¿Dónde están los que te acusaban?

Pbro. Hugo Valdemar Romero

En el Evangelio de hoy encontramos a Jesús en el templo de Jerusalén. Le llevan a una mujer sorprendida en adulterio. No sólo se trataba de un pecado grave, sino también de un delito que, según la ley de Moisés, tenía que pagarse con la vida, apedreando a la mujer infiel.

Se trata de una ley dura e injusta porque la pena de muerte valía sólo para la adúltera, pero no para el adúltero. Todavía sucede algo semejante en nuestra sociedad, donde la mujer infiel es vista con desprecio, pero al hombre adúltero se le ve con admiración. Para Jesús esa visión machista e hipócrita es equivocada.

Llama la atención que el Señor ignora a los acusadores y sus acusaciones, mientras que ellos evidencian con furia a la pobre mujer,  Jesús se pone a escribir en el suelo sin prestar atención a la insidia y morbo del chisme. Esto desespera a los acusadores y le vuelven a insistir que dé su veredicto. Entonces Jesús se incorpora y da una sentencia contundente, no contra la mujer, sino contra sus detractores: “El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”.

Se hace un gran silencio y empiezan a retirarse. Todos tienen algo de a qué arrepentirse, algo oscuro y vergonzoso en su vida. Cuantos más años se tienen, más pecados se acumulan. Por eso los primeros en irse son los más viejos y al final se van todos, no queda ninguno.

Jesús entonces le pregunta a la mujer, “¿Dónde están los que te acusaban?” Ella responde, “Se han ido Señor”. Y entonces le dice: “Tampoco yo te condeno, vete y no vuelvas a pecar”.

En realidad Jesús nunca tuvo pecado. Era el único que la podía juzgar y condenar, pero no lo hace. Más bien defiende a la pecadora, la perdona, pero también le advierte: “No vuelvas a pecar”. Hay comprensión, perdón y misericordia, pero también exigencia, “no vuelvas a pecar”.

Lo primero que Jesús te enseña es a no prestar atención a cualquier chisme o acusación que te llegue contra alguien. Debes actuar como él e ignorarlo. Y cuando te venga la tentación de condenar a los demás, debes ponerte a pensar que tú no eres perfecto ni santo, que no estás limpio del todo y que por eso mismo no tienes derecho ni a juzgar ni a condenar.

Los que nunca reconocen sus propios pecados y miserias suelen ser los más duros y crueles con los demás, pero si tú conoces tus pecados y miserias te volverás misericordioso. Reconocerás que no eres mejor que los demás. Y si lo eres es porque Dios te ayuda y sostiene y no por tu bondad y méritos.

“Señor Jesús enséñame a amar y a no condenar, a comprender y no juzgar. Dame tu luz para que pueda ver con claridad mis pecados y miserias y conociéndolos no me atreva a juzgar y condenar a mi prójimo.

Tendré claro que no soy mejor que nadie y más bien aprenderé a pedir a diario por mí que soy un pecador, por mi propia conversión y por la de los pecadores. Señor enséñame a ser humilde y bueno, a ser comprensivo y tolerante, a ser compasivo y misericordioso como lo eres tú”.

Feliz domingo. Dios te bendiga.

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