Las obras de caridad son teofanía, más que manifestación de la persona

Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Pbro. José Juan Sánchez Jácome

Me alegra constatar las obras de caridad y las redes de solidaridad que se tejen en nuestra Iglesia. Unas muy organizadas y otras que surgen de manera espontánea, pero todas reflejando el paso del Espíritu que llega a provocarnos y a sacarnos de nuestra comodidad, suscitando sentimientos de humanidad y fraternidad que nos llevan a los más necesitados.

Nos falta mucho por hacer, no llegamos a todos los hermanos que tienen necesidades materiales y espirituales, pero Dios nos va poniendo en este camino en el que cada vez más personas se suman para colaborar. A pesar, incluso, de las limitaciones y las propias necesidades, siempre hay tanto que ofrecer, por lo que ni la pobreza frena la caridad cuando Cristo reina en el corazón de los hombres.

Soy el primero en defender esta labor, entre nosotros, más que humanitaria y en promover este rostro bello de la Iglesia que sale como Buen Samaritano a curar las heridas del hermano postrado en el camino.

La madre Teresa de Calcuta insistía que una vida dedicada a los pobres debe estar fundada en la eucaristía. En una ocasión una religiosa de su comunidad comentaba que ellas estaban consagradas a los pobres. Y la madre Teresa la corrigió explicando que estaban consagradas a Cristo, no a los pobres, y precisamente por estar consagradas al Señor amaban y se entregaban incondicionalmente a los pobres.

La madre Teresa hacía ver que si no comulgamos y celebramos diariamente la santa misa corremos el riesgo de perder el sentido a nuestro apostolado, a las obras de caridad. Nos expondríamos al cansancio y a hacer esta labor por pura filantropía y no por espíritu cristiano. Y el cristiano, además de conmoverse por la situación material de los pobres, también procura acercarles el pan espiritual que sacia el hambre de Dios.

A partir de esta precisión oportuna de madre Teresa de Calcuta es importante considerar por qué sigue faltando algo, y no solamente los bienes espirituales que tratamos de acercar a la vida de los hermanos más necesitados. Muchas veces nos vemos agotados de tantas obras que realizamos. Tenemos Cáritas, voluntariados, servicios sociales, trabajos pastorales y expresiones más espontáneas, y aun así parece que está faltando algo, porque el mundo viendo estas buenas obras no llega a glorificar al Padre que está en el cielo.

Pueden faltarnos muchas otras cosas y un verdadero testimonio, pero hay muchas obras promovidas, realizadas y sostenidas directamente por nuestros fieles. Delante de un compromiso permanente y de este rostro bello de nuestra Iglesia, aun así, no siempre se proyecta la misma presencia de Dios que inspira nuestro ser y quehacer en la Iglesia.

Han dicho algunos escritores que el mundo no tiene sed de ver nuestra coherencia; ya no está esperando sorprenderse por las buenas obras; ya no basta ni se valora ser personas honestas, educadas, trabajadoras y coherentes. Hay algo más determinante que necesita el mundo.

Las obras de caridad deberían retomar su sentido original, ya que todas nacieron como teofanía, como manifestación de otro, para hacer emerger al otro, en este caso al Otro por excelencia que es Dios. Se trata de que aparezca una vida según Dios, que se vea que vivimos radicados en Dios y que dejamos asomar al Otro que vive dentro de cada uno.

Cuando no nos vinculamos a los demás, ni construimos la Iglesia ni vivimos en comunión entonces se puede sentir el cansancio y el desgaste, y las obras no pasan de ser actos buenos del individuo. El individuo siempre se revela a sí mismo, su bondad y cualidades, las pequeñas correcciones de su naturaleza humana.

En cambio, el bautizado que ha recibido la vida nueva de Dios y que vive en comunión con sus hermanos revela siempre la presencia de Dios, proyecta la fuerza que lo asiste. La persona revela siempre al otro, el individuo se revela siempre a sí mismo.

La misión en la Iglesia no es construir al cristiano sobre un correcto, educado y óptimo individuo, sino acompañarlo de tal manera que recibiendo la vida nueva de Dios muera a su egoísmo, a su vanidad, a su individualismo, a su indiferencia y resucite como persona, entrelazado en un organismo que es el cuerpo de Cristo.

Los santos padres vieron que no se puede corregir al individuo y que la solución es regenerarlo. No podemos conocer a Dios sino haciéndonos hijos de Dios porque no conoceremos al Padre, conoceremos algún aspecto acerca de Dios, pero no al Padre. Se necesita, por tanto, ser regenerados.

No es el individuo que en su perfección se salvará, sino que se salvará perteneciendo al cuerpo de Cristo. Solo este es el camino de la salvación. Si estamos entretejidos en este organismo relacional es evidente que eso que está dentro de nosotros se proyectará; si está dentro de nosotros, la presencia del Espíritu se expresará de muchas maneras, pero si no está es imposible que se proyecte.

La vida que hemos recibido está constituida como comunión. El poeta y filósofo ruso Ivanov sostiene que el testimonio es simbólico, la naturaleza de la Iglesia es simbólica, porque es sacramental. Es decir, dentro de una realidad descubrimos otra más profunda.

El mundo nos ve y debe descubrir en nuestros gestos y acciones otra vida más profunda, otro rostro, para que se meta en relación con ese rostro y no únicamente con nosotros. Así que en la Iglesia tenemos que ser obstetras que ayudamos al nacimiento de la vida.

No basta ser correctos y educados. Tenemos que dejar asomar una presencia superior, tenemos que permitir que Dios se manifieste en nuestras obras y no sólo la solidaridad. Tenemos que ser, aunque sea indignamente, teofanía para el hombre de hoy de tal manera que viendo las buenas obras glorifiquen al Padre del cielo.

Por eso, tenemos que adorar al Santísimo Sacramento y alimentarnos del cuerpo y la sangre del Señor, para que se fortalezca nuestra fe y haya en nuestra vida signos de esperanza y caridad que pongan a nuestros hermanos en relación con Dios. San Agustín decía: “Quien tiene caridad en su corazón, siempre encuentra alguna cosa para dar”.

Hablando de la caridad, San Vicente de Paúl reflexiona de esta manera: “La caridad consiste en no ver sufrir a nadie sin sufrir con él, no ver llorar a nadie sin llorar con él. Se trata de un acto de amor que hace entrar a los corazones unos en otros, para que sientan lo mismo, lejos de aquéllos que no sienten ninguna pena por el dolor de los afligidos ni por el sufrimiento de los pobres”.

Por eso, la caridad cristiana es muy diferente a la filantropía, como lo explica el beato Federico Ozanam: “La filantropía es una dama orgullosa para quien las buenas acciones son una especie de adorno y que gusta de mirarse en el espejo. La caridad, en cambio, es la madre tierna que tiene los ojos fijos en la criatura prendida en su seno, que ya no piensa más en sí misma y que olvida su belleza ante su amor”.

Hagamos nuestra la oración de San Pedro Poveda para que nunca nos falte el testimonio de la caridad, a fin de llevar el pan material y espiritual a los más necesitados: “Ahora es tiempo de redoblar la oración, de derrochar caridad, de hablar menos, de vivir muy unidos al Señor, de ser muy prudentes, de consolar al prójimo, de alentar, de prodigar misericordia, de vivir pendientes de la Providencia, de tener y dar paz”.

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