¿El fin del clero masculino? Esto es lo que está pasando entre bastidores

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¿Estamos llegando al final de un clero exclusivamente masculino en la Iglesia católica? El Papa Francisco disfrazó la primera fase de este cambio, rompiendo con 2000 años de precedentes en la Iglesia.

El Papa Francisco, al final del reciente Sínodo sobre la sinodalidad, afirmó que “los tiempos aún no están maduros” para el diaconado femenino. Esta declaración, lejos de ser un cierre definitivo, parece más bien indicar un camino a desarrollar gradualmente: desplazar el debate público hacia posiciones inicialmente impensables, hasta que se vuelvan aceptables.

El motu proprio Spiritus Domini del Papa Francisco , promulgado hace unos cuatro años, el 10 de enero de 2021, introdujo un pequeño pero significativo cambio en el Código de Derecho Canónico, ampliando a las mujeres los ministerios de lector y acólito.

Esta decisión, que reforma una tradición bimilenaria, no recibió mucha atención ni provocó reacciones o análisis significativos por parte del mundo católico tradicional. Sin embargo, creo que es útil retomarla hoy, tras la conclusión de la última sesión del Sínodo sobre la sinodalidad (27 de octubre de 2024), para tratar de comprender plenamente su alcance e implicaciones, tal vez incluso sus intenciones ocultas. Para ello, es necesario analizar su contenido, el contexto histórico y teológico y, finalmente, sus posibles consecuencias para la vida de la Iglesia.

El documento se basa en un razonamiento preciso. Comienza considerando la acción del Espíritu Santo, que da a todos los fieles, hombres y mujeres, los carismas necesarios para contribuir al crecimiento de la Iglesia y a la difusión del Evangelio. Mientras que los ministerios ordenados (obispos, sacerdotes, diáconos) se llaman así porque se basan en el sacramento del Orden y ejercen sus funciones, los ministerios menores, que ahora significativamente se llaman «ministerios laicos», se basarían no en el sacramento del Orden, sino en el Bautismo.

El Papa Francisco sostiene que, en los años anteriores a la promulgación del motu proprio, se desarrolló una doctrina (sería interesante entender por quién) que distinguiría clara y definitivamente la causa eficiente de los ministerios laicos de la de los ministerios ordenados. En los primeros, la causa eficiente sería efectivamente el Bautismo; en los segundos, el Orden.

Esta distinta causalidad sacramental haría que los ministerios ordenados y los ministerios laicos no sólo fuesen distintos, sino incluso independientes entre sí en su naturaleza, aunque conectados desde un punto de vista funcional, en el sentido de que los últimos siguen siendo funcionales a los primeros.

Los ministerios laicos están “al servicio” de los diáconos, sacerdotes y obispos. Consecuentemente, esta distinción, si se acepta, sólo puede allanar el camino para la concesión de ministerios menores también a las mujeres, como ha hecho Francisco con la publicación de este motu proprio.

Curiosamente, según lo que escribió Francisco, esta diferencia en la causa eficiente de los ministerios estaría “implícitamente” presente en el canon 230 § 2, pero evidentemente sólo porque no especifica la exclusividad masculina: “Los laicos pueden desempeñar la función de lector en las acciones litúrgicas por designación temporal. Todos los laicos pueden ejercer también las funciones de comentarista o cantor, u otras funciones, según la norma del derecho”. Sin embargo, este canon se refiere a encargos temporales y que siempre han estado fuera de los ministerios menores. No queda claro, por tanto, dónde estaría la conexión implícita.

Francisco consideró oportuno aprobar la nueva versión del canon 230 § 1. En su antigua versión, se leía: “ Los varones laicos que poseen la edad y las cualidades establecidas por decreto de la Conferencia Episcopal pueden ser admitidos de manera estable mediante el rito litúrgico prescrito a los ministerios de lector y acólito”. La versión actualizada de este canon elimina la especificación ‘ varones ‘.

Siguiendo este razonamiento, Francisco consideró oportuno aprobar la nueva versión del canon 230 § 1. En su antigua versión, se leía: “ Los varones laicos que poseen la edad y las cualidades establecidas por decreto de la Conferencia Episcopal pueden ser admitidos de manera estable mediante el rito litúrgico prescrito a los ministerios de lector y acólito”. La versión actualizada de este canon elimina la especificación “ varones ” (cuya presencia, sin embargo, demuestra que la Ley no pretendía hacer ninguna alusión implícita contra la exclusividad masculina, al menos en lo que respecta a este canon). Naturalmente, el Papa concluye el documento citando su autoridad, afirmando: “Dispongo que las disposiciones de esta Carta Apostólica emitida en Motu Proprio tengan efecto firme y estable, no obstante cualquier disposición en contrario, aunque sea digna de mención especial”.

