Haciendo camino con Cristo para una cultura de Vida

Mons. Rutilo Muñoz Zamora
Mons. Rutilo Muñoz Zamora

En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: «Así como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él. El que cree en él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios. La causa de la condenación es ésta: habiendo venido la luz al mundo, los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo aquel que hace el mal, aborrece la luz y no se acerca a ella, para que sus obras no se descubran. En cambio, el que obra el bien conforme a la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios». (Jn 3, 14-21).

¿Cuántas veces hemos reflexionado en que el amor de Dios es inmenso, que no tiene límites para con nosotros, sus hijos predilectos? Ojalá lo hayamos meditado en varias ocasiones. Su amor, para entenderlo en nuestro lenguaje, lo recibimos como el  de un padre amoroso, que nos quiere a morir, que es una expresión que usamos para decir que es lo máximo. Y si es así de enorme su amor, ¿cuál es la prueba más fuerte, más convincente que nos muestra para probarlo? La respuesta es que nos ha dado a su Hijo Jesucristo, el cual, efectivamente, nos revela que Dios es nuestro padre que nos ama intensamente, y es enviado para salvarnos. Y la noticia crece enormemente, pues Jesús viene no para condenar al mundo, sino para salvarlo, con una redención de dimensión universal. Así nos lo manifiesta el Evangelio de San Juan de este domingo. ¿Necesitamos más pruebas?

Este mensaje de Dios, Padre lleno de amor, de perdón y misericordia que Jesús nos comparte y desea llegue a lo profundo de nuestro corazón, tiene que ser revalorado continuamente en nuestra vida. Y, aún más, es un mensaje que llena de gozo, de una alegría incomparable. El mensaje de las lecturas de este cuarto domingo de cuaresma así lo manifiesta; Vgr. la antífona de entrada:  Alégrate, Jerusalén, y que se reúnan cuantos la aman. Compartan su alegría los que estaban tristes, vengan a saciarse con su felicidad (Is 66, 10-11). También la segunda lectura, un texto de San Pablo: Así, en todos los tiempos, Dios muestra, por medio de Jesús, la incomparable riqueza de su gracia y de su bondad para con nosotros (Ef 2, 7).

El camino cuaresmal es una oportunidad para entrar en el dinamismo de reflexión de nuestra vocación de hijos amados de Dios, llamados a ser testigos convencidos para ser luz en el mundo de hoy. Se abre una vez más la ocasión para experimentar la misericordia de Dios, el contemplar el inmenso panorama de su perdón, que nos lleva a recuperar la paz y volvernos también misericordiosos con los demás, apostar por el camino de la reconciliación y aprovechar al máximo el ejercicio de la ayuda fraterna. Estar cada vez más convencidos de que la luz  de la fe y la caridad llevan a vencer la oscuridad, la fuerza del mal plasmado en las rencillas, la violencia, las divisiones, las confrontaciones.

Como discípulos activos de Cristo nuestro modo de vivir tiene que estar dentro del círculo a favor de lo que es bueno, honesto. La luz pone al descubierto la imagen real de todo, y en las personas, con la luz adecuada, se muestran más claramente como son de verdad. Por ello veamos lo importante que es llenar cada vez más todos los ambientes de la luz de la caridad y la justicia. Y realizarlo con perseverancia e inteligencia, porque sabemos lo pesado que es el ambiente de la oscuridad, del pecado, que trastoca personas y ambientes de toda índole, y busca convencer que no es posible  asumir y promover una cultura de amor, de vida con profunda humanidad, sino una de muerte y destrucción. Hoy sus principales manifestaciones están en las personas y grupos que utilizan una violencia inhumana para secuestrar, robar, torturar; en los que se dedican a la trata de personas; igualmente en la practica de la corrupción, que daña la dignidad y rectitud de las personas, todavía presente en grandes sectores de la sociedad; en los que violentan a las mujeres, a los niños; en los atentados contra la vida humana de cualquier índole y en cualquier etapa.

No dejemos que siga creciendo la espiral de la muerte. Y en este nuevo escenario que estamos viviendo por la crisis sanitaria, nuestro camino penitencial de cuaresma debe ser mayor. La conversión debe ser asumida profundamente y descubrir lo que Dios nos pide ante esta nueva realidad para cambiar y ser más solidarios. Descubrir que Él sigue haciendo camino con nosotros. Es el tiempo para verificar las sendas que estamos recorriendo, para volver a encontrar el camino de regreso a casa, para redescubrir el vínculo fundamental con Dios, del que depende todo… es tiempo para discernir hacia dónde está orientado el corazón… Todos tenemos enfermedades espirituales, solos no podemos curarlas; todos tenemos vicios arraigados, solos no podemos extirparlos; todos tenemos miedos que nos paralizan, solos no podemos vencerlos…Necesitamos la curación de Jesús, es necesario presentarle nuestras heridas y decirle: “Jesús, estoy aquí ante Ti, con mi pecado, con mis miserias. Tú eres el médico, Tú puedes liberarme. Sana mi corazón”. (Papa Francisco, Homilía Miércoles de Ceniza 2021).

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Obispo de la Diócesis de Coatzacoalcos