Dos liberadores: Moisés y Juan Diego

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En otras ocasiones me he atrevido a comparar a Juan Diego con Abraham, ya que, de alguna manera, es nuestro padre en la fe. El día 9 de diciembre pasado, en la fiesta de Juan Diego, aquí en la primera casita que tuvo nuestra Señora, descubría en la vocación de Juan Diego las mismas características de las vocaciones que nos narra la Biblia. Ahora quisiera comparar al indio vidente con Moisés.

Según el libro del Deuteronomio (2), Moisés, poco antes de su muerte, hizo una recapitulación de lo que él y su pueblo habían vivido: la liberación del yugo de Egipto, el pacto con Dios en el Sinaí y su increíble amor por Israel; de que había habido momentos sublimes y bochornosos, de gloria y de oprobio, de fidelidad y de traición, suyas y de su pueblo. Así resume Moisés: «Pregunta a la antigüedad, a los tiempos remotos, desde que Dios creó al hombre, a los cielos y a la tierra, si ha sucedido algo tan grande o si se ha oído algo semejante. ¿Ha oído algún pueblo a Dios hablando desde el fuego, como tú lo has oído? ¿Intentó algún Dios acudir a sacar a un pueblo de en medio de otro pueblo con pruebas, milagros y prodigios, en son de guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, con terribles portentos, como lo hizo el Señor vuestro Dios con ustedes, contra los egipcios, ante los ojos de ustedes?» (3).

Transcurrieron los siglos; Israel gemía bajo una nueva opresión, la de los Romanos, y reclamaba que les mandase la redención en la persona de un caudillo que invirtiese los papeles, instaurando un reino universal en el que ellos fueran por siempre dueños y señores… Y el Reino llegó, llegó en efecto, mil veces mejor de lo que nunca pudieron imaginarse, pues cayeron en la cuenta de que éste, su Señor, a quien reclamaban haberlos abandonado, los amaba muchísimo más, pues, «se hizo carne y plantó su tienda entre ellos» (4 ). Y su designio era efectivamente que esa donación se extendiese, a partir de ellos, a todos los otros pueblos de la tierra.

Entre esos otros pueblos estaban nuestros antepasados indios, fieles como nadie en su entrega a Dios, pese a tenerla contaminada con errores tan graves como el que anunciaba Jesús en su Última Cena: Creer que matando daban gloria a Dios (5). Y el Amor divino quiso no sólo corregirles esa aberración, sino recompensar su entrega con un inmenso premio. Fiel a su Encarnación, que lo comprometía a servirse de otros hombres para alcanzar a todos los demás, echó mano de nuestros padres españoles, los únicos disponibles en ese momento, para hacer llegar a nuestros padres indios la plenitud de su redención.

Unos y otros acudieron presurosos y generosos a su llamado, pero acabaron viéndose entrampados en una situación que parecía reactuar lo peor de Egipto, sobre todo para los indios: explotación, esclavitud, desesperanza… «¡El adversario ha arrasado todo… prendieron fuego a tu santuario, derribaron y profanaron tu morada… incendiaron todos los templos del país. Ya no vemos estandartes nuestros, no nos queda ni un profeta, ni uno que sepa hasta cuándo…!» (6).

¡Pero sí que quedó un profeta! En ese momento trágico, el Señor, a través de su Madre Santísima, acudió a un nuevo Moisés, a quien pidió no que fuera a acusar a nadie de tiranías, no que alentara al pueblo oprimido a sacudirse del yugo opresor y escapar, no que anunciara a unos la liberación y castigo para los otros, no que liberaría a unos despojando a otros, sino que venía a entregarles a ambos el amor y la liberación que su Hijo les había ganado a españoles y a indios, descubriéndoles su incondicional Buena Nueva, Buena Noticia de unión y de amor, revelándoles que eran hermanos, hijos de una misma Madre que venía a pedirnos el privilegio de entregarnos a su Hijo divino y de estar ambos, Ella y Él, para siempre con nosotros, para allí «dárnoslo a Él que es todo su amor, su mirada compasiva, su auxilio, su salvación… para allí escuchar nuestro llanto, nuestra tristeza, remediar, curar, todas nuestras diferentes penas, miserias y dolores.» (7).

Algo incomparablemente más difícil

Y fijémonos, hermanos y hermanas, cuán diferente y ambicioso era esta vez el designio divino: Ya no se trataba de «sacar a un pueblo de en medio de otro pueblo con pruebas, milagros y prodigios, en son de guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, con terribles portentos», sino de algo incomparablemente más difícil, tan difícil que cualquiera lo calificaría de imposible para la humana miseria: que enemigos irreconciliables, que para nada se comprendían ni aceptaban, que no tenían en común ni lengua, ni tradiciones, ni historia, antes se veían separados por abismos de incomprensión y desconfianza, no sólo dejaran de matarse, no sólo se separaran sin exterminarse, sino que se aceptaran el uno al otro, se reconocieran hijos del amor de un mismo Padre y de una misma Madre, y se fusionaran en una sola familia.

En ambos casos, en el Sinaí y en el Tepeyac, se inició el diálogo, pero -siendo el mismo mensaje- fue mil veces más tierno, más amoroso y, sobre todo, más universal el que sonó en nuestro suelo. En el Sinaí se oyó: «Moisés […] yo soy el Dios de tu Padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob […] He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores. Me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a librarlos […] a llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, una tierra que mana leche y miel […] Y ahora anda, que te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas» (8).

En el Tepeyac escuchamos eso mismo, pero de otra manera: «Juantzin, Juandiegotzin, Juanito, Juandieguito, ten por cierto, hijo mío el más pequeño, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdaderísimo Dios por quien se vive, el creador de las personas, el dueño de la cercanía y de la inmediación, el dueño del cielo, el dueño de la tierra… Mucho quiero, ardo en deseos de que aquí me levanten mi casita sagrada, en donde lo mostraré, lo ensalzaré, al ponerlo de manifiesto… porque en verdad soy vuestra madre compasiva, tuya y de todos los hombres que en esta tierra estáis en uno, y de las demás variadas estirpes de hombres, mis amadores, los que a mi clamen, los me que me busquen, los que me honren confiando en mí, porque allí les escucharé su llanto, su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores… Anda al palacio del Obispo y le dirás como yo te envío, y como mucho deseo que aquí me provea de una casa, me erija en el llano mi templo. Todo le contarás, cuanto has visto y admirado, y lo que has oído». (9 ).

Respuesta idéntica y del todo diferente

Ahora bien, la respuesta de los enviados, siendo también la misma, no pudo ser más diferente: Moisés lo primero que hizo fue negarse, objetando: «¿Quién soy yo para sacar a los israelitas de Egipto?» (10). Juan Diego aceptó de inmediato: «Señora, Niña mía, ya voy a realizar tu venerable aliento, tu amada palabra» (11), y cuando también objetó: «Tal vez no seré oído, y si fuere oído, quizá no seré creído» (12), fue sólo después de haberle asegurado: «Señora mía, Reina, Muchachita mía, que no angustie yo con pena tu rostro, tu corazón; con todo gusto iré a poner por obra tu aliento, tu palabra, de ninguna manera lo dejaré de hacer, ni estimo por molesto el camino.» (13 ).

Ambos enviados fueron inicialmente recibidos con desconfianza y rechazo. Moisés, ante ese rechazo, acarreó plagas y sembró la muerte; Juan Diego obtuvo la curación de su tío moribundo, entregó flores y esta imagen, que aquí tenemos la fortuna de conservar, y que es por sí sola un poema de incondicional y maternal amor. Moisés logró separar a los oprimidos de los opresores; Juan Diego que ambos se aceptaran y fusionaran hasta darnos el ser a nosotros, sus hijos mestizos.

El Moisés de Egipto y del Sinaí fue instrumento del Señor para que, siglos después, «pudiéramos ser dichosos todos los pueblos de la tierra» (14); pudiémos «todas las generaciones» llamar «bendita entre las mujeres» (15) a nuestra Madre Santísima. El Moisés nuestro, nuestro liberador, nuestro padre en la fe y en nuestra nacionalidad mestiza, titán de la fe, de la esperanza y de la caridad, nuestro Juan Diego Cuautlatoatzin debe también ser instrumento de Dios para que su amor pueda reinar «entre todos los que en esta tierra estamos en uno, y en las demás variadas estirpes de hombres» (16 ).