Desde un punto de vista teológico, sin embargo, el razonamiento de Francisco (que, como veremos, en realidad ya estaba preparado en sus premisas por la reforma de las órdenes menores por Pablo VI) presenta algunas cuestiones críticas.

En efecto, la Tradición de la Iglesia, confirmada por el magisterio perenne (como veremos en un análisis breve, breve), ha enseñado durante siglos que los ministerios menores tienen de hecho su causa eficiente en el Bautismo, pero al mismo tiempo tenían como causa final el sacramento del Orden Sagrado.

En otras palabras, los ministerios menores (hoy llamados «ministerios laicos») siempre han sido considerados pasos preparatorios hacia el sacramento del Orden Sagrado, pero no conferían el sacramento del Orden Sagrado en sentido estricto, y en este sentido analógico, estos ministerios siempre han sido llamados «órdenes menores». Sin embargo, según Francisco y otros teólogos neomodernistas, el propósito de estos ministerios es solo ayudar a los ministros ordenados.

Sabemos que la jerarquía eclesiástica, por derecho divino, tiene un carácter sacerdotal y por ello se fundamenta en el Orden Sagrado, que consta de tres grados principales: episcopado (que representa su plenitud), presbiterado y diaconado.

Estos tres grados son, por tanto, irreformables.

A lo largo de los siglos, estos tres grados han ido acompañados de otros oficios, hasta llegar a un total de ocho ministerios, distinguidos como órdenes mayores y órdenes menores. Las órdenes mayores fueron cuatro, y además de las tres de derecho divino ya mencionadas, se añadió el subdiaconado al menos desde el siglo III. Las órdenes menores han sido, durante siglos, de mayor a menor, así: acólito, exorcista, lector y portero.

El Concilio de Trento, en su XXIII Sesión (15 de julio de 1563), promulgó, comprometiendo la infalibilidad, el documento sobre la Doctrina y los Cánones concernientes al sacramento del Orden Sagrado. En él se pretendía afirmar la “verdadera doctrina católica sobre el sacramento del Orden Sagrado” (Denz. 1763) y se enseñaba que “en el sacramento del Orden Sagrado […] se imprime el carácter” y que “si alguno dice que todos los cristianos, sin distinción, son sacerdotes del Nuevo Testamento, (…) entonces parece que no hace más que perturbar la jerarquía eclesiástica, que es como ‘tropas con estandartes’ (cf. Cantar de los Cantares 6, 3.9); exactamente como si, contrariamente a lo que enseña el bienaventurado Pablo, todos fueran apóstoles, todos profetas, todos evangelistas, todos pastores, todos maestros (cf. 1Cor 12, 29; Ef 4, 11)” (Denz. 1767).

Este cambio introducido por Spiritus Domini no deja, pues, de tener consecuencias para la vida eclesial. Al extender a las mujeres los llamados ministerios laicos (órdenes menores), rompe con una tradición bimilenaria que reflejaba la naturaleza jerárquica, sacerdotal y sacramental de la Iglesia.

Y de nuevo, Trento explicó la relación entre las órdenes menores y las órdenes mayores de la siguiente manera:

“Puesto que el ministerio adscrito a tan santo sacerdocio es cosa divina, se ha seguido que, para ejercerlo más dignamente y con mayor veneración, en la ordenada articulación de la Iglesia haya varias órdenes de ministros y diferentes entre sí, conectadas por su oficio al sacerdocio, y distribuidas de tal modo que quienes ya habían recibido la tonsura clerical llegaran a las órdenes mayores a través de las menores. […] Es sabido que desde el comienzo de la Iglesia se usaban los nombres de las órdenes enumeradas a continuación y los ministerios propios de cada una, a saber: subdiácono, acólito, exorcista, lector, portero, aunque no con igual rango.” (Denz. 1765).

Por tanto, siempre ha sido doctrina oficial de la Iglesia que las órdenes menores, aun encontrando su causa eficiente en el sacramento del Bautismo, ven como su fin y razón de ser el sacramento del Orden Sagrado, no la simple ‘auxiliaridad’ al sacerdocio.

