Entró como mesías y salió como maldito, la visita de AMLO a la CEM

Guillermo Gazanini Espinoza
Guillermo Gazanini Espinoza

Con el “Mensaje al Pueblo de Dios”, la 115 asamblea de los obispos de México concluye en medio de difíciles retos resumidos en la “descomposición social” que el Episcopado señaló al presidente López Obrador.

El miércoles 15 de noviembre, en una visita calificada de “fraternal”, por casi 50 minutos, el monólogo de López Obrador se convirtió en un monólogo de los otros datos, los típicos de la mañaneras. Pero el clima en esa recepción distó de ser una cordial y fraterna recepción al presidente de parte de los obispos.

¿Quién llamó a AMLO? Insólito. El presidente se “autoinvitó” a la asamblea. En el cónclave episcopal, una mayoría de prelados no estaban conformes con su asistencia; sin embargo, el presidente de la CEM tenía encima la presión que debería desahogarse con una recepción que atendiera los tonos corteses y protocolarios porque tener al presidente de México en la asamblea podría ser una magnífica ocasión para interpelarlo.

De alguna forma, su presencia en la CEM ya estaba ajustada a un “pisa y corre” sin oportunidad para el diálogo, de esos molestos que hacen secretar bilis al presidente. Previo, en la mañanera, AMLO dijo a los medios “estar tarde” para la visita a la CEM. Que dejara  Palacio para ir a Casa Lago ya era otro signo de que de él había salido la rogativa para adentrarse en las entrañas del aparato eclesiástico, quizá para limar las asperezas, quizá reparar errores, quizá para iniciar campaña.

Lo segundo, la recepción llena de signos que revelaron el poco entusiasmo. En las fotos, sólo tres departieron con AMLO: Cabrera López, Rodríguez Vega y Joseph Spiteri. Ninguna foto en conjunto de la cúpula conmemorativa a la visita. Notoria la ausencia del secretario general, Ramón Castro Castro, de los principales impulsores de los diálogos por la paz. Pero AMLO jamás pudo imaginar que el ambiente que le esperaba en la CEM era el de un Episcopado frustrado. Decir “enojado” resultaría muy humano a pesar de que ahí debería ser un ambiente “divino”. Y no es para menos. En este gobierno, se desataron todos los jinetes del apocalipsis, el de la guerra y de la peste, el del hambre y de la muerte. Y cualquiera de ellos, ha tocado a las diversas diócesis del país, e incluso a los obispos, de alguna u otra manera.

AMLO consideró prudente ir a la CEM porque los tiempos lo exigían. “Se sentía orgulloso” habló de los “buenos sentimientos” y de su espejismo de la reducción de la pobreza, de sus endebles éxitos económicos y de los megaproyectos que introdujeron “cambios drásticos en el orden creado”. Quienes ahí estuvieron fueron testigos del clima incómodo por la presencia de Andrés Manuel. Mientras discurría, caras de los prelados eran de piedra, rostros estaban duros, quijadas apretadas, miradas inquisitivas, ceños fruncidos. Pocas veces visto, un ambiente de miradas acuciosas; algunos obispos tomaban notas; otros, simplemente, se limitaban en los gestos de notoria desaprobación.

Ningún aplauso o respaldo. Para López Obrador fue presentar el país sin desempleo, de economía boyante, sin drogas ni adicciones. Incluso, la obligada mesura episcopal, se rompió en ese momento con un gesto reflejado en una sonrisa irónica de desaprobación.

Nada por la emergencia migratoria desatada en el país en la que la Iglesia parece ser la única respondiendo por los miles que pasan por el calvario mexicano cuyo Pilatos encarnó en la cuarta transformación. Ni una palabra acerca de la estrategia de seguridad que los obispos han exigido que se cambie, pero que es el capricho del desgarbado presidente. En ese ambiente había dos panoramas. Uno, el de los datos “oficiales” que contrastaron con el de la realidad que los obispos tienen en sus manos: Narcobloqueos, cobros por derechos de piso, inmigración desbordada, asesinatos, hambre, pobreza, adicciones, “Otis”, impunidad. AMLO ignora a las familias de los desparecidos; los obispos, los reciben en misas dominicales para mostrarles bendición solidaridad y consuelo. Mientras habla de paz, la Iglesia sufre el dolor de una guerra que no acaba.

Y el coraje del Episcopado tampoco es menor. Ante la asamblea estaba el hombre que polarizó la relación del Estado y la Iglesia. El del poder de Palacio con amenazas y amagos a los obispos y sacerdotes que se hayan manifestado en marchas. La del “clero bueno” como AMLO quiere colgándose siempre de la sotana del Papa Francisco, contra los obispos asociados a la “mafia del poder” o lo que es lo mismo, los que no son aplaudidores de un régimen autoritario. Era AMLO, el promotor del voto para su títere, a la que controla con su bastón del “yo mando”.

Llegó como se fue. Sin pena, con mucha desvergüenza y nada de gloria. El pretexto fue que estaba tarde para salir a su supuesta evaluación de Acapulco y a cumbre APEC. Nadie salió a despedirlo ni tampoco se ocupó una foto. De este gobierno no habrá mejoras para la paz… alguien dijo. Efectivamente, AMLO entró a la CEM como mesías y salió como maldito. En su camioneta, alzó la mano para despedirse tras la ventanilla. Buscó el beneplácito, pero claramente lo sabía. La Iglesia no dio la bendición a la cuarta transformación.

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