México llega al festejo del 210 aniversario del inicio de la lucha por la Independencia. Aquel momento de la historia podría ser similar en muchas circunstancias por las desigualdades e intestinas luchas para favorecer a tal o cual partido. Pobres y marginados fueron carne de cañón de un movimiento transformador que, al final, sólo pudo ser consumado por las clases pudientes que llegaron al poder de la nueva nación debido a los acuerdos favoreciendo a los de arriba, formando incluso, la idea de grandeza de un imperio mexicano que pronto cayó dando paso a las eternas polarizaciones que perecen llegar hasta nuestros días bajo los mismos o diferentes nombres: conservadores y liberales, chairos y fifís, reaccionarios y reformadores.
El 210 aniversario de la independencia no ocurre con la misma algarabía. En el sentimiento de cada ciudadano se observa que la patria está enferma, aquejada por diversas dolencias que vinieron a colapsar su marcha en pro de la transformación. El virus no sólo “desapareció” a más de 70 mil mexicanos anónimos debido a la irresponsabilidad y soberbia haciendo de la pandemia un factor político y de ocurrencias del sexenio. La suma se incrementa cuando no se sabe dónde están más de 73 mil personas. Simplemente, un día, desaparecieron sin dejar huella alguna. Personas con historias concretas y detrás, familias agobiadas en la zozobra. Para ellos, no hay fiesta de Independencia, sólo dolor, frustración y agobio por un sistema, neoliberal o progresista, póngase el nombre del partido en turno, que simplemente les falló y no cumplió por empecinarse en la “verdad histórica” de la debilidad e incompetencia.
210 años de independencia, de una patria enferma por la violencia que ha matado a más de 50 mil personas en la etapa del cambio y del gobierno de la esperanza. Miles de personas lloran a sus muertos sin más consuelo que el de sus oraciones y fe, mientras se revela el fallido sistema de procuración de justicia y de la frustración por las promesas incumplidas. Para ellos no hay Independencia, sólo dolor y más dolor; incertidumbre y desesperación.
Acostumbrados a las balaceras y al centenar de muertos diarios por la violencia, el pulso de la patria enferma se mide por el poder de quienes tienen la capacidad de decidir sobre la vida de los demás. Es lacerante la crisis de los derechos humanos. Nadie tiene certeza de vivir el día siguiente cuando otros se han hecho con las riendas de la autoridad y del poder que rivaliza con la del Estado de Bienestar, el de los abrazos y no balazos.
La patria está enferma y mucho se debe a la megalomanía de quienes, en el poder, no aceptan que la causa de la dolencia es fruto del delirio de sentirse tocados como elegidos de la Providencia para realizar un propósito de salvación de un país en franca degradación.
Justo hace una década, México realizó los magnos festejos del Bicentenario en medio de la crisis de violencia. Fue una celebración que quiso ocultar la tremenda realidad de un país ahogado en la sangre y lágrimas de miles de mexicanos. Una década después y con un gobierno emanado de la izquierda, la crisis es peor. Sin embargo, ahora el festejo marcado “por la sana distancia” adornará de colores patrios a los miles de muertos por la pandemia como si se trataran de héroes nacionales. Ellos fueron víctimas de un sistema irresponsable que no midió las consecuencias de la pandemia.
Hace 10 años, los obispos de México dieron una Carta Pastoral titulada “Conmemorar nuestra historia desde a fe para comprometernos hoy con nuestra patria”. En ese documento, el repaso histórico hacia el Bicentenario admitió que todos deberíamos formar una conciencia para “mantenerse sensible frente a los nuevos rostros de pobreza y a los rezagos históricos de nuestro país. Son muchos los mexicanos que han quedado excluidos del desarrollo. Su situación se ha visto agravada por el actual proceso de globalización que, en su dimensión económica “ha promovido una concentración de poder y de riqueza en manos de pocos, no sólo de los recursos físicos y monetarios, sino sobre todo de la información y los recursos humanos, lo que produce la exclusión de todos aquellos que no están suficientemente capacitados o informados” (No. 112).
Y tal parece que esas palabras sólo se han actualizado una década después cuando a 220 años, ese grito del cura de Dolores, se multiplica por millones a lo largo y ancho de una patria violenta y muy enferma, demasiado enferma.
Con información de CCM/Editorial