El papa Francisco dijo un sinfín de cosas en la charla a rienda suelta que tuvo el 13 de septiembre con los jesuitas de Eslovaquia. Entre otras cosas, dijo que había individuado el mayor «mal de la Iglesia en este momento» en la «ideología del volver atrás».
El papa no utilizó la palabra «tradición». Pero es ahí donde, en su opinión, anida la «perversión» de la «rigidez». Basta ver el título irónico del motu proprio, «Traditionis custodes», con el que el pasado 16 de julio quiso decretar el final de la misa en rito romano antiguo, dirigiéndose a los obispos como «custodios de la tradición» para imponerles reglas que destrozan la tradición.
En la práctica, el motu proprio no ha tenido el efecto que esperaba. La mayoría de los obispos han dejado que las cosas sigan como hasta ahora, especialmente en Francia y Estados Unidos, los dos países donde la celebración en el rito antiguo está más extendida. Para muchos, la idea de tradición teorizada y vivida por Benedicto XVI, según el cual lo viejo y lo nuevo en la Iglesia pueden y deben «enriquecerse mutuamente», sigue siendo válida.
Pero si un obispo se tomara en serio el epíteto «traditionis custos» que le ha otorgado Francisco, ¿qué lección positiva podría sacar de ello?
Hay un obispo que lo ha intentado y ha escrito sobre ello, primero, el 15 de septiembre, en la revista católica progresista inglesa «The Tablet» y, más tarde, en su blog coramfratribus.com. Con la autorización de ambos, Settimo Cielo reproduce a continuación el texto completo, en varios idiomas.
El nombre del obispo es Erik Varden (en la foto). Noruego de 47 años, se convirtió al catolicismo de joven, estudió teología y filosofía en Cambridge, se hizo monje cisterciense de estricta observancia, trapense, y fue abad, en Inglaterra, de la abadía de Mount Saint Bernard en Leicestershire. También estudió en Roma en el Pontificio Instituto Oriental y enseñó durante algunos años en el Pontificio Ateneo Sant’Anselmo. El Papa Francisco lo nombró obispo de Trondheim y el 3 de octubre de 2020 recibió la sagrada ordenación en la catedral de la ciudad, la primera desde la Reforma Protestante. Sobre una población de 700.000 habitantes, en un vasto territorio, hay 16.000 católicos, en su mayoría inmigrantes de muchos países del mundo, como en una tierra de misión.
Varden es también músico y amante del canto gregoriano. En la Vigilia Pascual de 2011 cantó el Exultet en la Basílica de San Pedro. En 2018 publicó un libro (editorial Bloomsbury) que ya insinúa una referencia a la tradición: ‘Shattering of Loneliness. On Christian Remembrance«, traducido al italiano por Qiqaion, la editorial del monasterio de Bose: «La solitudine spezzata. Sulla memoria cristiana«.
A continuación, su docta y original lectura de la tradición, con sorprendentes referencias al patriarca Isaac, a Giovanni Battista Montini, arzobispo de Milán, y sobre todo a Ponciano e Hipólito, el primer papa dimisionario de la historia y su oponente, uno innovador y el otro tradicionalista, reconciliados en el martirio y la santidad.
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“TRADITIONIS CUSTODIA”
por Erik Varden
«Lumen gentium», la maravillosa constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II, describe el oficio del obispo con muy buenas calificaciones. También bastante intimidantes si resulta que eres un obispo. Así, te dice que eres «pastor de la Iglesia» (n. 18), «sucesor de los apóstoles» (n. 18), «principio y fundamento visible de unidad» en tu diócesis (n. 23), «administrador de la gracia del supremo sacerdocio» (n. 26) y mucho más. En un reciente motu proprio, el Santo Padre destacó otro epíteto. Recordó que un obispo es «traditionis custos», un guardián de la tradición. Por esta definición, yo, un obispo novato, estoy agradecido.