Pablo VI, al renovar esta disciplina secular con el motu proprio Ministeria quaedam (1 de enero de 1973), sentó de hecho las bases de la reforma de Francisco, cuyas implicaciones, como veremos en breve, no son tan mínimas.

Decía santo Tomás de Aquino: un pequeño error al principio lleva a un grave error al final. En su documento, Pablo VI, entre otras cosas, renombró oficialmente las «órdenes menores» como «ministerios» (p. II), subrayando así a nivel terminológico que «pueden ser confiadas también a laicos, de modo que ya no se consideren como reservadas a los candidatos al sacramento del Orden sagrado» (p. III).

  • También abolió el cuarto orden mayor del subdiaconado, delegando y distribuyendo sus tareas a las órdenes menores (ahora llamadas ministerios) de lector y acólito.
  • También fueron abolidas las órdenes menores de exorcista y de portero, reduciéndose la primera a un oficio particular sólo para sacerdotes, a ejercer por nombramiento del ordinario y relativo a la administración de un sacramental (el exorcismo, precisamente); y la segunda a un oficio genérico de vigilancia del lugar sagrado, a confiar a cualquier laico, y que no requiere competencias necesarias.

En cuanto al subdiácono (que en otro tiempo pertenecía a las órdenes mayores), tenía la tarea de preparar el altar y los vasos sagrados, ayudar al diácono y al sacerdote durante la liturgia (una función que hoy también se llama ‘ministrar’), llevar el libro de los Evangelios durante las procesiones, supervisar la disciplina del clero menor y de los fieles durante las celebraciones, y estaba obligado a recitar algunas partes de la Liturgia de las Horas. Se consideraba una orden mayor precisamente porque era el vínculo entre las órdenes menores y las órdenes mayores propiamente dichas, siendo estas últimas irreformables por ser de derecho divino, es decir, el diaconado, el presbiterado y el episcopado. Era el vínculo de unión que conducía a los aspirantes al sacerdocio hacia la recepción de las Órdenes Sagradas propiamente dichas, que se producía con la concesión del diaconado.

Por tanto, afirmar que estos ministerios proceden del Bautismo es ciertamente correcto desde el punto de vista teológico, pero no es suficiente para hacerlos independientes de las órdenes mayores, ya que la causa final que Francisco y Pablo VI antes que él ven para los ministerios menores, es parcial en comparación con lo que la Iglesia siempre ha indicado.

Para probarlo, considérese el hecho de que, durante siglos, el término ‘clero’ no solo se refería al grupo de diáconos, sacerdotes y obispos, sino también a todos los candidatos que habían sido ‘aprobados’ por el obispo ordinario para recibir la ordenación sacerdotal, y que, por lo tanto, habían emprendido la escalada de las órdenes menores.

Significativamente, esta escalada comenzaba con el rito de la Primera Tonsura (abolida por Pablo VI con el mismo motu proprio), que consistía en el corte de cinco mechones de cabello por parte del obispo, simbolizando así la renuncia al mundo del aspirante a sacerdote.

Esta «muerte al mundo» es precisamente una de las vocaciones peculiares del sacerdote, representada eminentemente por el uso de la sotana negra (que, no por casualidad, también hoy ha caído en desuso). Además, considérese el hecho de que, todavía hoy, en el lenguaje común italiano, al acólito se le suele llamar «chierichetto», es decir, «pequeño clérigo».

Más allá de la muy probable intención “sinodalista” y revolucionaria que acabamos de expresar, está el aspecto más problemático de esta decisión, es decir, su impacto negativo sobre las vocaciones sacerdotales. El servicio en el altar es, de hecho, el lugar privilegiado para el discernimiento vocacional. No es el seminario, ni los ejercicios espirituales, ni las direcciones, ni las sesiones con psicólogos, sino el altar el lugar de la llamada.

La decisión de extender a las mujeres los ministerios de lector y acólito no es un acto aislado, sino que forma parte de una estrategia más amplia de normalización progresiva de la introducción de la mujer en el ámbito litúrgico. Para confirmarlo, el Papa Francisco, al final del reciente Sínodo sobre la sinodalidad, afirmó que “los tiempos aún no están maduros” para el diaconado femenino. Como si quisiera decir: la mayoría de los fieles aún no están preparados para aceptarlo.

