En abril de 1960, el Papa Juan XXIII firmó una carta apostólica que hoy apenas recuerdan unos pocos nostálgicos: «Salutiferae Crucis», por la que se elevaba al rango de Basílica Menor la iglesia de la Santa Cruz del Valle de los Caídos.
No fue un gesto discreto ni marginal. Fue una proclamación solemne, publicada en las Acta Apostolicae Sedis, el boletín oficial del Vaticano, donde se reconoce que aquella basílica —erigida por Francisco Franco Bahamonde como voto de reconciliación y sufragio por los muertos de la guerra— merecía los honores litúrgicos reservados a los templos más insignes.
“Yérguese airoso… el signo de la Cruz Redentora, como hito hacia el cielo”, escribe el Papa. Y bajo esa cruz, en el interior del monte abierto a pico y fe, “duermen juntos el sueño de la paz” los que, en vida, se enfrentaron con armas y sangre. Allí, dice la carta, se ruega sin cesar “por toda la nación española”. No por unos. Por todos.
Ese monumento —hoy humillado, saqueado, convertido en objeto de expolio ideológico— fue construido como templo. No como museo, ni como mausoleo, ni mucho menos como provocación. El Papa Juan XXIII lo deja claro: se trata de un lugar de “sacrificios expiatorios” y de “continuos sufragios”. Un lugar para aplacar la ira divina y pedir por la reconciliación de una patria destrozada.
Y lo es.
Es un templo majestuoso, único, solemne, que inspira silencio y recogimiento. Con su altar sostenido por ángeles dolientes, su Cristo majestuoso en la cúpula, sus capillas dedicadas a la Virgen, su inmenso bloque de granito donde se ofrece diariamente el Santo Sacrificio. Y con una comunidad benedictina que reza, trabaja y celebra la liturgia con el mismo ritmo con que lo ha hecho durante siglos la Cristiandad entera.
Todo eso lo reconoció Roma. Todo eso lo sabían los que mandaban entonces. Y lo saben, por supuesto, los que lo odian también.
Nos quieren robar algo más que un monumento.
Nos quieren robar el derecho a recordar sin avergonzarnos.
Nos quieren robar un símbolo que habla no de odio, sino de perdón. Que habla de redención, no de revancha. Que muestra, en piedra y silencio, que incluso después de una guerra civil es posible arrodillarse ante el mismo Dios.
Nos quieren robar todo eso. Y encima pretenden que demos las gracias.
Pero la carta está ahí. Salutiferae Crucis no ha sido derogada.
Nadie puede borrar lo que fue proclamado con autoridad apostólica. Y nadie podrá arrancar del corazón de muchos españoles lo que ese monte representa: la Cruz, el sacrificio, la paz, la oración por todos. Y por España.
Volveremos. No lo dudéis.
CARTA APOSTÓLICA
SALUTIFERAE CRUCIS*
DE SU SANTIDAD
JUAN XXIII
CON LA QUE SE ELEVA AL HONOR Y DIGNIDAD DE BASÍLICA MENOR
LA IGLESIA DE SANTA CRUZ DEL VALLE DE LOS CAÍDOS
Yérguese airoso en una de las cumbres de la sierra de Guadarrama, no lejos de la Villa de Madrid, el signo de la Cruz Redentora, como hito hacia el cielo, meta preclarísima del caminar de la vida terrena, y a la vez extiende sus brazos piadosos a modo de alas protectoras, bajo las cuales los muertos gozan el eterno descanso. Este monte sobre el que se eleva el signo de la Redención humana ha sido excavado en inmensa cripta, de modo que en sus entrañas se abre amplísimo templo, donde se ofrecen sacrificios expiatorios y continuos sufragios por los Caídos en la guerra civil de España, y allí, acabados los padecimientos, terminados los trabajos y aplacadas las luchas, duermen juntos el sueño de la paz, a la vez que se ruega sin cesar por toda la nación española. Esta obra, única y monumental, cuyo nombre es Santa Cruz del Valle de los Caídos, la ha hecho construir Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España, agregándola una Abadía de monjes benedictinos de la Congregación de Solesmes, quienes diariamente celebran los Santos Misterios y aplacan al Señor con sus preces litúrgicas.
Es un monumento que llena de no pequeña admiración a los visitantes: acoge en primer lugar a los que a él se acercan un gran pórtico, capaz para concentraciones numerosas; en el frontis ya del templo subterráneo se admira la imagen de la Virgen de los Dolores que abraza en su seno el cuerpo exánime de su Divino Hijo, obra en que nos ha dejado el artista una muestra de arte maravilloso. A través del vestíbulo y de un segundo atrio, y franqueando altísimas verjas forjadas con suma elegancia, se llega al sagrado recinto, adornado con preciosos tapices historiados; se muestra en él patente la piedad de los españoles hacia la Santísima Virgen en seis grandes relieves de elegante escultura, que presiden otras tantas capillas. En el centro del crucero está colocado el Altar Mayor, cuya mesa, de un solo bloque de granito pulimentado, de magnitud asombrosa, está sostenida por una base decorada con bellas imágenes y símbolos. Sobre este altar, y en su vértice, se eleva, en la cumbre de la montaña, la altísima Cruz de que hemos hecho mención. Ni se debe pasar por alto el riquísimo mosaico en que aparecen Cristo en su majestad, la piadosísima Madre de Dios, los apóstoles de España Santiago y San Pablo y otros bienaventurados y héroes que hacen brillar con luz de paraíso la cúpula de este inmenso hipogeo.
Es, pues, este templo, por el orden de su estructura, por el culto que en él se desarrolla y por sus obras de arte, insigne entre los mejores, y lo que es más de apreciar, noble sobre todo por la piedad que inspira y célebre por la concurrencia de los fieles. Por estos motivos, hemos oído con agrado las preces que nuestro amado hijo, el Abad de Santa Cruz del Valle de los Caídos, nos ha dirigido, rogándonos humildemente que distingamos este tan prestigioso templo con el nombre y los derechos de Basílica Menor. En consecuencia, consultada la Sagrada Congregación de Ritos, con pleno conocimiento y con madura deliberación y con la plenitud de nuestra potestad apostólica, en virtud de estas Letras y a perpetuidad, elevamos al honor y dignidad de Basílica Menor la iglesia llamada de Santa Cruz del Valle de los Caídos, sita dentro de los límites de la diócesis de Madrid, añadiéndola todos los derechos y privilegios que competen a los templos condecorados con el mismo nombre. Sin que pueda obstar nada en contra. Esto mandamos, determinamos, decretando que las presentes Letras sean y permanezcan siempre firmes, válidas y eficaces y que consigan y obtengan sus plenos e íntegros efectos y las acaten en su plenitud aquellos a quienes se refieran actualmente y puedan referirse en el futuro; así se han de interpretar y definir; y queda nulo y sin efecto desde ahora cuanto aconteciere atentar contra ellas, a sabiendas o por ignorancia, por quienquiera o en nombre de cualquiera autoridad.
Dado en Roma, junto a San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el día siete del mes de abril del año mil novecientos sesenta, segundo de nuestro Pontificado.
Por JAIME GURPEGUI.
SÁBADO 5 DE ABRIL DE 2025.
INFOVATICANA.