Hay personas que se pierden porque no ardemos en el amor a Dios

Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Pbro. José Juan Sánchez Jácome

En el camino de la vida hemos convivido con personas con las que no hemos terminado bien. Por distintos motivos se fue desgastando la relación. Llegamos a encontrar gente que nos cansa, que nos desespera, que nos lastima, que nos complica la vida. Juzgamos que hay gente difícil en el trato, gente negativa, gente que se nos complica mucho en el trato cotidiano.

Frente a este tipo de personas muchas veces nos resulta más cómodo alejarnos y desentendernos, por lo que cortamos abruptamente la relación. Simplemente las dejamos por la paz y protegemos nuestro espacio interior, buscando quizá gente más a modo, que se acomode a nuestro propio estilo de vida.

A la persona que juzgamos difícil y negativa la dejamos en paz. Menos mal que a nosotros Dios no nos deja en paz. Llega el momento en que reconocemos que no le hemos jugado limpio a Dios, no hemos sido francos con Él, quizá nos hemos manifestado muy ingratos en la relación con Él. Desde esta perspectiva podríamos decir que en la relación con Dios somos nosotros los que hemos sido difíciles, negativos y desatentos.

Pero Dios no nos deja en paz, como nosotros dejamos en paz a la gente que no se acomoda a nuestro estilo. Dios intenta caminos diversos para lograr que recapacitemos; Dios no se da por vencido y lo intenta una y otra vez para que logremos un verdadero cambio en nuestra vida.

Dios no se cansa, no se fastidia de nosotros y hasta el último momento de nuestra vida con un amor puro, creativo y atento busca la forma que nosotros nos salvemos. Porque su voluntad es que nadie se pierda, sino que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

Este aspecto de la persistencia y tenacidad para acercarse a las personas difíciles y pecadoras, a fin de provocar en ellas la conversión, se destacaba de manera especial en nuestra Iglesia cuando se hablaba de la salvación de las almas. Los sacerdotes se distinguían por este celo por la salvación de las almas.

Frente a personas difíciles, negativas y pecadoras no se les dejaba a su suerte, sino que se intentaba hacerlas recapacitar para que llegaran a aceptar a Dios en su vida.

Don Luigi Giussani, el sacerdote italiano fundador de Comunión y Liberación, citaba este ejemplo sacándolo de la novela de Bruce Marshall, A cada uno un denario. El protagonista del libro, el abad Gastón, tenía que confesar a un joven soldado alemán que los partisanos franceses estaban a punto de condenar a muerte. El soldado había confesado su pasión por las mujeres y las muchas aventuras amorosas que había tenido.

El abad le había explicado que debía arrepentirse. Y él respondía: «¿Cómo hago para arrepentirme? Era algo que me gustaba, si tuviera la ocasión lo haría ahora también. ¿Cómo hago para arrepentirme?». Entonces, al abad Gastón, que quería absolver a toda costa a ese penitente al borde de la muerte, se le ocurrió una idea genial y dijo: «Pero ¿a ti te pesa que no te pese?». Y el joven, espontáneamente, respondió: «Sí, me pesa que no me pese». El soldado se lamentó de no estar arrepentido y por esta pequeña grieta se filtró la misericordia de Dios.

Así como se destacaba en otros tiempos, el celo por las almas, la preocupación por la salvación de las almas debe ser una de las principales características de nuestra fe y especialmente del ministerio de los sacerdotes. Necesitamos ser más fuertes, perseverantes y tenaces para no ofendernos frente a personas negativas y que están viviendo en el pecado.

Tenemos que ser creativos y atentos en el amor buscando cada vez más formas nuevas que permitan rescatar no sólo para la vida eterna, sino para esta vida a muchas personas que viven lejos de la verdad, del bien, de la alegría y de la felicidad.

El celo por las almas lo hemos aprendido de los santos que eran incansables para donarse y anunciar al Señor. En su vida mostraban siempre gran delicadeza y sensibilidad para que nadie se perdiera y todas las personas, especialmente las más alejadas, lograran cambiar de vida y acercarse a Dios.

San Carlos Borromeo, por ejemplo, decía que las almas se conquistan de rodillas. No podemos claudicar en este propósito de rescatar a las personas de los vicios, la maldad, el odio y la violencia. Hay que agotar todos los caminos, sin que nos falte la oración por los demás, porque las almas se conquistan de rodillas.

A pesar de la dureza de corazón de algunas personas, no podemos simplemente quejarnos de los demás, ni podemos darnos por vencidos. Hace falta redoblar la oración y no dejar en encomendarlas a Dios.

Si estuviéramos por perder la esperanza en el cambio de las personas y se nos hiciera difíciles ser pacientes, no olvidemos cuánto tiempo le tomó a Dios nuestra propia conversión, cuántos desprecios tuvo que pasar el Señor hasta que nos convirtiéramos, cuánta paciencia nos tuvo para que llegara por lo menos un momento como este en que escuchamos su palabra e intentamos ser mejores cristianos.

San Juan María Vianney fue un santo sacerdote que se distinguió, entre tantas virtudes, por el celo por las almas al desgastarse por los fieles y dedicar tanto tiempo a las confesiones. Estaba lleno del amor de Dios y eso se percibía inmediatamente en su trato, en su labor pastoral y en su predicación.

Dicen que prácticamente predicaba lo mismo cada domingo. La gente venía de todas partes de Francia para oírlo hablar y todos los domingos repetía lo mismo. Al tomar conciencia del amor y la presencia de Jesús en el Santísimo Sacramento se conmovía hasta lo más profundo de su alma, que al señalar el Sagrario para mostrar a la gente que Jesús estaba realmente ahí, lloraba de alegría.

El P. Lacordaire fue otro sacerdote famoso que vivió en la misma época; llegó a convertirse en el predicador más elocuente de su tiempo. Un día alguien le preguntó si sentía gran satisfacción por ser un predicador tan popular, pero contestó que no, porque cuando él hablaba la gente decía cuán hábil e inteligente era. Pero, cuando Juan María Vianney hablaba, todos decían: “¡Qué bueno es Jesús!”

El reto que tenemos es que seamos teofanía del amor de Dios, que viendo nuestra vida la gente sienta el deseo no sólo de relacionarse con nosotros sino sobre todo con Dios. Que al vernos a nosotros también puedan decir: “¡Qué bueno es Jesús!”, para que nadie tenga temor de acercarse a Dios, de convertirse y de iniciar una nueva vida.

Los tiempos que vivimos requieren que vivamos el celo por las almas y que estemos estrechamente unidos a Jesús para pedir por el cambio de las personas, sin que lleguemos a perder la esperanza. Dice el teólogo Wilson Tamayo: “Si tu corazón no arde, el mundo morirá de frío; si no tenemos celo apostólico habrá muchas almas que no descubran el don de Dios. Es un misterio que haya personas que se pierdan porque nosotros no ardemos con el corazón de Cristo”.

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