Cristo es el único salvador, refrenda León XIV

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Nos preguntábamos esta mañana cómo celebraría el nuevo Papa la Misa pro ecclesia que ahora se está celebrando en la Capilla Sixtina: si en el altar original, como había comenzado a hacer Benedicto XVI, o en el altar artificial, al estilo de Francisco y de los Papas postconciliares en general. Lamentablemente la tabla de planchar ha vuelto a aparecer, y sin siquiera la cruz benedictina en el centro.

En la Consagración: habría sido la ocasión perfecta para el Canon Romano, el de la Tradición. Lamentablemente, este no es el caso.

Pero podemos más que consolarnos con la magnífica homilía que le acabamos de escuchar. A continuación, a modo de notas, algunos pasajes relevantes (en cursiva la paráfrasis de las palabras del Papa):

Cristo es el único salvador y revelador del rostro del Padre. Una reafirmación siempre bienvenida de la unicidad salvífica del Resucitado, ya recordada ayer en el primer discurso y en su momento objeto de las definiciones muy controvertidas de la Dominus Iesus, el documento escrito por Ratzinger y aprobado por el entonces Papa San Juan Pablo II.

Verdades confiadas a la Iglesia para ser proclamadas a la humanidad. Tesoro confiado a mí para ser su fiel administrador. Digámoslo en voz baja: es la definición misma de Tradición.

Y no sólo eso: la Iglesia como ciudad sobre una colina, faro de salvación. No por la magnificencia de sus estructuras, como el monumento en el que nos encontramos [la Capilla Sixtina] , sino por la santidad de sus miembros, un pueblo adquirido por Él.

A partir del comentario del Evangelio, explicó su actualidad:

 ¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre? Dos posibles respuestas y actitudes: la mundana y la del pueblo llano, para quien el Nazareno no es un charlatán sino un hombre recto como otros perfiles, sin embargo lo consideran sólo un hombre y por eso, en el momento de la condena, lo abandonan decepcionados. Incluso en nuestros tiempos estas actitudes están muy extendidas y la fe cristiana es considerada un refugio para personas débiles y poco inteligentes, para ser ridiculizadas, porque los verdaderos valores son el poder, el dinero y el placer. Pero precisamente éstas son tierras de misión, porque el abandono de la fe conduce a los dramas de nuestra sociedad, incluida la crisis de la familia.

O bien, incluso entre muchos bautizados, Cristo es reducido a una especie de pensador iluminado, pero nada más, en una especie de ateísmo de facto.
 [¿No es ésta una crítica velada al relativismo?]

Por eso conviene repetir la confesión de fe de Pedro: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Lo digo por mí mismo, como sucesor de Pedro, en la inauguración del episcopado de esta Iglesia llamada a presidir en la caridad, según la expresión de Ignacio de Antioquía. Y, como escribió el santo mártir, en previsión de su muerte entre las bestias del circo, es necesario desaparecer para que Cristo permanezca: ésta es la tarea de quienes tienen autoridad en la Iglesia.

 [¿Significa esto último que finalmente será el fin de ciertos protagonismos mediáticos que han ensombrecido los últimos años?]

Espléndida homilía, repetimos.

Texto completo de la homilía:

«Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» ( Mt  16,16). Con estas palabras Pedro, preguntado por el Maestro, junto con los demás discípulos, sobre su fe en Él, expresa sintéticamente la herencia que durante dos mil años la Iglesia, a través de la sucesión apostólica, ha custodiado, profundizado y transmitido.

Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, es decir, el único Salvador y el revelador del rostro del Padre.

En Él, para hacerse cercano y accesible a la humanidad, Dios se nos reveló en la mirada confiada de un niño, en la mente vivaz de un adolescente, en los rasgos maduros de un hombre (cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral  Gaudium et spes , 22), hasta aparecer a sus discípulos después de la resurrección en su cuerpo glorioso. De esta manera, nos mostró un modelo de humanidad santa que todos podemos emular, con la promesa de un destino eterno que trasciende todas nuestras limitaciones y capacidades.

En su respuesta, Pedro capta ambas cuestiones: el don de Dios y el camino que hay que recorrer para dejarse transformar, las dimensiones inseparables de la salvación confiada a la Iglesia para ser anunciada para el bien del género humano. Nos son confiados, elegidos por Él incluso antes de ser formados en el seno materno (cf.  Jr  1,5), renacidos en las aguas del Bautismo y –más allá de nuestros límites, sin nuestros méritos– traídos aquí y desde aquí enviados para que el Evangelio sea anunciado a todas las criaturas (cf.  Mc  16,15).

Dios, llamándome con su voto a ser Sucesor del Primero de los Apóstoles, me confía este tesoro para que, con su ayuda, sea su fiel administrador (cf.  1 Co  4, 2) en beneficio de todo el Cuerpo Místico de la Iglesia; para que la Iglesia sea cada vez más una ciudad situada sobre un monte (cf.  Ap  21,10), arca de salvación que flota sobre las olas de la historia, faro que ilumina las noches del mundo. Y esto no tanto por el esplendor de sus estructuras o la grandeza de sus edificios –como los monumentos en los que nos encontramos–, sino por la santidad de sus miembros, este «pueblo adquirido por Dios, para que anuncien las virtudes de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable» (cf.  1 Pe  2,9).

