La Navidad desde la experiencia de San José

Pbro. José Juan Sánchez Jácome

La Navidad nos hace sentir la ternura y la bondad de Dios cuando se acerca a nuestra vida. Muestra esa parte irresistible de la luz y de la belleza de Dios que nos lleva a contemplar y a admirar su misterio. Ante una manifestación tan clara como ésta resulta difícil quedarse al margen y permanecer indiferentes, pues de repente nos sentimos envueltos en la ternura de Dios.

Pero en Navidad también tomamos conciencia de otra forma muy peculiar que tiene Dios de manifestarse. A veces percibimos a Dios de manera inmediata. Pero en otras ocasiones toma tiempo percatarse de su presencia y discernir su voluntad. En ocasiones la fe nos hace experimentar el gozo y el consuelo, aunque en otros momentos la fe nos ayuda a perseverar y no desesperar cuando nos cuesta reconocer la presencia de Dios.

En la Navidad San José alumbra este aspecto para saber conducirnos cuando las cosas no son tan claras. De hecho, a partir sobre todo de San José nos encontramos con las tensiones, el sufrimiento, la incertidumbre y la parte dramática de esta historia.

Nuestra experiencia de fe está casi siempre más del lado de José que de María. La Virgen es una criatura Inmaculada, que descubre la presencia de Dios y reconoce la bondad de sus designios. Un alma pura como María no desconfía de los planes de Dios, a pesar de que las dificultades impidan ver por dónde puede aparecer el Señor.

María tiende espontáneamente al Señor y lo ama, aunque también tiene preguntas. Vemos con qué inocencia y libertad va llevando adelante el diálogo con el ángel, preguntándole acerca del acontecimiento que se le comunica. El que cree no tiene todas las respuestas, como se podría suponer, sino que está lleno de preguntas que, en la intimidad del encuentro, Dios va respondiendo. Las preguntas nos hacen anhelar más a Dios, confiar en él y fundamentar nuestra fe.

         Así lo explica, respecto de María, el P. Martín Descalzo en su contemplación poética:

“¡Qué fácil le fue todo
al buen Gabriel!
Vino, dio su mensaje
y se fue.

Se fue sin aclararme
nada de nada,
y dejó mil preguntas
en mis entrañas…

¡Qué fácil le fue todo
al buen Gabriel!
Dijo que es Dios y es hombre,
dijo que es hijo y rey…
«y en lo demás, Señora,
use la fe».

María es dichosa porque creyó, como le dijo santa Isabel, aunque no se le dieron explicaciones acerca de su misión; creyó incondicionalmente en el Señor. Por eso es bienaventurada, no sólo por haber visto al ángel, por ser la madre del Salvador, la llena de gracia, la Inmaculada, sino sobre todo porque creyó.

Esto confirma que María no estaba acostumbrada a visiones, revelaciones, apariciones y experiencias místicas. Por eso la vemos preguntando y el evangelio incluso señala que se estremece ante el mensajero divino. Ese estremecimiento indica que María no vivía en medio de visiones y en una especie de cielo. Recorría el mismo camino de fe que nosotros recorremos. Se estremeció y se preguntaba por el significado de todo aquello.

Además de reconocer y alegrarse con la presencia de Dios, un alma Inmaculada, como María, está pronta a responder a sus peticiones. Se goza en cumplir los designios de Dios al grado de sentirse encadenada al amor de Dios y considerarse esclava del Señor. Como dicen los versos del P. José Luis Martín Descalzo: “Esclava soy, esclava fui, pero mis cadenas yo no las rompí: me las dieron rotas cuando nací”.

Esto respecto de María, pero nosotros no somos inmaculados, como el buen José. Ciertamente estamos consagrados al Señor, pero siempre necesitamos del discernimiento para reconocer la presencia de Dios y para escuchar su palabra. No siempre estamos seguros de la voluntad de Dios y de lo que está pasando, por lo que necesitamos tiempo, acompañamiento, reflexión y mucha oración para clarificar la presencia de Dios y lo que en esos momentos quiere de nosotros.