Es tentador, cuando uno es nombrado para un cargo así, pensar que mucho depende de uno. El Papa Francisco nos recuerda que no es así. Un obispo no es más que un eslabón de una cadena muy larga que recibe el nombre de «tradición». Esta palabra es un sustantivo que indica una acción. En latín, «traditio» significa el acto de transmitir algo. Un obispo al que se le ha confiado el cuidado de la tradición debe garantizar la continuidad de la transmisión. Mira hacia atrás con atención, gratitud y gracia para recibir lo que se le ha entregado; mira hacia adelante con impaciencia, deseando transmitir, intacto, el tesoro que se le ha confiado momentáneamente.
«Intacto» no es sinónimo de «inalterado»; sin embargo, hay que tener cuidado. No debo reducir el patrimonio universal a un producto de mi sola preferencia. Cuando el Concilio nos instó, con lo que me atrevo a llamar énfasis cisterciense, a volver a las fuentes, lo hizo para restaurar la plenitud allí donde las opciones particulares se habían reducido a la coacción y había limitado amplios espacios. Vivir, trabajar y rezar como enseñó el Concilio es ser como Isaac, ese misterioso patriarca. Dejó pocas palabras a las crónicas, realizó pocas hazañas memorables. Sin embargo, su ejemplo es notable. Sin preocuparse de dejar su huella, «Isaac volvió a cavar los pozos de agua que habían sido cavados en tiempo de su padre Abrahán y que los filisteos habían cegado después de la muerte de Abrahán, y los llamó con los mismos nombres que su padre les había puesto» (Génesis 26,18). Al restaurar el acceso a los pozos de su padre, se aseguró de que sus hijos pudieran beber.
A menudo pienso en un episodio de la vida de Giovanni Battista Montini, más tarde Papa, ahora Santo, Pablo VI. Nombrado para la sede de Milán, Montini tuvo una audiencia con Pío XII. Cuando los dos hombres se despidieron, el anciano y sufrido Papa dio al nuevo arzobispo este consejo: «Depositum custodi». Es una frase desafiante. La noción de «depositum fidei» es antigua. Se refiere a la plenitud de la fe contenida tanto en la Escritura como en la Tradición; representa aquello sin lo cual el cristianismo no sería él mismo. No es una noción estática. El depósito siempre encontrará nuevas formas de expresarse. Habla muchos idiomas. Es capaz de adoptar diferentes formas culturales. Encontrar su articulación más auténticamente cristiana aquí y ahora es un reto para cada generación de creyentes. Lo que importa es esto: no lo reduzcas a menos de lo que es.
Montini sucedió al cardenal Schuster en la sede de Milán en 1954. Fue un periodo de agitación e incertidumbre. Pío XII era consciente de ello más que nadie. No le dijo a Montini que fuera un disco rayado, que siguiera diciendo viejas verdades con viejas formas. Conocía demasiado bien ese intelecto atento, ese sacerdote sensible. Lo que le dijo fue: ve a pastorear tu abigarrado y disperso rebaño; encuentra palabras y gestos que sea capaz de entender, pero no te comprometas; confía en que el depósito que se te ha confiado desde antiguo contendrá el germen de las respuestas necesarias para afrontar las preguntas de hoy; vive de ese depósito, cava en él, y profundamente. Así explicaba Montini las palabras del Papa en su discurso de investidura, que destacaba la tradición milenaria de la Iglesia como fuente de relevancia y originalidad siempre nuevas.
Hoy en día se tiende a reducir la «tradición» a un término partidista, a algo con lo que se puede estar a favor o en contra. Esto no tiene sentido. En el momento en que considero la «tradición» como un objeto, una propiedad a mi disposición (ya sea para rechazarla como para custodiarla celosamente), reduzco un proceso vivo a una cosa. Me asigno la tarea de anticuario encargado de aceptar o rechazar las órdenes de conservación. Esto es muy diferente a ser un custodio. Hay un hermoso verso en el himno de las completas de la Iglesia. Pide al Creador de todas las cosas «ut solita clementia sis præsul ad custodiam». La custodia es una función de la constancia en la clemencia. Ejercerla no significa quedarse atrás, sino avanzar. La palabra «praesul», a menudo traducida como «protector», significa literalmente «saltar y danzar ante», como David ante el Arca (2 Sam 6,14ss). Debe haber una energía humilde en la tutela, y una alegría agradecida. Estar atentos a lo que queda atrás nos hace capaces de avanzar.
