Homilía del Obispo de Campeche en el Domingo XIX de Tiempo Ordinario

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Una de las realidades que la pandemia nos ha obligado a considerar es el silencio, la soledad, el confinamiento. De entrada, esa realidad nos parecía aburrida, imposible de sostener. Pero el silencio es fundamental para descansar, para auto conocernos, para elevar nuestro corazón a realidades trascendentes y no siempre visibles. El silencio es la condición para oír la tenue, pero poderosa voz de Dios.
La oración es la sangre de la vida espiritual y es fundamental que aprendamos a orar. En el evangelio dominical, el mismo Jesús busca el silencio, el apartarse del trajín ordinario con sus atractivos y con sus ruidos ensordecedores, para buscar a Dios, su Padre.
  No podemos negar, por su misma evidencia, que la oración está muy relegada en esta época hiperconectada tecnológicamente y con muy poco tiempo. El tiempo dedicado a la oración es buscar a Dios que es invisible. ¿Vale la pena orar? ¿Realmente alguien me está escuchando?, son interrogantes que asoman a la mente del creyente.
  La oración debe ser confiada. Con la oración debo ser consciente, es aprender a oír la voz de Dios para cumplir su Voluntad. La oración no es “sugerirle” a Dios “qué es lo mejor”, para que Él lo haga. Él no tiene corta inteligencia ni carencia de información. Él lo sabe todo, es omnisciente.
  En los ambientes ‘académicos’ de los tiempos actuales, una de las consignas es ir contra lo espiritual, so pretexto de ser “científicos”. Vale la pena traer a la mente esta anécdota.
Cuando un estudiante de doctorado en la Universidad de Princeton preguntó en qué podría basar su tesis, su maestro le contestó: «Estudia sobre la oración. Si hay algo que la ciencia debe de investigar es la oración». Ese maestro era Albert Einstein.
Muchos psiquiatras humanistas, por la experiencia que van adquiriendo llegan a descubrir la importancia de la oración y de la vida espiritual. Ellos, como profesionales de la salud mental, se convencen de que los seres humanos tienen un deseo innato de Dios. Este anhelo es un deseo más profundo y el tesoro más preciado. Y si Dios existe y estamos hechos a su imagen, de seguro, una de las maneras de llenar ese anhelo es la oración.
                                                                                  EL SECRETO DE LA ORACIÓN 
El secreto de la oración es la oración en secreto (Mt 6.6), y si estás débil en esa área, estás débil en todas las demás. Esto lo palpamos en estos meses de pandemia.
Esta frase parecerá muy fatalista, pero es la pura verdad, ya que solo recibimos direccionamiento de Dios y estamos en sintonía con Él a través de la oración. De no estar en oración, nos será imposible saber qué es lo que Dios quiere que hagamos.
  En la 1a. Lectura, el profeta Elías recibe la gracia de sentir la presencia de Dios en la suave brisa. No se hizo presente el Señor en el poderoso trueno ni en el estrujante sismo ni, tampoco, en el abrasador fuego. La experiencia de Dios da fortaleza al profeta para seguir luchando en tiempo de persecución y desaliento.
Tenemos que entender que no se trata de hacer mucho, sino de hacer lo que Dios nos mandó a hacer, de buscar su propósito para nuestras vidas. Un santo escribía que, si salvas tu cuarto de hora de oración al día, la oración te salvará a ti, porque la debilidad humana se solidifica con la gracia divina.
  Como discípulos de Jesús nos deben distinguir, no la ropa que usamos, ni la figura corporal. Lo que nos debe distinguir como hijos de Dios es el amor por la oración, que nos haga experimentar la presencia paterna y providente de nuestro Padre celestial. Y con ese apoyo y soporte, ser capaces de transformar los mundanos criterios en cada vez más humanas formas de vivir. Ese es el apostolado, que se deriva de la verdadera oración. Así, la oración no es el “opio del pueblo”, sino el motor del pueblo para no adormecerse ni dejarse llevar por el engaño.
  Hay muchos cristianos que están mundanizados, como escribe el papa Francisco, que viven afanados, enojados, malhumorados, cargados, desanimados, quejosos, cayendo en pecado, perezosos; sin pasión o entusiasmo por seguir a Dios, en constantes rencillas familiares, matrimonios conflictivos, adulterios, rebeldías y todo esto es por un solo motivo: no tienen la presencia de Dios en sus vidas. No buscan a Dios en oración diariamente. El que ora tendrá la fuerza divina para dejar de pecar y el que peca es porque dejó de orar.
No orar todos los días es decir a Dios con nuestra acción: «Hoy no necesito de Ti. Puedo solo». La Biblia también nos da un antídoto contra un mal muy común en estos tiempos: la desesperanza (depresión, ansiedad, estrés).
 Digamos como los discípulos:
¡Señor, enséñanos a orar!
+ Francisco Gonzalez Gonzalez
Obispo de Diócesis de Campeche
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