Tras una pelea callejera captada en redes sociales, Norma Lizbeth Ramos Pérez, de 14 años, murió por golpes en la cabeza. Detrás estaba un ambiente hostil e indigno contra su persona, la burla y persistentes intimidaciones que le llevaron a tomar una decisión para poner fin a ese infierno, el del permanente acoso escolar. Su arriesgada decisión le costó la vida.
De acuerdo con la Comisión Nacional de los Derechos Humanos -CNDH-, en México, “8 de cada 10 alumnos de primaria y secundaria han sido víctimas de acoso escolar”. El país sería primer lugar a nivel mundial seguido de Estados Unidos de América y China; la misma CNDH asegura que más del 80% de los actos de bullying no son reportados a las autoridades escolares. Otros datos de la OCDE afirman que en ese universo, el “40.24 por ciento dijo haber sufrido maltratos, 25 por ciento insultos y amenazas, 17 por ciento golpes y otro 44.7 por ciento violencia verbal, psicológica y física”.
Las causas de este fenómeno son variadas. De sobra son las explicaciones para desentrañar por qué un niño o niña usa el acoso y la violencia contra un igual. La cuestión se agudiza ante el uso de las tecnologías que ponen en las manos de los acosadores y agresores, una herramienta propicia para dañar y denigrar lo que lo haría más peligroso dado la capacidad de extender ese mal a una velocidad inmediata.
¿Qué pasa en México? ¿Dónde está la fractura? Lo de Norma Lizbeth no es nada nuevo y, por el contrario, a pesar de programas, leyes y políticas públicas de los tres órdenes de gobierno, nos siguen apabullando estas noticias que, de forma peligrosa, vemos como algo normal en los ambientes escolares. Aquí unos casos para curar nuestra lamentable pérdida de la memoria.
En 2011, la vida de un joven terminó trágicamente cuando, en un salón del Colegio de Bachilleres del Estado de Morelos, plantel número 4, los compañeros le hicieron “bolita” muriendo al interior del plantel por el aplastamiento que sufrió.
En 2013, la Procuraduría General del Estado de Jalisco investigó la agresión contra un menor de seis años a quien le fue cortado el prepucio por otros tres niños en una primaria en Guadalajara. La víctima fue agredida en los baños escolares.
En 2017, una adolescente de la secundaria técnica 17 de san Nicolás de los Agustinos, Guanajuato, casi pierde la vida cuando fue intoxicada por un plaguicida encontrado en su bebida. Compañeros de clase planearon el criminal acto añadiendo el tóxico que llevó a la estudiante a permanecer cuatro días en un hospital.
Esta compleja realidad, en el fondo, es reflejo del México violento. No es una cosa que suceda recientemente, pero sí se ha acentuado de forma alarmante debido a las polarizaciones que desgarran nuestra sociedad.
Hay un discurso que se agarra en una penosa dicotomía. Mientras el presidente de México señaló en Tabasco, el pasado jueves 17 de marzo, que es necesario “fortalecer valores culturales, morales, espirituales. Procurar que no se desintegren las familias, que todos, como ha sido siempre en las familias, estemos pendientes de los jóvenes y de los familiares…”, en los hechos, su movimiento político defiende una inmoral lucha por la “normalización” del aborto como derecho, empuja la desintegración y ataque a la familia con la nefasta ideología trans o bien, promueve la tolerancia de las llamadas “drogas suaves” como la mariguana para ser de uso libre.
En la Iglesia católica, el Papa Francisco ha llamado la atención sobre la violencia y acoso escolares. En 2019, durante un encuentro con jóvenes en Japón, trató de desentrañar el por qué del bullying y expresó: “Los acosadores, los que hacen el bullying tienen miedo, son miedosos que se cubren en la apariencia de fortaleza. Y en esto —presten atención—, cuando ustedes sientan, vean que alguno tiene necesidad de herir a otro, de hacer el bullying a otro, de acosarlo, ese es el débil, el acosado no es el débil, es el que acosa al débil porque necesita hacerse el grandecito, el fuerte para sentirse persona”.
Esta nuevo caso de bullying, en el fondo, tiene una explicación que nos debería hacer reflexionar: Un país que ha dejado a los jóvenes a la deriva. Mientras la familia esté bajo ataque, no habrá respeto por los demás. Es reflejo de una sociedad decadente que se espanta e indigna por lo que ella misma ha provocado.