Antiguamente, en el derecho canónico se hablaba que el sacerdote ostentaba la “potestas sacra” (poder sagrado). Con la revolución del Concilio Vaticano II y con la evolución de la sociedad, querer demostrar la autoridad de manera apodíctica, irracional y despótica, no va ya más.
El Evangelio nos corrige esa línea. En la Buena Nueva de Jesús, la autoridad es como una presencia de Dios, que conduce a la salvación; se ha de ejercer siempre, en la Iglesia, para edificar a la grey en la verdad y santidad, poseída en nombre de Cristo. Desempeñar la autoridad en la Iglesia, como decía san Juan Crisóstomo, está basado en “una grande sabiduría y fortaleza, tal como Cristo la instituyó, pues se trata de nada menos que dar el alma por las ovejas, de no dejarlas en el abandono y de resistir siempre al lobo enemigo (Homilía 59, In Jo).
El sacerdote es, en la Iglesia, el signo de un Cristo que perpetúa el compromiso de hacer de su vida un servicio (cf. Mc 10,45). San Pablo VI, el 25 agosto 1971, señalaba con énfasis: “Cómo es necesario revisar nuestra actuación, para no hacer de nuestra autoridad sacerdotal una afirmación del dominio personal, o una fuente de provecho económico. Porque la autoridad no debe ser despotismo, no orgullo, no egoísmo, no triunfalismo, sino búsqueda del bien común y servicio no liviano, a fin de que aparezca la manifestación de las virtudes que Cristo irradió: ponerse en contacto con los hombres, para instruirlos, para santificarlos, para guiarlos, creando así la Iglesia, una en la fe y en la caridad”.
A la exhortación de Pablo VI, añadamos el consejo de san Gregorio Magno: “Gócense los pastores no de mandar a otros, sino de hacerles el bien”.
No podemos negar, que toda comunidad, también la parroquia, el seminario, requiere del ejercicio de autoridad. En la Iglesia debe llevarse adelante ese ejercicio a la luz del Evangelio. Por eso, Nuestro Señor Jesús nos invita a: evitar el ejercicio arbitrario de la autoridad, porque debilita la corresponsabilidad; a poner énfasis en fomentar los ideales y valores católicos de la comunidad, a estimular la vivencia del espíritu comunitario, que ayude a superar las divergencias y las fallas; a propiciar la corresponsabilidad, solicitando los resultados previstos conforme al objetivo y a los compromisos establecidos, sin protagonismos narcisistas y sin excusas perezosas.
En la Eucaristía, Cristo les hará, a ustedes como sacerdotes, Pan para ser distribuido: “Tomen y Coman todos de Él”. El Sacerdocio de Jesús no es para ‘cuidarse’, ‘reservarse’, para mantenerse en la envoltura de los “nuevo”, de lo “no desgastado”. Todo lo contrario, el sacerdocio ministerial que Cristo les comparte es Sacramento de servicio a los hombres. Por el sacerdocio de Jesús ya no se pertenecen a ustedes mismos, ni a sus familias, en sentido estricto. Ahora serán “Otro Cristo” para la Iglesia; ungidos para servir a las necesidades, para calmar el hambre, para llenar los vacíos, para absolver los pecados, para propagar la Palabra de Dios.
En virtud del sacramento del Orden estás llamados a compartir la solicitud por la misión (RM, 67). Un aspecto, que no podemos soslayar como sacerdotes, es la propia evangelización. No pierdan el rumbo ni la dirección, que como ungidos necesitan. Deben crecer en la conciencia de la permanente necesidad de ser evangelizados. Y los pobres nos evangelizan. De ellos aprendan, también, los valores del Evangelio.
+José Francisco González González
Obispo de Campeche