes en la oscuridad, y veía imágenes del sufrimiento humano. Dios, te prometo una cosa: no haré que mis preocupaciones por el futuro pesen como un lastre en el día de hoy, aunque para eso se necesite cierta práctica… Te ayudaré, Dios mío, para que no me abandones, pero no puedo asegurarte nada por anticipado. Sólo una cosa es para mí cada vez más evidente: que tú no puedes ayudarnos, que debemos ayudarte a ti, y así nos ayudaremos a nosotros mismos. Es lo único que tiene importancia en estos tiempos, Dios: salvar un fragmento de ti en nosotros. Tal vez así podamos hacer algo por resucitarte en los corazones desolados de la gente. Sí, mi Señor, parece ser que tú tampoco puedes cambiar mucho las circunstancias; al fin y al cabo, pertenecen a esta vida…Y con cada latido del corazón tengo más claro que tú no nos puedes ayudar, sino que debemos ayudarte nosotros a ti y que tenemos que defender hasta el final el lugar que ocupas en nuestro interior…Mantendré en un futuro próximo muchísimas más conversaciones contigo y de esta manera impediré que huyas de mí. Tú también vivirás pobres tiempos en mí, Señor, en los que no estarás alimentado por mi confianza. Pero, créeme, seguiré trabajando por ti y te seré fiel y no te echaré de mi interior”.

 En una situación trágica como esta otros dirían: “dónde está Dios”; “Dios nos ha abandonado”; “si Dios existiera no pasarían estas cosas”. Así planteamos las cosas en relación a la fe.

Pero lo mismo pasa con el amor, hablamos de manera visceral. Hay personas que ya no sienten como una vez, ya no sienten lo mismo que cuando estaban enamoradas y con precipitación llegan a decir: “se acabó el amor”. No, no se acabó el amor; entra en una etapa de madurez, de cimentación donde ya no se depende de la emoción, sino de la convicción; donde no todo es calor, sino que se presenta también el dolor.

Pero ese es un tema para otro día. Volvamos mejor a la fe. Ahí tienen el ejemplo de esas mujeres de la pascua. Benditas mujeres. La tragedia no las detiene, ni siquiera los peligros que hay yendo de madrugada al sepulcro en una zona militarizada. Tienen fe, no porque estén contentas, no porque sientan bonito, como si ya hubieran olvidado la tragedia de los días anteriores. Tienen fe porque aman y se ama para siempre, de manera incondicional.

La fe y el amor las impulsan, aunque en el camino reparan en la cuestión de la piedra colosal del sepulcro. Pero cuando la fe nos levanta y nos hace seguir adelante, cuando no nos quedamos lamentando lo que nos pasa, entonces Dios remueve las piedras del camino. Aquí aparece otra vez lo esencial de la fe: la fe es creer y confiar, no tanto ver y sentir. Por eso, las mujeres creen en las palabras del ángel.

Por medio de la fe Dios enciende una hoguera en el corazón que no se apaga del todo. A veces puede tener menos intensidad, pero no se apaga del todo y puede reencenderse en cualquier momento, especialmente cuando no nos dejamos derrotar y ponemos toda nuestra confianza en Dios, a pesar de que los acontecimientos quieran apagarla.

La fe para Pedro y Juan también es creer. Las mujeres reencienden esa hoguera en el corazón de los apóstoles cuando les comunican la noticia. La fe es creer en el testimonio de los hermanos. No esperen una revelación especial, ni una aparición. Dios se vale regularmente de las personas para encender la fe y qué hermoso testimonio nos dan las mujeres y los apóstoles que creen en la palabra, creen a los hermanos, antes de ver al Señor resucitado.

Las mujeres no se dejaron derrotar por la tragedia, Pedro no se dejó hundir por sus remordimientos, por su cobardía al haber negado al Señor y haberlo dejado solo. Creyeron y fueron alcanzados por Cristo resucitado. No hay que dejar que el peso de los pecados nos hunda más, sino que hay que levantarse y dejarse contagiar por la fe de las mujeres de la pascua para reconocer que también para nosotros hay esperanza.

Hay muchas cosas que nos desaniman y pueden ser tan trágicas como lo que sucedió a Jesús. Pero en las peores tragedias, la luz de la pascua iluminará nuestras vidas para que no nos dejemos derrotar y sepamos que Dios quitará las piedras colosales y que nos levantará de nuestros desánimos para que vayamos a anunciar este mensaje a tantos hermanos que lo necesitan.

Pascua es tiempo para renovarse y para recargarse de la fe. No se preocupen si han fallado, si se han equivocado tanto. Siempre hay esperanza para levantarse, para iniciar de nuevo, para ir a pedir perdón, para iniciar una nueva vida. Renovarse es un modo de vencerse, de ir superando las adversidades.

Tomemos en cuenta las palabras que Benedicto XVI pone en boca de Jesús: «“He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, dice a cada uno de nosotros. Mi mano te sostiene. Dondequiera que tú caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde nadie ya no puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz».

En Navidad llegas a Belen y encuentras al Niño Jesús. En Pascua llegas al sepulcro y no encuentras nada. Pero en Navidad como en Pascua contemplas el misterio, porque hay silencios que gritan y te llevan a exclamar: ¡No está aquí, ha resucitado! Χριστός ἀνέστη. Ἀληθῶς ἀνέστη.

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