«No hizo cosa igual con ninguna otra nación»

Podríamos decirle mucho, pero hagamos algo mejor: terminemos intentando escucharlo a él, preguntándole qué nos diría, qué nos dice hoy. Y no hay duda de que podría también interpelarnos:

«Pregunta a la antigüedad, a los tiempos remotos, desde que Dios creó al hombre, a los cielos y a la tierra, si ha sucedido algo tan grande o si se ha oído algo semejante: ¿Ha oído algún pueblo a Dios hablando con el canto de muchos pájaros finos, escuchando su aliento, su palabra, extremadamente glorificadora, sumamente afable, como de quien ama y estima mucho, como tú lo has oído, y quedó vivo? ¿Intentó algún Dios acudir a unir a un pueblo con otro pueblo, su mortal enemigo, ofreciendo el materno desvelo de su propia Madre, su sombra y resguardo, ser la fuente de su alegría, llevarlos en el cruce de sus brazos, como lo hizo el Señor vuestro Dios con ustedes, ante sus ojos?» (17 ).

Quizá con esto, hermanos y hermanas, comprendamos mejor la inscripción del Magisterio Pontificio que corona la antigua Basílica: «Non fecit taliter omni nationi» = «No hizo algo igual con ninguna otra nación» (18 ).

Y no podemos negarle la razón, no podemos dejar de reconocer que el Amor divino nos dió la vida a través del de su Madre Santísima; que nuestra misma existencia de nación mestiza proclama que es posible ese imposible de que los humanos no nos despedacemos, antes nos aceptemos y complementemos.

Y, todo eso no obstante, ¡cuán lejos nos vemos de haber completado su obra! No sólo no somos aún para nuestros hermanos del mundo entero el ejemplo que deberíamos ser, sino que en estos momentos bien podría el Señor repetir de nosotros: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos», sino que somos el mismo pueblo, hermanos contra hermanos, los que sembramos la violencia, la injusticia y escandalosas desigualdades.

Conclusión

Por eso, hermanos, unámonos en la misma oración, la Eucaristía, pidiendo a nuestro Padre del Cielo por Quien vivimos y a nuestra Madre Santísima que nos lo trajo, por la intercesión de Juan Diego, el más pequeño y amado de sus hijos, que «todos los que estamos en esta tierra, y todas las demás variadas estirpes de hombres», podamos estar, de veras y para siempre, en uno, en paz, que ya y de veras «venga a nosotros su Reino» (19 ).

México, 12 de diciembre de 2000

Norberto Cardenal Rivera Carrera
Arzobispo Primado de México.

  • NOTAS

    (1) Juan Pablo II, Discurso inaugural de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Santo Domingo (12 de octubre de 1992), 24: AAS 85 (1993), 826.
    (2) Deuterononio, capítulos 1 a 4.
    (3) Deut. 4, 32-35
    (4) Cfr. Jn. 1, 14.
    (5) Cfr. Jn. 16, 2.
    (6) Salmo 74, 7-9.
    (7) Cfr. Nican Mopohua vv. 26-32.
    (8) Ex. 3, 4-10.
    (9) Cfr. N. M. vv. 12-33.
    (10) Ex. 3, 11.
    (11) N.M. v. 38.
    (12) N.M. v. 64.
    (13) N. M. v. 63.
    (14) Cfr. Gen. 22, 18.
    (15) Luc. 1, 42, 48.
    (16) Cfr. N. M. vv. 30-31.
    (17) Cfr. N. M. v. 8; v. 22; v. 119.
    (18) Sal. 147, 20.
    .(19) Mt. 6, 10; Luc. 11, 2.

Introducción:

Nos encontramos aquí reunidos una vez más para agradecer al Señor el privilegio de haber recibido la fe, la nacionalidad y la patria de manos de su Madre Santísima al hacer Ella que aquí, en el Tepeyac, nacieran unas flores y nos legaran esta imagen; pero hoy, no es simplemente «una vez más», puesto que nos aproximamos a clausurar el gran jubileo de los dos mil años del nacimiento de Nuestro Redentor, y ahora también reconocemos y agradecemos que Ella haya sido el amoroso y anuente instrumento mediante el cual su Hijo nos convirtió en un «modelo de evangelización perfectamente inculturada» (1), privilegio que es no solamente para nosotros, sino para todo el Continente Américano.

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