En el evangelio de Juan de este Domingo de Pascua, se nos narra que, en la misma tarde del día de la resurrección, estando los discípulos llenos de miedo con las puertas atrancadas, se les aparece Jesús diciendo: “La paz esté con ustedes” y les mostró las manos y el costado.
La paz nace de saber que Jesús está vivo, se presenta ante sus discípulos resucitado con el mismo cuerpo que fue crucificado, de ahí que les muestra las manos y el costado. No hay duda, es Jesús que al resucitar, está glorificado, es el mismo solo que ahora transformado, por eso puede traspasar las paredes; sin embargo, llama la atención que no desaparezcan las llagas de sus manos y el costado; no desaparecen porque son un signo claro, incluso físico, de su inmenso amor por nosotros. En él se cumple la profecía de Isaías: “Por sus heridas hemos sido curados”.
Así como un soldado muestra orgulloso sus cicatrices de guerra como trofeo, como una muestra de arrojo y valor, lo mismo Jesús muestra sus llagas como un trofeo, como una muestra de su amor por nosotros. Tanto nos amó que obedeció al Padre muriendo en la cruz; efectivamente, como lo dijo Jesús: “No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos” y allí, en las llagas abiertas de su cuerpo glorioso, está la prueba más grande de su amor.
Jesús, aún resucitado y glorioso, sigue sufriendo de amor por nosotros, mantiene abiertas sus llagas, son puertas abiertas para que entren los incrédulos; por eso, cuando Tomás duda de que Jesús haya resucitado, el Señor lo invita a entrar en sus heridas abiertas: “Tomás, aquí están mis manos, acerca tu dedo, trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, si no cree·”.
Jesús no pide una fe ciega, sino una fe que parte de una certeza, está realmente vivo, ha vuelto de la muerte, no es una alucinación ni un fantasma, ahí está frente a Tomás mostrándole su cuerpo, invitándolo a tocar sus heridas. A la fe se entra por las llagas abiertas del Señor, es decir, por constatar en la propia vida su inmenso amor, un amor crucificado, un amor herido, un amor que hace exclamar, con san Pablo, ‘me amó y se entregó por mí’.
“Señor Jesús, cuántas veces, a pesar que me demuestras tu inmenso amor, sigo dudando, sigo pensando que no soy lo suficientemente importante para ti. Tú me miras compasivo y me invitas a entrar en tus llagas gloriosas, a experimentar, en carne viva, tu inmenso amor; tu corazón abierto por la lanza sigue sufriendo por mí, por mi obstinación y mis pecados, por mi ingratitud y mi dureza. Ten compasión, ayúdame a vencer mis dudas, que jamás dude de tu amor. Señor, tengo miedo a adentrarme en tus llagas y costado, introduceme en ellos, rompe mi ceguera espiritual y mi dureza de corazón; haz que, rendido de amor como Tomás, también pueda hacer mi profesión de fe diciendo: “Señor mío y Dios mío”.
Gracias, Jesús, por amarme tanto, perdóname por las veces que hago sufrir a tu corazón herido, hazme descubrir tu inmenso amor para que yo también caiga ante ti, rendido de amor”.
Feliz domingo. ¡Dios te bendiga!