Hay momentos en que, de manera inesperada, la presencia de Dios deja paz y alegría en el corazón. Sin embargo, hay otros momentos en los que más bien estamos llenos de dudas y experimentamos sufrimiento. Cuando Dios llega a nuestra vida no siempre, al principio, nos llena de paz, sino que genera preguntas, temores e inquietudes que nos hacen sentirnos inseguros y contrariados.

Esto es lo que al principio vivió José, un hombre enamorado e ilusionado de su futura esposa, que al enterarse de lo que ocurre no entiende cómo puede estar pasando esto. La revelación y la luz van fluyendo de manera paulatina, por lo que comienzan a presentarse algunos signos y se le empiezan a explicar poco a poco las cosas que debe ir entendiéndolas con mucha fatiga, para irse abriendo, no sin dificultades, a los designios de Dios.

José no tuvo una visión como la de María ni habló personalmente con el ángel. A él se le va revelando el plan de Dios en sueños y de manera paulatina. Tampoco María le reveló lo que estaba pasando. Como dice san Josemaría Escrivá: “¡Qué ejemplo de discreción nos da la Madre de Dios! Ni a San José comunica el misterio. Pide a la Señora la discreción que te falta”.

Una vez que tomamos conciencia de lo que Dios quiere, necesitamos decidirnos, con toda la inseguridad, los miedos y resistencias que experimentamos, para responder a Dios que nos llama a colaborar con él. Las cosas que muchas veces enfrentamos provocan sufrimiento, nos hacen dudar y nos llevan a reflexionar, como José, para estar en condiciones de tomar una decisión.

Cuesta aceptar a Dios y no apartarnos de él cuando las cosas se tornan difíciles. Pero José nos enseña a preferir siempre a Dios, aunque no entendamos todas las cosas, y nos hace ver que aceptando a María nos aseguramos de alcanzar a Dios.

Al retomar su historia de amor, aceptando a María como su esposa, José también se encuentra con Dios. Así que José hizo lo que le dijo el ángel del Señor y recibió a María. De esta forma José nos pone a las puertas de la Navidad: hay que recibir a María, acoger a la madre del Señor, encargarnos de Ella porque nos lleva a Jesús que necesita de nuestra protección y de nuestro amor.

Qué humildad de Dios si consideramos que es el Todopoderoso, pues siendo el Creador y Omnipotente le pide permiso a José para entrar en el mundo. Jesús no se impone, sino que llega pidiendo un espacio en nuestros corazones.

La humildad por antonomasia le corresponde a Dios, como reflexiona el papa Benedicto XVI: “Humildad no es una palabra cualquiera, una modestia cualquiera, sino una palabra cristológica. Imitar a Dios que se rebaja hasta mí, que es tan grande que se hace mi amigo, sufre por mí, muere por mí. Esta es la humildad que es preciso aprender, la humildad de Dios”.

San Agustín nos hace ver cómo ante la soberbia del hombre la humildad del Señor nos ha salvado: “Tú, hombre, quisiste ser Dios y pereciste. Él, Dios, quiso ser hombre y te salvó. ¡Tanto pudo la soberbia humana que necesitó de la humildad divina para curarse!”

La soberbia concede una gloria muy efímera. Necesita motivos para destacar sobre los demás. Nunca da paz ni sacia. San Josemaría Escrivá explica de manera simpática hasta dónde nos puede llevar la soberbia: “Conozco un borrico de tan mala condición que, si hubiera estado en Belén junto al buey, en lugar de adorar, sumiso, al Creador, se hubiera comido la paja del pesebre…»

Nosotros, como san José, queremos acercarnos para contemplar al Niño Jesús y para aceptar en nuestro corazón a María, de tal manera que lleguemos a experimentar que la alegría no es simplemente un sentimiento, sino la memoria de saberse amados contra todo y contra todos.

Dios permita que el acontecimiento de Navidad vuelva a encender nuestros corazones, conforme al deseo que planteaba el escritor Charles Bukowski: “Es Navidad desde finales de octubre. Las luces se encienden siempre antes, mientras que las personas son cada vez más intermitentes. Yo quiero un diciembre con las luces apagadas y con las personas encendidas”.

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