Después de hacer oración en la montaña y constituir a sus Apóstoles, Jesús desciende y se encuentra en aquella llanura mucha gente que lo busca, tanto de Israel como de Tiro y Sidón y se detiene a predicar, ya que descubre que tienen hambre de escuchar una palabra distinta. Desde un principio muestra que su mensaje es universal, no sólo para los judíos. La subida y el descenso simbolizan el encuentro con Dios y la transmisión de la voluntad de Dios al pueblo. Es lo que en san Lucas se llama el “Sermón de la llanura” y en san Mateo el “Sermón de la montaña”. No es un discurso en la sinagoga, en un lugar sagrado, sino al aire libre, donde se vive, donde se trabaja, donde se sufre.
Su gran discurso da inicio con las bienaventuranzas, que san Lucas señala cuatro “bienaventurados”, pero también pone cuatro “ayes”. El discurso está en segunda persona del plural y dirigido directamente a los oyentes. Las tres primeras bienaventuranzas están caracterizadas por su situación de pobreza, de hambre y de tristeza. Es muy claro que con dicho mensaje, Jesús cambia la escala de valores; le da un giro a la forma de pensar, a la manera de ver la dicha, como dirá José Luis Martín Descalzo: “Es la invasión de la locura de Dios en medio de la cordura de los hombres”. Un giro que hasta nuestros días es difícil comprender.
La bienaventuranza clave es la de los pobres, ya que las otras se entienden en relación a ésta. Los pobres en el Señor, son los que mantienen la riqueza de un pueblo basada en el amor, la justicia, la fraternidad y la paz. Los pobres son los que libremente renuncian a considerar el dinero como valor supremo, un ídolo, y optan por construir una sociedad justa, eliminando la causa de la injusticia, la riqueza.
Se encuentra Jesús en aquella llanura, predicando a gente sencilla: pescadores, agricultores, arrieros, conductores de camellos, pastores, sin duda alguna, la mayoría campesinos; personas sin otros horizontes que trabajar, comer, dormir y morir. Gente que sabía lo que es el sufrimiento, vivían en una tierra dura y pasaban tiempos difíciles; luchaban contra la naturaleza para sacarle algo de fruto a aquella tierra árida, dura. También estaba la otra guerra con las autoridades, la opresión estaba al orden del día; se sentían esquilmados por los impuestos, por todo tipo de diezmos y tributos. Esta era la gente que escuchaba a Jesús. Acudían a Él, no buscando recetas para su espíritu, sino urgentes respuestas para sus problemas humanos. Antes que a Jesús, habían escuchado a otros líderes que hablaban de libertad, de rebeldía y que habían terminado crucificados o huyendo a la montaña, convirtiéndose en bandoleros. Pero Jesús parecía diferente, hablaba de los pobres, de los perseguidos, de los oprimidos, de los que tenían hambre; pero parecía aclararles más el sentido de esa hambre y de esa opresión que conseguir suprimirlos. Traía luz, no rebeldía, o en otro caso, hablaba de otra rebeldía.
Veinte siglos después, debemos preguntarnos: ¿Qué ha pasado de aquel discurso? ¿Acaso lo hemos escuchado tantas veces que se ha vuelto insípido? ¿Aquella llama terminó extinguiéndose? ¿El vino generoso se convirtió en agua coloreada?. Hoy más que nunca, el Sermón de las bienaventuranzas debe resonar y dar sentido a nuestras vidas; debemos proclamarlo para que la escala de valores se viva como Jesús la predicó. Hermanos, la situación que Jesús denunció en su momento, no es distinta a la que vivimos en nuestros días; la pobreza sigue dañando a las familias; las tierras siguen produciendo sus frutos, pero los cobradores de impuestos siguen conduciendo a las familias a la extrema pobreza. Han cambiado las cadenas, pero la opresión y la pobreza siguen existiendo. Mientras unos pasan necesidad, otros comen en abundancia; mientras unos luchan por unas migajas de pan, a otros se les echa a perder la comida. Este mundo tan injusto, lo sigue criticando Jesús a través de sus predicadores. Predicar estas cosas, sin duda alguna, lastima a algunos y pueden convertirse en enemigos. Predicar que los pobres son los bienaventurados de Dios, no puede gustar a un mundo que sólo cotiza el prestigio, el dominio, la comodidad, el placer.
Recordemos, junto a las bienaventuranzas escuchamos las malaventuranzas a los ricos. El Evangelio no puede ser escuchado de igual manera por todos, mientras que para algunos es buena noticia, para otros es una amenaza que los llama a la conversión. Jesús quiere abrir los ojos para que sea vista una realidad que lastima el corazón de Dios y ésta es: “la pobreza” en todos los sentidos.
Cumplí 10 años como Obispo de esta querida Diócesis de Apatzingán, y mientras en otros Estados del País veo un progreso en las comunidades campesinas o poblados, un progreso en todo sentido, aquí, sobre todo en mi Diócesis, veo un estancamiento: las comunidades con las mismas necesidades, comiendo el mismo polvo, adoleciendo de las mismas carencias en los principales servicios. No podemos seguir viviendo e ignorando tanta pobreza, tanta injusticia, tanta opresión, tanto abandono. Los “ayes”, es decir las lamentaciones, significan que no intentemos o pretendamos encontrar a Dios en las riquezas, en el poder, en el dominio, en la corrupción; allí solamente encontraremos ídolos de muerte. Es el mundo de los pobres el que más espera en Jesucristo; en el mundo de los poderosos habita un gran vacío. Abramos los ojos hermanos, no son suficientes los discursos vacíos que indican que estamos bien; que ya no existe corrupción y que el pueblo vive feliz, es momento de ver la realidad, es momento de darnos cuenta: ¿qué tenemos que hacer para combatir la pobreza? Seamos sensibles ante las realidades que nos siguen golpeando y conduciendo a la opresión de tantas familias. Es momento de analizar si desde nuestra pobreza nos preocupamos de los pobres y podemos escuchar que Jesús nos dice: “¡Bienaventurado!”; pero si estamos centrados en la riqueza y nos sentimos autosuficientes, puede que escuchemos: “¡Hay de ustedes los ricos!”. Los “ayes” son una advertencia a quienes se han acomodado en una falsa seguridad, en las riquezas, en el poder para servirse de él, en la superficialidad del mundo.
Hermanos, no permitamos que las cosas materiales nos conduzcan a sentirnos autosuficientes y ocupen el lugar de Dios. Quien tiene corazón pobre, se siente necesitado de Dios.
No nos toca limar las bienaventuranzas o dejarlas para tiempos mejores, recordemos que es el proyecto de Jesús y es establecer un orden en los valores, donde todos somos iguales.
Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¡Feliz domingo para todos!