Ni que decir tiene que no todo el mundo estará siempre de acuerdo en cómo tratar la tradición. Hay espacio para la disputa respetuosa y constructiva. Siempre lo ha habido. Parte de lo que hace que la Iglesia sea católica es su capacidad de aceptar las tensiones, de esperar que las aparentes antítesis se resuelvan -por gracia, en caridad, no por compromiso- en síntesis. Hoy nos enfrentamos por este aspecto del catolicismo. ¿Por qué? En parte porque el ritmo de vida ya no nos da la paciencia necesaria para dar a cualquier proceso todo el tiempo que necesita para funcionar. En parte porque somos presa de la ilusión autocomplaciente, típica del siglo XXI, que supone que nuestra época es categóricamente diferente de todas las demás y, por tanto, requiere siempre medidas categóricamente nuevas. Deberíamos releer el Eclesiastés. Y recordar una o dos lecciones de la historia de la Iglesia. Una de ellas nos la ha ofrecido recientemente el calendario litúrgico.
El 13 de agosto celebramos la memoria de los santos Ponciano e Hipólito. No todos los católicos tendrán una devoción particular por estos dos. Es una lástima, porque tienen mucho que enseñarnos. Ponciano fue obispo de Roma del 230 al 235. La presencia pública de la Iglesia en aquella época era frágil, la tolerancia imperial intermitente. Internamente, la Iglesia estaba desgarrada por desacuerdos que tenían que ver con Orígenes. Ese extraordinario teólogo había sido condenado en Alejandría por dos concilios cuyos edictos habían sido aprobados por Ponciano. También había en marcha una controversia sobre el perdón de los pecados. ¿Podía haber personas expulsadas irremediablemente por actos que hubieran cometido, ya fueran de inmoralidad o que estuvieran relacionados con la apostasía? Los papas admitían cada vez más su regreso a la comunión a través de un camino de penitencia. Pero esta política provocó fuertes reacciones.
El crítico principal fue el sacerdote Hipólito. El excelente repertorio de Philippe Levillain sobre la historia de los papas se refiere a él como un «tradicionalista». Hipólito se nutrió del pensamiento griego. Orígenes, que le oyó predicar, le admiró. Hipólito deploraba lo que consideraba actitudes laxas y desconsideradas por parte de la Iglesia jerárquica. Poco a poco movilizó a una comunidad alternativa. No se sabe si fue, como a veces se afirma, un «antipapa», pero sí que fue una espina en el costado del legítimo obispo de Roma.
Cuando Maximino el Tracio subió al trono imperial en marzo de 235, quiso atacar la presencia cristiana en Roma. Una forma eficaz de hacerlo, pensó, sería privar a la Iglesia de sus líderes. Identificó a dos: Ponciano e Hipólito. Así que hizo que los arrestaran y los enviaran a realizar trabajos forzados en las minas de Cerdeña. Allí, los dos viejos adversarios se reconciliaron. Ambos reconocieron la sinceridad cristiana del otro, a pesar de sus diferentes opiniones sobre determinados temas. Ponciano, al darse cuenta de que no viviría mucho tiempo a causa del trato recibido, renunció, siendo el primer papa en hacerlo. Murió en octubre de 235. Hipólito murió poco después. Al cabo de uno o dos años, el Papa Fabián hizo traer sus cuerpos a Roma. La Iglesia honra a ambos como mártires: los celebramos con túnicas rojas, dentro de una misma fiesta, como si el testimonio de uno estuviera incompleto sin el otro. La oración colecta para la fiesta de los santos Ponciano e Hipólito ofrece auténticos motivos de reflexión, incluso de autocrítica:
“Patientia pretiosa iustorum tuæ nobis, Domine, quæsumus, effectum dilectionis accumulet, et in cordibus nostris sacræ fidei semper exerceat firmitatem”.
«Que la preciosa paciencia [palabra en la que se inserta la raíz latina ‘passio’] de los justos, Señor, aumente en nosotros la adhesión sincera a tu amor; y que en todo momento pueda ejercitar a nuestros corazones en la firmeza de la santa fe».
Por SANDRO MAGISTER.
SETTIMO CIELO.
CIUDAD DEL VATICANO.
MARTES 5 DE OCTBRE DE 2021.