* Tres puntos importantísimos para arrastrar las almas al Señor: que te olvides de ti, y pienses sólo en la gloria de tu Padre Dios; que sometas filialmente tu voluntad a la Voluntad del Cielo, como te enseñó Jesucristo; que secundes dócilmente las luces del Espíritu Santo (Surco, 793).
La venida solemne del Espíritu en el día de Pentecostés no fue un suceso aislado.
Apenas hay una página de los Hechos de los Apóstoles en la que no se nos hable de Él y de la acción por la que guía, dirige y anima la vida y las obras de la primitiva comunidad cristiana (…)
La fuerza y el poder de Dios iluminan la faz de la tierra. El Espíritu Santo continúa asistiendo a la Iglesia de Cristo, para que sea –siempre y en todo– signo levantado ante las naciones, que anuncia a la humanidad la benevolencia y el amor de Dios (Cfr. Is XI, 12.).
Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra de nuestros pecados.
La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa paz que Dios nos depara (…).
La tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad.
Ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón.
El Espíritu Santo realiza en el mundo las obras de Dios:
es –como dice el himno litúrgico– dador de las gracias,
luz de los corazones,
huésped del alma,
descanso en el trabajo,
consuelo en el llanto.
Sin su ayuda nada hay en el hombre que sea inocente y valioso, pues
es Él quien lava lo manchado,
quien cura lo enfermo,
quien enciende lo que está frío,
quien endereza lo extraviado,
quien conduce a los hombres hacia el puerto de la salvación y del gozo eterno
(De la secuencia Veni Sancte Spiritus, de la misa de Pentecostés). (Es Cristo que Pasa, nn. 127-130)
Por SAN JOSEMARÍA.