El medio siglo de El Exorcista…  El problema del mal y la intervención de Dios

Guillermo Gazanini Espinoza
Guillermo Gazanini Espinoza

La película de culto y de terror por definición. Muchas han querido emular su trama e historia sin demasiado éxito. El 26 de diciembre de 1973,  El Exorcista vio la luz en los Estados Unidos inspirada en la novela homónima de William Peter Blatty (1928-2017), publicada en 1971, sobre la grave perturbación física y espiritual de una niña basado en un caso real de posesión satánica ocurrido en 1949, el llamado caso de Mt. Rainier, el del poseso Roland Doe, joven de 13 años quien se habría iniciado en el manejo de la ouija y el ocultismo.

Su historia llegó de manera fortuita hasta el director William Friedkin (1935-2023). Después de la filmación de The French Connection, recibió un paquete con la novela de Blatty llamándole poderosamente la atención las citas que sirven de prólogo la cual leyó para ser profundamente conmovido y horrorizado por la historia contada.

En “The Friedkin Connection”, el director revela algunos datos curiosos acerca de la producción.  El prólogo del libro y la película presenta a arqueólogo sin nombre… Un anciano que después se sabe es un jesuita. Sus excavaciones en Iraq despiertan el encuentro con una pesada estatua de piedra caliza, el demonio Pazuzu, entidad antagónica corruptora de la inocencia de la niña Regan Teresa, a quien salvará el jesuita cuando el trágico final revele el “vida por vida”, la del anciano sacerdote a cambio de la liberación de la pequeña.

Blatty documentó el caso para estudiar el fenómeno de la posesión y la liberación a través del exorcismo católico. En ese tiempo, la documentación sobre posesiones era escasísima y se conocían tres hechos aprobados de posesión demoniaca real en los Estados Unidos en el siglo XX. Como lo argumenta en el descreído sacerdote psiquiatra Damien Karras la Iglesia católica callaba sobre los asuntos, primero por incredulidad, después por proteger la identidad y privacidad de las víctimas, incluso trató de encontrar a un sacerdote que hubiera realizado el rito del exorcismo, pero no tuvo éxito.

Blatty contactó al sacerdote responsable del exorcismo de 1949 a través de su antiguo profesor, el padre Eugene Gallagher. Inició un intercambio epistolar con el autor por alrededor de 7 años desde 1968. Gracias a esa relación, Blatty conoció al autor del exorcismo de Mt. Reiner, el padre William S. Bowdern, SJ. El sacerdote advertía a Blatty de la necesidad de hacer notar al público de la “presencia y actividad del diablo como algo muy real… Puedo asegurarle una cosa: El caso en el que estuve involucrado fue una cosa real. No tengo ninguna duda de eso, y hoy tampoco las tengo”

Friedkin señala que Blatty tomó los míticos personajes de El Exorcista de individuos conocidos por él. Lankester Merrin (Max Von Sydow, 1929-2020, el mismo que interpretó a Cristo en “La más grande historia jamás contada” de 1965), se inspiró gracias a la amistad del director con un curador de antigüedades de Jerusalén, Gerald Lankester; Chris MacNeil, (Ellen Burstyn, 1932), la madre de Regan (Linda Blair, 1959, quien tenía 14 años en 1973), se basó en la actriz Shirley MacLaine (1934), ganadora del Óscar en 1983 por “La fuerza del cariño” y el padre Demian Karras, (Jason Miller, 1939-2001) inspirado en la misma personalidad de Blatty.

El Exorcista se estrenó el 26 de diciembre de 1973. La distribución de los pósteres y publicidad de la película fue en Navidad y se vio por primera vez en el Teatro Nacional de Westwood en Los Ángeles, California. Según cuenta el director, durante la premiere, “el cine estuvo lleno y no hubo ningún ruido durante la proyección. Cuando acabó, la audiencia permaneció en sus butacas sin moverse o hablar. Entonces, sólo después, salieron lentamente para abandonar la sala”.

En México eran otros tiempos, el estreno dilató un año para llegar a la pantalla grande. El 19 de diciembre de 1974, en el cine-teatro El Roble de Paseo de la Reforma, inaugurado en 1950, hoy predio ocupado por el Senado de la República. Las 4250 butacas en cuatro niveles fueron atestadas el día de la exhibición de El Exorcista en la IV Muestra Internacional de Cine. Pero El Exorcista tuvo una exhibición clandestina previa, así como hoy podría suceder con la compra de piratería blu-ray para adelantarnos al estreno. En un domicilio particular de la colonia del Valle, la policía confiscó la única película “pirata” que los ansiosos cinéfilos podían ver por 70 pesos la entrada. Y el cine, como muchos programas, eran pasados bajo la estricta regulación del Estado. Era la época del echeverrismo, del autoritarismo a medios, de los dictámenes de la Dirección General de Cinematografía de la Secretaría de Gobernación que censuraban y clasificaban las películas, del estricto moralismo que vio en el Exorcista una película que podría provocar “males incalculables” y serios daños al público mexicano y de la jerarquía eclesiástica que evadía el tema diciendo que la película era una verdadera blasfemia.

A 50 años, ninguna otra película ha superado la lógica de El Exorcista. La lucha del bien y del mal no deja de perturbarnos. ¿Cómo el mal puede ensañarse contra la inocencia y pureza de una criatura de Dios? Y nos conmueve cuando, sólo por la fe, dos hombres enfrentan al enemigo poderoso tentando al ser humano para creer o no en el amor de Dios. 

¿Por qué la posesión y degradación del ser humano, el de una niña? En el lapso del tremendo y pavoroso exorcismo, Merrin dice a Karras, como lo desentraña la propia novela,  quedándose  corto el diálogo de las escaleras en la película, en un descanso a la mitad del ritual, tal vez el punto nodal de la historia: “¿Cuál es el propósito de la posesión?”, se lee cuando un atribulado y acongojado Karras cuestiona; “¿Quién lo sabe?”, responde el veterano Merrin, “Pero yo creo que el objetivo del demonio no es el poseso sino nosotros, los observadores, cada persona… Y lo que creo es que quiere que nos desesperemos, que rechacemos nuestra propia humanidad, que nos veamos como bestias, como esencialmente viles e inmundos, sin nobleza, horribles, indignos. Y tal vez ahí esté el centro de todo: en la indignidad. Porque yo pienso que el creer en Dios no tiene nada que ver con la razón, sino que, en última esencia, es una cuestión de amor, de aceptar la posibilidad de que Dios puede amarnos…” Y donde admite que el mal podría obedecer a un propósito mayor como crisol de la bondad: “Tal vez el propio Satán, a pesar de sí mismo, sirva de alguna manera para cumplir para la voluntad de Dios”.

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