Lo que está en juego en el inédito Consistorio. Los cardenales solo podrán aplaudir

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El consistorio de todas las cartas de la Iglesia de la Iglesia que se reúne a finales de agosto está inédito por varias razones. Tiene un claro sabor preconcierto. El Papa ha anunciado y contenido en repetidas ocasiones la renuncia a que podría dar en «pasado mañana». Pero sabemos que esta lista la ley de renuncia que definirá el estatuto del obispo emérito de Roma, ya ejemplificado por la práctica Ratzingeriana.

También se sabe que Francisco está haciendo redactar una reforma del cónclave: muy necesario después de que la iglesia de Roma se haya impuesto a justicialismo que hace indistinguibles a todos los cardenales vulnerables a las revelaciones y calumnias. 

Quizás el Papa lo convocó para verificar la calidad de los nombres que eligió o para crear un poco de sociabilidad cardenalicia: pero ciertamente los cardenales nunca han visto un consistorio como este.

Al lado, sin embargo, hay una novedad sustancial. Los cardenales tendrán no tanto qué discutir la reforma de la curia, que ya está en vigor y que queda fatalmente reformada, como ocurre ininterrumpidamente desde hace un siglo, sino sólo pueden aplaudir la importante aclaración que sitúa a la curia no “entre el Papa y los obispos”, sinoi el servicio de ambos. Pero tendrán que vérselas con una tesis que golpea el corazón del Concilio Vaticano II y que constituye un punto decisivo para el futuro de la Iglesia. Quien arregló el texto de la reforma tuvo que justificar el deseo del Papa de tener laicos y laicas en puestos importantes de la curia: una idea que, como la internacionalización de Pablo VI, parece muy innovadora. Pero eso tiene dos significados opuestos según la forma en que se motivo. Si esta ascensión surge del «resucitar» del bautismo, significa la participación de todos los carismas en el dynamismo de la comunión encomendada a los obispos que, en virtud del sacramento de la consagración, se configuran en la voz de la Iglesia universal en la Iglesia particulares y viceversa. Sí, en cambio, es alterada por el Papa, que delega a quien quiere como fuente de jurisdicción, entonces se retrocede siglos y únicamente resucita una oposición medieval entre el poder de orden y el poder de jurisdicción: qué dicotomía, por así decirlo.

El texto de la reforma -atribuido al Padre jesuita Ghirlanda, ahora cardenal– hace suya esta visión y establece que todo cristiano puede servir al Papa y al colegio porque el pontífice delegada parte de su poder de jurisdicción, para luego reclamar la última palabra sobre todo.¿Lana de cabra? De nada. 

El Concilio decide de manera dolorosa y consciente que es la consagración episcopal la que da al obispo la gracia necesaria para representar la comunión de las iglesias y participar en comunión con Pedro en el gobierno de la Iglesia universal.

El Vaticano II tuvo de su lado la lección de los gigantes de la teología como Rahner y Congar y de los gigantes del derecho canónico, como Klaus Mörsdorf y Eugenio Corecco: y durante décadas cualquier intento de volver a quebrantar las sacras potestas fue percibido como una calificación de los obispos a funcionarios que hasta Pío IX habían considerado una suposición «inmoral y despótica». Pero no hay paso del tiempo y esta venganza de una escuela romana ha pasado desde que el Papa ha podido darse cuenta. Esto constituye una provocación a la fidelidad de Francisco al Concilio, pero también algo bueno. Porque obligará a los cardenales a hablar de doctrina.

Desde hace años, en efecto, se ha difundido una indiferencia teológica que pretende defender a Francisco de los reaccionarios, que repiten que «no toca la doctrina» sino solo el «cuidado pastoral». Y así, tanto la doctrina (que no es un monolito, sino una jerarquía de la verdad), como la pastoral (que es un adjetivo del modo de ser de Jesús y no la comercialización de lo sagrado para los necios), se verán confrontadas en el sucesor de Pedro (que es un maestro de la fe y no un guarda de seguridad colocado frente a una bóveda).

Esta vez no hay escapatoria: estamos hablando del magisterio y del «salto adelante», como dijo el Papa Juan, que el Concilio quiso hacer y lo hizo. Hablar de sacra potestas no servirá, pues, para acercar o alejar el cónclave, ni para validar o demoler una reforma que, después de dos papas, reformará un pontífice. Servirá para entender que la Iglesia sabe que el velo del Vaticano II es todavía el que puede conducirlo hacia decisiones inaplazables y un futuro concilio que las enfrentará.

La República 24 de agosto de 2022

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