* ¡Con cuánta insistencia el Apóstol San Juan predicaba el “mandatum novum”! –“¡Que os améis los unos a los otros!” –Me pondría de rodillas, sin hacer comedia –me lo grita el corazón–, para pediros por amor de Dios que os queráis, que os ayudéis, que os deis la mano, que os sepáis perdonar. Por lo tanto, a rechazar la soberbia, a ser compasivos, a tener caridad; a prestaros mutuamente el auxilio de la oración y de la amistad sincera. (Forja, 454)
Sólo por volver a Él su hijo, después de traicionarle, prepara una fiesta: ¿qué nos otorgará, si siempre hemos procurado quedarnos a su lado?
Lejos de nuestra conducta, por tanto, el recuerdo de las ofensas que nos hayan hecho, de las humillaciones que hayamos padecido -por injustas, inciviles y toscas que hayan sido-, porque es impropio de un hijo de Dios tener preparado un registro, para presentar una lista de agravios.
No podemos olvidar el ejemplo de Cristo, y nuestra fe cristiana no se cambia como un vestido: puede debilitarse o robustecerse o perderse. Con esta vida sobrenatural, la fe se vigoriza, y el alma se aterra al considerar la miserable desnudez humana, sin lo divino. Y perdona, y agradece: Dios mío, si contemplo mi pobre vida, no encuentro ningún motivo de vanidad y, menos, de soberbia: sólo encuentro abundantes razones para vivir siempre humilde y compungido. Sé bien que el mejor señorío es servir.
Me alzaré y rodearé la ciudad: por las calles y las plazas buscaré al que amo… Y no sólo la ciudad: correré de una parte a otra del mundo -por todas las naciones, por todos los pueblos, por senderos y trochas- para alcanzar la paz de mi alma. Y la descubro en las ocupaciones diarias, que no me son estorbo; que son -al contrario- vereda y motivo para amar más y más, y más y más unirme a Dios. (Amigos de Dios, nn. 309-310)
Por SAN JOSEMARÍA.