La Biblia no es un libro al estilo de los grandes tratados científicos que van poniendo las bases en el análisis de las cosas para llegar a explicarlas y demostrarlas con un método bien definido. No procede a nivel de un orden lógico y sistemático, que acostumbran las ciencias experimentales, para llegar a fundamentar sus propios contenidos.
Este, quizá, es uno de los aspectos que lleva a muchos a restar importancia y desautorizar el contenido de las Sagradas Escrituras, sin comprender su propia dinámica para exponer y explicar las cosas, así como para iluminar los acontecimientos e incluso trascender el conocimiento que aportan las ciencias humanas.
La Biblia va siempre al corazón de la historia, a la verdad de los acontecimientos y al interior de las personas donde Dios mismo se ha ido revelando incluso en los momentos más complejos, donde ya no se esperaba nada ni se vislumbraba ninguna luz en el horizonte.
En los acontecimientos y en los distintos momentos de la historia donde solo se ve, con dolor e indignación, el sufrimiento y la maldad de las acciones del hombre, la Biblia focaliza nuestra mirada para darnos cuenta cómo Dios va generando una historia de salvación y cómo, por lo tanto, el mal jamás tiene la última palabra.
Así llegamos a un postulado de la Biblia, tan necesario en los tiempos críticos y oscuros que vivimos: nada detiene la voluntad salvífica de Dios, ni los faraones actuales, ni los grandes ejércitos, ni las agendas mundiales, ni el poder avasallador de las ideologías. Como nos recuerda San Miguel arcángel: “¿Quién como Dios? ¡Nadie como Dios!” Dios creador ha enviado a su hijo como Redentor de todo cuanto existe, a fin de llevar a buen término esta historia de salvación.
Por tanto, hay que focalizar la mirada para no desesperarnos y reconocer, en medio de la destrucción, del panorama desalentador y de la oscuridad de nuestros tiempos, por dónde el Señor va tejiendo una historia que revierte las terribles consecuencias de nuestras acciones y cómo nos sigue llamando para llevar adelante esta historia de salvación que no la frenan los poderosos de cada época.
Cuenta mucho, como en la filosofía y en la ciencia, la búsqueda, las preguntas, el hambre de infinito, el itinerario intelectual y el deseo de la verdad, aunque el creyente va descubriendo en la Biblia, con sorpresa y gratitud, que Dios mismo se va dando a conocer y de manera paulatina va corriendo el velo para revelar su misterio, especialmente en la persona de Cristo Jesús.
Dentro de tantas situaciones que la Biblia aborda e ilumina desde la perspectiva del misterio pascual de Jesucristo, quisiera referirme a una de las realidades más desconcertantes para el ser humano: la experiencia del dolor. La realidad del sufrimiento siempre ha generado preguntas, rebeldías, protestas e inconformidad.
Quizá en nuestros tiempos es una experiencia todavía más traumática y desconcertante porque la cultura enaltece el ideal del confort y del bienestar, desterrando y ocultando las distintas realidades de sufrimiento. Sin formar el carácter y forjar la actitud adecuada para aceptar y aprender a superar, al mismo tiempo, una de las realidades más complejas que forman parte de la vida, nos seguirá costando encontrar un sentido al dolor humano.
En el número 2 de la Carta apostólica Salvifici Doloris, de 1984, el papa Juan Pablo II asume una postura mesurada, prudente y realista frente a la realidad del sufrimiento, en la que el hombre se siente siempre llamado a superar la experiencia del dolor:
“Lo que expresamos con la palabra «sufrimiento» parece ser particularmente esencial a la naturaleza del hombre. Ello es tan profundo como el hombre, precisamente porque manifiesta a su manera la profundidad propia del hombre y de algún modo la supera. El sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre; es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido «destinado» a superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo”.
El sufrimiento no refleja únicamente la innegable contingencia de la naturaleza humana, sino su misma trascendencia en cuanto, como dice Juan Pablo II, revela la capacidad que tiene el hombre para superarse a sí mismo y llegar a encontrar un sentido a una realidad difícil que finalmente forma parte de la vida del ser humano.
Las nuevas generaciones, que no siempre han sido formadas de manera realista en el sacrificio, en la renuncia, en la paciencia y en el esfuerzo, sienten de forma más angustiante y problemática esta realidad que puede llevarlos incluso a eclipsarse y perder el sentido a la vida, así como a no saber manejar el dolor y la más mínima contrariedad.
La Biblia es más realista que todos esos proyectos idealistas e ilustrados que en esa carrera desenfrenada para suprimir por completo el sufrimiento y alcanzar la inmortalidad en este mundo, no siempre aceptan la naturaleza del ser humano.
No es que la Biblia nos imponga la resignación y una actitud masoquista para aceptar sin más el sufrimiento. Dios quiere la vida, no la muerte; la salud, no la enfermedad; la alegría, no la tristeza; la salvación, no la perdición.
Por eso nos ha enviado a su hijo Jesús como la máxima y sublime respuesta ante el dolor del hombre. Como vemos en la vida y el misterio pascual de Jesucristo, frente al misterio del sufrimiento Dios ha respondido no en teoría sino en el cuerpo y la sangre de Jesús. El salvador del mundo ha derrotado el poder del mal y de la muerte, aunque en este proceso él mismo haya tenido que sufrir por la salvación de todos nosotros.
Decía el teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer: “Sócrates superó el morir, pero Cristo ‘venció’ a la muerte como último enemigo. Superar el morir cae dentro de las posibilidades humanas; obtener la victoria sobre la muerte, quiere decir resurrección”.
En Jesucristo Dios se manifestó como un Padre que nos libera del sufrimiento, pero esta liberación no acontece negándolo o evitándolo desde fuera, sino asumiéndolo y dejándose afectar de alguna manera por él. Es decir, que el amor y el poder del Dios de Jesús no son incompatibles con el sufrimiento de sus criaturas. Así, desde el mismo sufrimiento, se descubre este Dios que no es el Todopoderoso que nos salva desde el poder, sino el Amor que nos salva desde su sufrir solidario por nosotros.
Este aspecto tan esencial en la revelación bíblica lleva al poeta y escritor francés Paul Claudel a decir que: “Dios no vino a suprimir el sufrimiento. No vino ni siquiera a dar una explicación. Vino a llenarlo de su presencia”.
Frente al dolor que puede provocar la resignación o la desesperación, la fe cristiana nos ayuda a descubrir la presencia de Dios, pues como dice el filósofo francés Charles Péguy: “Cristo no nos libera del sufrimiento, sino de sufrir inútilmente”.
El cristiano, por eso, puede tener esperanza y vivir desde el amor estas situaciones difíciles que enfrenta en la vida, pues es asistido por la gracia de Dios, como lo confirma San Josemaría Escrivá: “Alegrarse en las pruebas, sonreír en el sufrimiento…, cantar con el corazón y con mejor acento cuanto más largas y más punzantes sean las espinas (…) y todo esto por amor… son frutos que solamente el Espíritu Santo puede producir en nosotros”.
Aquí es donde encontramos la gran contribución de la fe cristiana, como sostenía este mismo santo: “Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma…; y, con ella, conquistamos la eternidad”.
La reflexión de Cristina de Don Pablos nos ayuda a asumir nuestra propia experiencia de sufrimiento, desde la fe cristiana: “Lo que hace fecundo mi sufrimiento no es el dolor, sino el amor con el que yo lo viva. Al unirme a la Cruz en lugar de huir de ella, mi dolor no cambia: cambia mi corazón”. Cristina de Don Pablos