Estamos al pendiente de las personas que sufren y por eso nos alegramos con los amigos y familiares cuando, después de tantos padecimientos, va mejorando su situación y cuando después de mucho tiempo de incertidumbre llegan la salud, la estabilidad y la recuperación tan anheladas.
También se alegra uno con los demás cuando después de tantas penas y tribulaciones llegan la reconciliación y la paz. En algunos casos parece que los problemas no dan tregua y se ve lejos o imposible la solución, por lo que cuando llega de manera inesperada, y después de muchas tribulaciones, celebra uno con los hermanos.
En la vida espiritual no siempre suceden las cosas así, no siempre reaccionamos de esta forma ni celebramos la recuperación moral y espiritual de las personas. Por supuesto que hay personas que se alegran y alaban a Dios cuando los hermanos dejan sus injusticias y su mal proceder, y finalmente regresan a una vida de fe; cuando después de tantos años viviendo en la maldad, en la mentira, en el odio y en la injusticia emprenden el camino de retorno a Dios y a la Iglesia.
Pero sorprendentemente hay casos que no se viven así. Muchos hermanos sintieron la necesidad, desde lo más profundo de su alma, de arrepentirse de sus pecados y de iniciar una nueva vida, insertándose en la comunidad cristiana. Llegaron a un extremo de vacío, descomposición y soledad que les hizo clamar al cielo y emprender el camino de retorno a Dio.
Solo el Señor hace posible la recuperación y el cambio inesperado de muchas personas. Cuando ya habíamos perdido la esperanza y cuando ya habíamos etiquetado y descartado a muchas personas por su vida descompuesta y licenciosa, solo Cristo Jesús llenó de amor y esperanza a estas personas para que llegaran a recapacitar y volvieran al camino del bien.
Sin embargo, este tipo de casos a veces se ven y se juzgan con dureza, desprecio, burla e indiferencia. Cuando deberíamos dar gracias a Dios por la recuperación moral y espiritual de las personas, muchas veces nos mantenemos en la desconfianza y descalificando el cambio de estas personas.
Sin entender y valorar la dinámica de una vida de fe, se llegan a cuestionar y descalificar estos casos como si se tratara de puro fanatismo. Duele en el alma cuando estos señalamientos no vienen de cualquier persona, sino de los mismos familiares que reprochan y atacan ese estilo de vida que muchos hermanos asumen después de haber tenido un encuentro con Dios que les permitió recuperar el sentido de la vida, así como las ganas de vivir, de servir y de reparar el daño cometido.
Estos hermanos se ven sometidos a pruebas difíciles al ser criticados, rechazados y discriminados, simplemente porque sienten una inmensa necesidad de Dios que comienza a llenar el vacío del alma, después de haber ido destruyendo su interioridad con su estilo de vida.
A esta sociedad le cuesta aceptar que la necesidad de Dios es esencial y que reprimir el deseo de Dios puede orillarnos a perder el sentido de la vida, a pesar de que se tengan todas las comodidades, los lujos y los satisfactores materiales. Volverse al Señor, girar en torno a Dios y cambiar radicalmente de vida lamentablemente en esta sociedad no se valora como algo positivo, sino que se ve con desdén, burla y desconfianza, descalificando a las personas.
Si algo representa una promesa para la familia y la sociedad es el cambio de las personas, sobre todo es estos tiempos en los que se propaga peligrosamente la maldad. Por eso, cuesta entender los ataques que sufren estas personas, al ser señaladas y etiquetadas como fanáticas. Se trata de una especie de bullying religioso que también lastima y margina a las personas.
Los hermanos que se encuentran con Dios y experimentan una profunda conversión, más que fanáticos están famélicos, tienen un hambre imperiosa de Dios la cual los lleva a regresar a Él de manera radical, después que lo han despreciado e ignorado hasta exponerse a la anemia espiritual.
Las situaciones que vivieron y el estilo de vida que llevaron fue desdibujando su interioridad y su humanidad, dejándolos en el vacío existencial. Por eso, el encuentro con Dios se convierte en una experiencia fulminante y fundante, que les cambia la vida y les llena de sentido.
La sociedad en general, como hemos dicho, tiende a señalar simplemente como fanáticas a estas personas. Sin embargo, muchos otros, por la visión que nos da la fe, alcanzamos a ver el amor de Dios que no deja de buscar y de llamar a las personas extraviadas. Dios no se cansa de buscarnos y nunca pierde la esperanza en el regreso de sus hijos.
Por eso, nos llenamos de admiración y de gratitud al atestiguar lo que el amor de Dios es capaz de hacer por nosotros. ¡Qué hermoso ministerio! Qué bella misión cuando nos toca acompañar a los hermanos en este proceso de recuperación, como decía Santa Teresa Benedicta de la Cruz: “No hay alegría materna que se pueda comparar con la felicidad de encender la luz de Cristo en la noche de los hijos”.
Así como te alegras cuando alguien recupera la salud, cuando alguien supera sus problemas, cuando alguien recapacita en la vida, cuando alguien deja los vicios, cuando alguien pide perdón, cuando alguien regresa a la familia, así también no dejes de alegrarte y celebrar cuando los hermanos regresan a Dios y comienzan a llevar una vida de fe. Tienen una imperiosa necesidad de Dios: en eso radica el sentido de su vida y la esperanza que han recobrado.
Por lo tanto, no los desprecies, no te burles de ellos, no los margines. En ese cambio inesperado va de por medio su felicidad. Aunque nos parezca extraño e incomprensible, están viviendo la felicidad que todos añoramos, el gozo que todos andamos buscando, la realización que todos queremos. Sin esperarlo han encontrado solo en Dios lo que nunca encontraron en las puertas equivocadas que abrían y que vaciaba de sentido su vida.
No han practicado ninguna técnica ni algún ejercicio mental o de relajación. Han sido encontrados y han logrado experimentar la alegría de saberse amados por Dios, a pesar de todo el mal que hayan cometido.
Los santos pudieron reconocer que los bienes espirituales entre más se reciben más llenan el alma y más hambre dejan. En cambio, los bienes materiales entre más se consumen menos satisfacen el hambre de infinito.
La Madre Teresa de Calcuta lo explicaba así: “Hay mucha gente que muere en el mundo por falta de un trozo de pan, pero hay muchos más que mueren por falta de un poco de amor. La pobreza de Occidente es una pobreza diferente. No es sólo una pobreza de soledad, sino también de falta de espiritualidad. Existe un hambre de amor como existe un hambre de Dios”.
Desde su propia experiencia San Agustín nos permite entrar en este misterio a través de una de sus oraciones más conmovedoras:
“Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera;
brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera;
exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo;
gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti;
me tocaste, y deseo con ansia la paz que procede de ti”.