Pero antes de la conversación en la que Pedro confiesa su fe, hay una pregunta más: Jesús pregunta: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?” ( Mt  16, 13). No es una pregunta trivial; Al contrario, toca un aspecto importante de nuestro ministerio: la realidad en la que vivimos, con sus límites y posibilidades, con sus preguntas y creencias.

“¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?” ( Mt  16, 13). Pensando en la escena que estamos considerando, podemos encontrar dos posibles respuestas a esta pregunta, que definen respectivamente dos actitudes diferentes.

Lo primero que está es la respuesta del mundo. Mateo subraya que la conversación entre Jesús y sus discípulos sobre su identidad tiene lugar en la bella ciudad de Cesarea de Filipo, rica en lujosos palacios, situada en un encantador entorno natural al pie del monte Hermón, pero también sede de crueles círculos de poder y teatro de traiciones e infidelidades. Esta imagen nos habla de un mundo que considera a Jesús una persona sin ninguna importancia, como mucho un personaje interesante, capaz de suscitar sorpresa con su inusual manera de hablar y de comportarse. Y así, cuando Su presencia se hace pesada para las exigencias de honestidad y moralidad que Él impone sobre ella, este “mundo” no dudará en rechazarlo y eliminarlo.

Hay otra posible respuesta a la pregunta de Jesús: sí, la gente común. Para ellos, el Nazareno no es un “charlatán”: es un hombre justo, un hombre que tiene coraje, que habla bien y dice las cosas justas, como otros grandes profetas de la historia de Israel. Por eso le siguen, al menos mientras pueden hacerlo sin correr riesgos ni inconvenientes significativos. Sin embargo, lo consideran sólo un hombre y por eso en el momento de peligro, durante la Pasión, también ellos lo abandonan y se van decepcionados.

La relevancia de estas dos actitudes es sorprendente. Encarnan ideas que fácilmente podríamos encontrar en labios de muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo, expresadas quizá en un lenguaje diferente, pero idénticas en su esencia.

Todavía hoy no faltan contextos en los que la fe cristiana es considerada algo absurdo, destinado a personas débiles y poco inteligentes; contextos en los que se prefieren otras características de seguridad a las de la tecnología, el dinero, el éxito, el poder o el placer.

Son ambientes en los que no es fácil testimoniar y predicar el Evangelio y los creyentes son ridiculizados, perseguidos, despreciados o, en el mejor de los casos, tolerados y tratados con compasión. Y sin embargo, precisamente por esto, son lugares donde la misión es urgente, porque la falta de fe a menudo trae consigo dramas como la pérdida del sentido de la vida, el olvido de la misericordia, las violaciones de la dignidad de la persona humana en sus formas más dramáticas, la crisis de la familia y tantas otras heridas que sufre nuestra sociedad, y no son insignificantes.

También hoy no faltan contextos en los que Jesús, aunque apreciado como hombre, es reducido al papel de  líder  carismático o  de superhombre , y esto no sólo entre los no creyentes, sino también entre muchos bautizados que acaban así viviendo –a este nivel– en un ateísmo de facto.

Éste es el mundo que se nos ha confiado, en el que, como nos ha enseñado muchas veces el Papa Francisco, estamos llamados a testimoniar la fe gozosa en Jesús Salvador. Por eso es necesario también que repitamos: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» ( Mt  16,16).

Es esencial que esto lo hagamos ante todo en nuestra relación personal con Él, en el esfuerzo del camino diario de conversión. Pero también como Iglesia, viviendo juntos nuestra pertenencia al Señor y llevando la Buena Noticia a todos (cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática  Lumen gentium , 1).

Lo digo ante todo a mí mismo, como Sucesor de Pedro, al iniciar mi misión de Obispo de la Iglesia que está en Roma, llamado a presidir en el amor la Iglesia universal, según la célebre afirmación de san Ignacio de Antioquía (cf.  Epístola a los Romanos , Prólogo). Enviado encadenado a aquella ciudad, lugar próximo de su sacrificio, escribió a los cristianos que allí se encontraban: «Entonces seré verdaderamente discípulo de Jesucristo, cuando el mundo ni siquiera vea mi cuerpo» ( Carta a los Romanos , IV, 1). Se refería a ser devorado por las fieras en el circo –y así sucedió–, pero sus palabras se refieren, en un sentido más amplio, al compromiso indispensable de quien ejerce un servicio de autoridad en la Iglesia: desaparecer para que Cristo permanezca, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado (cf.  Jn  3,30), entregarse hasta el final para que a nadie le falte la posibilidad de conocerlo y amarlo.

Que Dios me conceda esta gracia hoy y siempre, con la ayuda de la tiernísima intercesión de María, Madre de la Iglesia.

ENRIQUE/LUIGI CASALINI.

CIUDAD DEL VATICANO.

VIERNES 9 DE MAYO DE 2025.

MIL.

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