Tener fe más que una conquista personal es un don de Dios. El Señor nos ve con misericordia y nos va llevando con paciencia para que surja el regalo de la fe. Decir que creemos en Dios es una bendición, pues nos ofrece una visión diferente en la vida; se trata de una confesión de fe que le da nuevos horizontes a nuestra vida, como sostiene el papa Benedicto XVI: “El Espíritu Santo da a los creyentes una visión superior del mundo, de la historia y los hace custodios de la esperanza que no defrauda”.
La fe no limita nuestra visión, sino que abre los horizontes. Por eso, decir que creemos en Dios no se puede quedar simplemente en ideas generales sin un compromiso de por medio y al margen de los demás, como lo sugiere el comentario de algunas personas que con cierta presunción expresan que creen en Dios, pero no necesitan ir a la Iglesia.
Jesús dice a sus discípulos: “Si creen en Dios crean también en mí”. Porque seguir a Jesús hace posible que podamos vivir la fe con todo el potencial que tiene y nos ayuda a situarnos en el único camino que nos hace trascender, en el único camino que nos lleva a Dios.
En todas las áreas de la vida buscamos la excelencia y perseguimos en todo momento llegar a trascender. También en la vida cristiana tenemos que llegar a vivir a fondo la fe, y la relación con Jesús hace posible que no nos quedemos en una fe especulativa o de complacencia mental, que no nos quedemos en una vivencia individualista de la fe, sino que lleguemos a una fe que nos engendre como nuevas personas, que nos convierta en otro Cristo.
En efecto, la vida cristiana no es un frío intelectualismo ni sentimentalismo estéril, sino existencia reconciliada llamada a conjugar mente y corazón, profesión de fe y confesión de amor. A ejemplo de Pedro, la fe nos va llevando no solamente a profesar la fe, diciéndole a Jesús: “Tú eres el Cristo”, sino también a confesar nuestro amor al Señor: “Tú sabes que te amo”. Por su parte, la respuesta del Señor se centrará en el amor al prójimo y en el cuidado de los demás, como la mejor manera de demostrarle nuestro amor.
Retomando la invitación que las cartas del Nuevo Testamento nos hacen para imitar a Jesús, para reproducir los mismos sentimientos de Jesús, la espiritualidad cristiana nos invita a llegar a ser otro Cristo. La excelencia en la fe, la meta de la vida cristiana consiste en llegar a ser otro Cristo. De suyo la expresión nos puede parecer muy exigente pues ya con el sólo hecho de aspirar a ser buenas personas se nos hace difícil. Ser otro Cristo nos quedaría muy grande, como algo inalcanzable.
Pero esa es la meta de la fe, llegar a ser otro Cristo. Por eso, Jesús promete un auxilio, para que logremos un mayor compromiso en la fe, para que podamos reproducir en nuestra vida sus mismos sentimientos. Para seguir a Jesús, para ser fieles en su camino, para llegar a ser otro Cristo, Jesús envía el Espíritu Santo.
El Paráclito, el Abogado, el Defensor, el Consolador es la gran promesa de Jesús. Al despedirse, el Señor promete un consolador y un auxilio que hará posible que los discípulos se sobrepongan de las dificultades y lleguen a consagrarse completamente a esta misión.
El Espíritu Santo consuela para que también los discípulos puedan consolar a los demás. Por lo que, además de ser otro Cristo, también intuimos que estamos llamados a difundir los dones del Espíritu Santo. Llegar a ser como el Paráclito que consuela, defiende y fortalece.
Hay tanto sufrimiento en el mundo, hay mucha tristeza y soledad y en medio de estas penalidades estamos llamados a ser consoladores. La vida se encarga de ponernos delante de situaciones que rebasan nuestra capacidad de respuesta. A veces nos hemos sentido rebasados, paralizados e impotentes ante tantos dramas, ante tanto dolor que pasan las personas y las familias: cuando acompañamos a una madre que pierde a su hijo, cuando un esposo sepulta a su esposa o viceversa, cuando muere un joven, cuando alguien se entera que padece cáncer, cuando alguien está desahuciado, cuando alguien enfrenta las terribles consecuencias de la inseguridad, cuando alguien está secuestrado, cuando alguien está desaparecido.
Son situaciones tan complejas en las que no sabemos qué decir, cómo comportarnos, cómo socorrer a los que sufren. A veces hemos intentado decir palabras elegantes y bien elaboradas, pero no siempre son la mejor respuesta frente a estos problemas delicados. Puede suceder que al no saber qué decir muchas veces justifiquemos mantenernos al margen o hacer oraciones a la distancia, esquivando confrontarnos directamente con el dolor de los demás.
Ante esos dramas se necesita generar esperanza, compartir en esos momentos una presencia superior, una luz que no viene de nosotros, que nosotros no inventamos; se necesita invocar y suplicar la presencia del Espíritu Santo, el gran consolador, el dulce huésped del alma.
El Espíritu Santo es el gran regalo de Jesús para estos tiempos de sufrimiento y desesperanza. Por tanto, nuestra misión consiste en llegar a ser otro Cristo y otro Paráclito, para que la fortaleza y el consuelo se apoderen de los corazones abatidos, para que un nuevo Pentecostés levante los ánimos y las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo.
Cuánta esperanza y consuelo aporta la convicción hecha oración del Cardenal Newman, cuando en esos momentos difíciles necesitamos ser sostenidos y nunca perder la esperanza:
“Sólo sé una única cosa: que según sea nuestra necesidad, así será nuestra fuerza. Estoy seguro de una cosa, que cuanto más se enfurezca el enemigo contra nosotros, mucho más intercederán los santos en el cielo por nosotros; cuanto más terribles sean nuestras pruebas por parte del mundo, más presentes nos serán nuestra Madre María, nuestros buenos Patrones y Ángeles de la Guarda; cuanto más malévolas sean las estratagemas de los hombres contra nosotros, un grito de súplica más fuerte se elevará desde el seno de la Iglesia entera hacia Dios por nosotros. No nos quedaremos huérfanos, tendremos dentro de nosotros la fuerza del Paráclito, prometida a la Iglesia y a cada uno de sus miembros”.
Que al invocar al Espíritu Santo no dejemos de suplicar la intercesión de María que nos sostiene en el momento del dolor y que mantiene nuestras esperanzas para aguardar el cumplimiento de la promesa de Jesús de enviarnos un consolador. Para pedir el Espíritu Santo recurramos siempre a María, como los apóstoles, para no desfallecer en la súplica y para que el dolor no nos haga olvidar la promesa de Jesús.
Necesitamos el consuelo para superar el mal y el sufrimiento que padecemos. Ese consuelo nos viene de María. También necesitamos el consuelo para perseverar y ser fieles en la observancia del bien. Y ese consuelo nos viene del Espíritu Santo.