Esta afirmación, lejos de ser un cierre definitivo (a diferencia, por ejemplo, de lo que había afirmado Juan Pablo II), parece más bien indicar un camino a desarrollar gradualmente, según la técnica de la ventana de Overton: desplazar el debate público hacia posiciones inicialmente impensables hasta que se vuelvan aceptables.

La introducción oficial de mujeres en el presbiterio contribuye a esta estrategia. De hecho, las mujeres acólitas y lectoras en el altar han ido acostumbrando a la mayoría de los fieles católicos -mucho antes de la promulgación del motu proprio de Francisco- a una presencia femenina en los roles litúrgicos formales, haciendo menos impensable el siguiente paso, que sería la admisión al diaconado (si este objetivo se logrará realmente es otra cuestión: personalmente, lo encuentro muy improbable).

Más allá de la muy probable intención “sinodalista” y revolucionaria que acabamos de expresar, está el aspecto más problemático de esta decisión, es decir, su impacto negativo sobre las vocaciones sacerdotales. El servicio en el altar es, de hecho, el lugar privilegiado para el discernimiento vocacional. No es el seminario, no son los ejercicios espirituales, no son las direcciones, no son las sesiones con psicólogos, sino el Altar el lugar de la llamada.

Como nos enseña la Sagrada Escritura, el joven Samuel comprendió que era llamado por el Señor durante su servicio en el Templo, bajo la guía del sacerdote Elí. Después de tres llamadas, Elí se da cuenta de que es Dios quien llama a Samuel, y le ordena que responda: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” ( 1Samuel 3, 10).

Muchos sacerdotes descubrieron su vocación sirviendo como monaguillos, experimentando la belleza de la liturgia y la cercanía a Cristo Eucaristía.

Sin embargo, la introducción de las niñas en este papel ha generado un efecto disuasorio en los adolescentes varones. Quienes tienen experiencia educativa saben que los jóvenes, en esta etapa de su crecimiento, tienden a evitar los ambientes mixtos, en particular aquellos en los que predomina la presencia femenina. La introducción de las niñas en el servicio litúrgico, de hecho, y no por casualidad, ha llevado a una disminución del número de niños involucrados en el mismo, reduciendo aún más las oportunidades de discernimiento vocacional.

Este cambio introducido por Spiritus Domini no deja, por tanto, de tener consecuencias para la vida eclesial. Al extender a las mujeres los llamados ministerios laicos (órdenes menores), se rompe con una tradición bimilenaria que reflejaba la naturaleza jerárquica, sacerdotal y sacramental de la Iglesia. Este cambio puede parecer menor, pero en realidad tiene importantes implicaciones simbólicas y prácticas.

La tradición no es una mera cuestión de costumbre, sino la expresión de una verdad teológica: los ministerios litúrgicos encuentran su razón de ser en las Órdenes Sagradas, incluso cuando se trata de las Órdenes Menores.

Su separación de las Órdenes Sagradas es un paso hacia una visión más funcionalista y menos sacramental del ministerio en la Iglesia.

Además, al normalizar la presencia femenina en el altar, se corre el riesgo de confundir aún más el papel específico del sacerdocio, contribuyendo a una crisis de identidad que ya afecta a muchos fieles.

Por las razones teológicas y psicológicas por las que Cristo -no la Iglesia- quiso instituir un sacerdocio exclusivamente masculino, este no es el lugar apropiado para ahondar. Para una respuesta parcial pero autorizada, véase la carta apostólica Ordinatio Sacerdotalis .

Es esencial que los padres, sacerdotes y obispos recuperen la plena conciencia de la dimensión pedagógica y vocacional del acólito.

  • Los padres tienen la tarea de promover en sus hijos un auténtico amor por el servicio del Altar, explicando el sentido profundo de este ministerio.
  • Los sacerdotes, como guías espirituales, tienen el deber de transmitir esta conciencia con su ejemplo y su palabra, educando a los jóvenes en la sacralidad del servicio litúrgico.
  • Los obispos, finalmente, como pastores de las diócesis, deben custodiar y proteger el respeto a este Santo Vivero de la viña de Dios que es el Altar, fomentando una formación y una sensibilidad adecuadas.

Juntos, con renovado celo, pueden contribuir a preservar la dignidad y la función del acólito, a pesar de estas directivas, tal vez lícitas, pero ciertamente no tan convenientes, para que el acólito siga siendo testimonio de la belleza de la divina liturgia y terreno fértil para las vocaciones.

Por GAETANO MASCIULLO.
REMNANT/MIL.

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