* Homilía pronunciada por Mons. Fernando Ocáriz en la misa celebrada en la Villa de Guadalupe, en el primer día de su viaje pastlroral a México.
Quisiera en primer lugar manifestar mi agradecimiento al Señor por poder celebrar la Santa Misa en este lugar santo, en donde las infinitas misericordias de Dios se han manifestado con generosidad divina a través del rostro de Nuestra Señora de Guadalupe. ¡Gracias, Señor, gracias, Madre nuestra!
Acabamos de leer en el Evangelio, estas palabras en las que Jesús se lamenta de la humana dureza de corazón: “¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados…” (Lc 13, 31-35). El Señor encontró dificultades y oposición, que le llevaron hasta la Cruz; una Cruz aceptada por amor a nosotros, por nuestra salvación.
Siempre ha habido dificultades, también ahora, en el mundo, en la Iglesia, en la vida de cada persona, en la de cada uno de nosotros. Especialmente, Jesús se refiere expresamente a la oposición violenta a quienes son enviados por Dios. Aquí podemos reconocernos también nosotros, porque todos los cristianos somos enviados por el Señor, apóstoles, para llevar al mundo la alegría del Evangelio. Y encontramos más o menos dificultades, comenzando por nuestros propios límites y defectos.
Pero no admitamos el pesimismo ni el desánimo. En la Primera Lectura, como a los cristianos de Éfeso, san Pablo nos dirige estas palabras de aliento: “reconfortaos en el Señor y en la fuerza de su poder” (Ef 6, 10-20). Sí, fortalezcamos nuestro ánimo mediante la fe en la asistencia, en la presencia de Dios en nosotros, reconociéndonos hijos de Dios en Jesucristo; hijos de un Dios que es amor y que todo lo sabe y todo lo puede.
San Josemaría tuvo muy grabadas en su alma estas palabras latinas: Si Deus nobiscum, quis contra nos? Es san Pablo quien lo escribió: “Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rm 8, 31). Y el Señor nos asegura, como a los Apóstoles: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin el mundo” (Mt 28, 20).
Uniéndonos a la oración de san Josemaría a la Virgen de Guadalupe en 1970, ponemos en manos de Nuestra Señora todas las necesidades del mundo, de la Iglesia, de la Obra, de cada uno de nosotros; todas las alegrías y todas las penas. Deseamos que esta oración nuestra sea expresión de una fe viva; una fe más viva que sea fundamento de una esperanza más segura y de una caridad más intensa. ¡Qué consoladoras resultan las palabras que la Virgen de Guadalupe dirigió a san Juan Diego, y que hoy sigue dirigiendo a cada uno de nosotros: “Oye y ten por entendido hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón. ¿No estoy aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿no soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo?”. Nada ha de quitarnos la paz y la alegría.
Fe, esperanza, caridad, que hagan de nosotros almas de oración, como la Iglesia naciente, cuando todos perseveraban en la oración con María la Madre de Jesús (cfr. Hch 1, 14). Allí estaban lo apóstoles con Pedro a la cabeza; por eso, nuestra oración se une siempre a la del sucesor de Pedro, del Romano Pontífice. Rezamos especialmente por el Papa Francisco, que repite con frecuencia, como una oración de intercesión: “Que la Virgen Santa te cuide”.
También como los Apóstoles en Pentecostés, que salieron a conquistar el mundo para Cristo, vivamos cada día dando a nuestra existencia ordinaria un siempre nuevo sentido apostólico. En México y desde México, hasta el último rincón del mundo. Esta tierra, que ha recibido tantas bendiciones de Dios, tiene una especial responsabilidad para ser sal y luz en los cinco continentes, comenzando por los hogares de familia y los lugares de trabajo.
Y siempre, a pesar de nuestra debilidad, con la alegría de las hijas y de los hijos de Dios, con la protección y ayuda maternas de nuestra Señora de Guadalupe.
La Providencia ha querido que pueda celebrar la Santa Misa en este santuario bendito, el día de mi cumpleaños. Como solía hacer san Josemaría, extiendo mi mano para pedirles una oración al Señor, a través de la Señora del Tepeyac, por mí y por mis intenciones, que son las de la Iglesia, las de la Obra y las de cada uno de ustedes.
Así sea.