Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este domingo XXIII del Tiempo Ordinario.
En la segunda lectura de hoy, continuamos con la Carta del apóstol Santiago. Él tiene un estilo muy directo de hablar y aquí nos dice que la fe no nos autoriza a hacer diferencias entre personas, para tratar mejor a los ricos que a los pobres. Al respecto, dice: “¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman?” (Sant 2, 5).
El Papa Francisco nos ha estado llamando a ser una “Iglesia pobre para los pobres”, y creo que no se trata de que los ministros vivamos en la miseria, ni mucho menos todos los cristianos, que también deben ser discípulos de Cristo, sino que se trata de evitar todo despotismo, toda presunción de bienes ante los que no tienen, así como de cualquier forma de desprecio a los pobres, por el hecho de ser pobres. Se trata de que ellos tengan su lugar en la Iglesia y que la Iglesia les ayude a ser sujetos de su propia superación humana integral. Se trata no sólo de darles la asistencia inmediata, sino de brindarles promoción humana y de aprender a compartir con ellos en su propio ambiente. Al pobre en general le gusta dar de su pobreza y que la gente de mejor posición social se siente con sencillez a su mesa.
Los profetas anunciaban que el mesías esperado daría vista a los ciegos, oído a los sordos, el caminar a los cojos y el hablar a los mudos, tal como lo dice el profeta Isaías en la primera lectura de hoy. Jesús realizó muchos milagros en los que se cumplieron las promesas de los profetas. Sin embargo él no agotó la sanidad de todos los enfermos, pues la enfermedad es una realidad humana que nunca nos abandonará; más sus milagros acreditaban su enseñanza la cual dejaba ya salud y fortaleza en los corazones de los creyentes.
Por otra parte, los milagros continúan ocurriendo hoy en día para seguir acreditando a Cristo y a su Iglesia, que es su cuerpo, muchas veces valiéndose de la intercesión de algún santo del cielo, de alguno de la tierra o de toda la comunidad cristiana, aunque sabemos que finalmente todo es obra de Dios. La fe nos lleva a creer siempre en el poder del Señor, aún cuando todo se vea humanamente perdido. Algunos dirán que no necesitan de otro intercesor más que de Cristo; pero eso es una forma de individualismo religioso y no hemos de olvidar que cada uno de nosotros forma parte del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.
El Salmo 145 que hoy proclamamos, nos lleva a exclamar: “Alaba alma mía al Señor”. El creyente alaba al Señor, pues reconoce que todo lo bueno que acontece viene siempre de Él, sea en forma natural o en forma milagrosa. Es el Señor quien hace justicia a los oprimidos, quien da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos; abre los ojos al ciego, endereza a los que ya se doblan, ama a los justos y guarda a los peregrinos. Todos los que hacen obras buenas y de justicia, sean gobernantes, gente de la sociedad civil o de la Iglesia, son siempre la mano de Dios, porque es Él quien inspira, guía, fortalece y acompaña las obras del bien.
En el santo evangelio de hoy según san Marcos, a Jesús le presentan a un hombre sordo y tartamudo para que lo cure. Es un fenómeno natural que quien no puede oír, aunque no tenga dificultades físicas para hablar, no pueda hacerlo o lo haga con torpeza, ya que el oído dirige la facultad del habla. Muchos hemos sido testigos de personas que se ponen a cantar la canción que están escuchando en los audífonos a todo volumen, y aunque sean personas que cantan bien, se desentonan por no tener control de su propia voz, ya que no se están escuchando a sí mismos.
Tener presente este fenómeno nos puede llevar a una conclusión y reflexión, en el sentido de que nunca sabremos dialogar mientras no sepamos escuchar. Cuántos matrimonios creen dialogar cuando uno no escucha al otro o cuando ninguno de los dos escucha, pues mientras uno habla, el otro está preparando el argumento con el que cree que va a vencer en el supuesto “diálogo”.
Antes de saber escuchar a los demás hemos de aprender a escucharnos a nosotros mismos, de darnos cuenta quiénes somos y cómo estamos; pues aunque tú creas que ya te conoces, este autoconocimiento debe actualizarse diariamente para saber cómo te encuentras hoy físicamente (cansancio, enfermedad, etc.), emocionalmente (alegre, triste, entusiasta, animado, desanimado, etc.) y espiritualmente (en paz con Dios, con remordimientos de conciencia, etc.). Si no me tomo en cuenta a mí mismo, puedo distorsionar mi diálogo, haciendo responsable de mis estados personales a mi interlocutor.
El mejor diálogo diario, que me lleva a conocerme mejor, que me ayuda a tener los mejores diálogos con otras personas, es el diálogo con nuestro Señor. Muchos hay que rezan, pero no dialogan con Dios, porque en su modo de rezar parecen taparle la boca a Dios para que los escuche sin dejarlo hablar. Si nos disponemos a escuchar al Señor en la oración, le pedimos que nos hable y ponemos atención, ciertamente Él nos hablará de un modo peculiar, que podemos descubrir si en verdad tenemos la intención de escucharlo.
A Jesús le pidieron que impusiera las manos al hombre sordo para curarlo, pero no dice el evangelio que Jesús le impusiera las manos, ni que simplemente de palabra le ordenara quedar sano al hombre; sino que Jesús usa otros signos particulares, metiendo sus dedos en los oídos de aquel hombre y tocando su lengua con su saliva.
Estos signos nos recuerdan la narración del libro del Génesis, cuando el Creador formaba la figura del primer hombre hecho de barro (cfr. Gn 2, 7). Así Jesús con su poder divino, crea en aquel hombre la capacidad de escucha y la capacidad del habla, añadiendo una palabra, un mandato, diciéndole: “Effetá”, que significa “ábrete”. El milagro mayor que ahí realizó Jesús fue la constitución de un nuevo discípulo, que desde entonces escuchará la Palabra de Dios y la podrá predicar
En el Bautismo de los niños existe un momento durante el rito que se llama “Effetá” (¡Ábrete!), donde el sacerdote o el diácono que bautiza, con los dedos de su mano en cruz como para persignarse, hace una cruz en los oídos y en la boquita del bebé, mientras le dice: “El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su Palabra y profesar la fe, para alabanza y gloria de Dios Padre. Amén”. Pues bien, ya es tiempo para todos los jóvenes y adultos bautizados, de que escuchemos la Palabra y proclamemos nuestra fe. No seamos sordos ni mudos al Evangelio.
Los pasados días, miércoles 1, jueves 2 y viernes 3 de septiembre, impuse las manos, para ordenar diáconos transitorios cada día, a un seminarista en su propia parroquia de pertenencia. Ellos, quienes ya terminaron su formación en el Seminario, están sirviendo, uno en el Seminario Menor, otro en Chacsinkín y el tercero en una parroquia de Mérida. Ejercerán su diaconado el tiempo de seis meses a un año, como lo marca el Derecho de la Iglesia, para luego ser ordenados presbíteros.
Oremos por ellos, para que desempeñen santamente su ministerio diaconal; también oremos por nuestro Seminario y por nuestra Arquidiócesis, ya que en dos años al menos, no tendremos ordenaciones; y oremos para que el Señor nos conceda tener muchas vocaciones sacerdotales, así como la perseverancia de nuestros actuales seminaristas.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán.