Un lector llamó mi atención el otro día sobre una “minihomilía” acerca de la transfiguración del Señor publicada por un sacerdote cuyo nombre omitiremos discretamente. Es significativo que se trate de un texto brevísimo, porque sería muy difícil decir más barbaridades en menos líneas. Juzguen ustedes mismos:
“Nuestra fe no se basa en fábulas fantásticas , sino en el testimonio de la grandeza de una vida de entrega a Dios y, por eso mismo, volcada en procurar el bienestar, la paz y la plena realización del ser humano. Eso es lo que se transfigura en el monte para que los discípulos de entonces, como los de ahora, no busquemos espectáculos de magia, ni derroches de poder, no fascinaciones momentáneas, sino que podamos reconocer en la vida de Jesús, en su predicación del evangelio y sus gestos de compasión la verdadera naturaleza de nuestro Dios: el amor que se da para que todos podamos vivir de verdad”.
Supongo que, aparte del pelagianismo ramplón que rezuman estas palabras, los lectores estarán de acuerdo en que es asombroso que alguien termine de proclamar el Evangelio diciendo “Palabra del Señor”, para a continuación asegurarnos tranquilamente que lo que afirma esa Palabra de Dios es una fábula fantástica. ¿Quién predica el día de la transfiguración para explicar que, en realidad, no hubo ninguna transfiguración en el sentido milagroso y sobrenatural del término que siempre ha enseñado la Iglesia? Incluso dando por supuesta la buena intención, se requiere un intelecto completamente deformado para mantener esos pensamientos contradictorios y más aún para expresarlos en público, pero ese es, desgraciadamente, el resultado de décadas y décadas de mala formación sacerdotal.
En efecto, ¿qué sentido tiene creer unas cosas sí y otras no del Evangelio? Si hay partes del Evangelio que son falsas, ¿por qué no van a serlo también todas las demás? Si la transfiguración, tal como está contada, es una fábula, ¿por qué no van a ser fábulas la redención, la Iglesia o la transustanciación? Si según esto, la gloria de Cristo y la voz del Padre que revela a su Hijo son un “espectáculo de magia” y un “derroche de poder”, más aún lo será la resurrección de entre los muertos. Si hay que rechazar lo que dice la lectura e inventarse otro significado completamente distinto y acorde con el pensamiento secularizado, ¿por qué no rechazar todo el Evangelio y quedarnos directamente con esa ideología secularizada, que sería mucho más sencillo?
La forma mentis católica es exactamente la opuesta. Lo cierto es que, una vez que uno cree en el milagro de los milagros, que es la encarnación del Hijo eterno de Dios, hecho hombre, muerto y resucitado para nuestra salvación, no cuesta nada creer en pequeños milagros como el hecho de que Moisés y Elías se aparecieran a Cristo en el Tabor. Una vez que profesamos firmemente que el Verbo infinito tomó carne mortal, ¿por qué va a extrañarnos que se escuchara la voz del Padre en aquel día? Puesto que creemos que Cristo resucitó y está sentado a la derecha del Padre en la gloria para juzgar a vivos y muertos, ¿por qué vamos a encontrar dificultad en creer también que, durante unos instantes, esa gloria divina se reveló a sus discípulos?
Esto nos indica que el problema es más profundo que el mero hecho de no creer en la transfiguración y que lo que traslucen las palabras de este sacerdote y de tantos otros es una clara aversión a lo sobrenatural y un rechazo de la propia revelación divina. Lo mismo se puede decir de multitud de otras homilías desmitologizadoras que es frecuente escuchar, porque pensar que la transfiguración del Señor, o la ascensión, o los milagros de curación, o la concepción virginal o tantas otras cosas que nos enseñan los Evangelios son “fábulas fantásticas” lleva necesariamente, antes o después, a pensar también que todo el cristianismo es una fábula. Si se rechazan los milagros, ¿cómo no se va a rechazar el milagro de los milagros que constituye el núcleo fundamental del cristianismo?
Como enseñaba Santo Tomás, la fe es un solo cuerpo y no se puede elegir creer unas cosas sí y otras no. Quien niega una verdad de fe, las niega todas, porque niega la autoridad sobre la que todas ellas se sostienen. Es decir, los que piensan así ya han apostatado de la fe, aunque ellos mismos aún no lo sepan. Incluso si permanecen físicamente en la Iglesia o tienen cargos en ella, hace tiempo que no son católicos, por mucha buena fe que puedan tener. Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros.
Siendo esto muy triste y como ya hemos dicho muchas veces, más triste aún es que se abuse de la autoridad dada por la Iglesia para destruir a la propia Iglesia, “enseñando” estas cosas a los fieles, escandalizándolos y acabando con su fe. Es algo gravísimo, pero, por desgracia, habitual desde que yo puedo recordar y tolerado por los obispos y superiores, cuya responsabilidad es mucho mayor. En fin, está de moda hablar de sinodalidad, pero, mientras se sigan tolerando estas cosas, me temo que el “caminar juntos” será inevitablemente un camino hacia la apostasía.
Por BRUNO M.
MADRID, ESPAÑA.
INFOCATÓLICA.