Nunca debemos cansarnos de volver a empezar, de intentar de nuevo, de seguir luchando. Los misterios de la fe, que celebramos a lo largo del año, impulsan este deseo de renovación, van encendiendo el corazón y dejan que se asome la novedad de la fe cristiana que queremos abrazar, a fin de no sucumbir a la desesperación, a la tristeza, a la resignación y a la indiferencia.
La falta de motivación no se relaciona únicamente con la rutina y el cansancio, pues conforme pasa el tiempo también vamos enfrentando situaciones complejas que, además de cimbrarnos en la vida, dejan un llamado superior para no doblegarnos y para desear una vez más ser mejores y comenzar otra vez.
Si bien se puede tratar de acontecimientos dolorosos y oscuros que al principio nos meten en crisis y provocan un desequilibrio, sin embargo, en la medida que nos vamos sobreponiendo también nos llevan a reflexionar, a dejar de echar culpas y a tratar de percibir las lecciones y las luces que dejan estas tribulaciones.
Es más fácil echarle la culpa de nuestra tristeza y de nuestros problemas a los demás y a los criterios de este mundo. Pero debemos aprender dónde mirar, a dónde dirigir nuestra mirada, pues si vemos solo el suelo, si no dejamos de mirar a ras de piso, nos quedaremos sin esperanza y nos mantendremos en la tristeza ante las presiones que sentimos y las dificultades que enfrentamos.
¡Levanten la cabeza! Es una de las principales invitaciones de Jesús en este tiempo. No podemos caer en el desánimo ni resignarnos con lo que está pasando; no podemos vivir como si hubiéramos perdido la batalla. Hay más luz en el cielo que sombras en la tierra y no hay que dejar de mirarla. Por eso, ¡levanten la cabeza!
El adviento y el Jubileo nos traen esta luz y quieren meternos en esta corriente de gracia para seguir luchando y esperando. Es cierto que nos desanima el recordar que hemos intentado mejorar tantas veces y no lo hemos conseguido. Resulta muchas veces doloroso, frustrante y paralizante recordar todos aquellos intentos y las ganas que teníamos de ser mejores, y no haberlo logrado. Un historial así nos puede orillar a vivir decepcionados o desconfiados de nosotros mismos.
Por supuesto que es muy difícil olvidar y no quedar condicionados por esas caídas, retrocesos y fracasos que hemos tenido. Pero hace falta en este tiempo de gracia sentir la voz de Dios y tocarnos el corazón para darnos cuenta que sigue siendo un nuevo llamado, que Dios ratifica su confianza en nosotros y no nos deja de acompañar para que lleguemos a consolidar este anhelo de renovación que está en nuestro corazón.
No debemos descartarnos a nosotros mismos por todas las veces que hayamos caído, por todas las ocasiones que no hayamos logrado cristalizar nuestro propósito de cambio. Se trata de un llamado nuevo que no podemos desconocer porque este llamado de Dios coincide con el anhelo más profundo que experimenta nuestro corazón.
Así que no podemos descartar por capricho, o por desconfianza, o por coraje, el llamado a mejorar, y el llamado a la santidad, a pesar de que muchas veces lo hayamos intentado y no lo hayamos podido lograr. Dice el P. Jesús Martínez García que:
“La santidad en esta tierra no consiste en la ausencia de tentaciones, sino en tener las potencias ordenadas. No consiste incluso en no tener caídas, sino en levantarse siempre. Para la santidad es preciso luchar, esforzarse por hacer el bien, pero tampoco la santidad consiste esencialmente en el esfuerzo. La santidad consiste en estar unido a Cristo por la gracia”.
Seguramente en otros momentos no lo hemos logrado porque hemos confiado en demasía en nuestro esfuerzo más que en la fuerza de Dios, hemos puesto el acento en nuestra disciplina y en nuestro trabajo, dejando de invocar el poder de la gracia de Dios. El aspecto de la gracia es lo que resalta el adviento y el santo Jubileo. Dios santifica a su pueblo, llega a nuestra vida y quiere engendrarnos en la esperanza.
En este camino nos animan las palabras del padre Pío: “No hay que desanimarse; porque, si existe en el alma el esfuerzo continuo por mejorar, al fin el Señor la premia, haciéndola florecer de golpe en todas las virtudes, como en un jardín florecido”.
A la hora de emprender este camino de conversión y renovación cuenta mucho la humildad que tengamos para reconocer nuestras fallas y las cosas que no hemos hecho bien. Por allí debe comenzar nuestro esfuerzo, impulsados por la gracia de Dios, para ir mejorando en las cosas concretas que tenemos la capacidad de reconocer.
Hace falta, por lo tanto, la claridad y la humildad para reconocer nuestros errores y pecados. Pero es fundamental en este proceso reconocer que Dios sigue actuando en nuestra vida, descubrir con sorpresa y gratitud todo lo que Dios hace por nosotros, incluso en los momentos en los que nos hemos alejado y hemos sido más ingratos.
Hay que ver lo que Dios está haciendo por nosotros. Seguramente hemos hecho cosas malas, pero no hay que dejar de reconocer el bien que Dios sigue haciendo en nosotros. Como llega a reflexionar Jesús en el santo evangelio, si nosotros siendo malos sabemos dar cosas buenas a nuestros hijos, imagínense entonces todo el bien que Dios derrama en nosotros.
Si perdemos la motivación y la esperanza para mejorar y convertirnos, seguramente esto se debe a que vemos de manera obstinada nuestra propia realidad y dejamos de ver y sorprendernos que Dios nos sigue amando. Este descubrimiento es el fundamento de la esperanza: Dios sigue actuando en mí, Dios sigue acompañando mi vida, a pesar de los errores que he cometido.
El hombre es un ser que espera. Nunca la humanidad ha dejado de esperar tiempos mejores. En este tiempo hay que reconocer la pedagogía de Dios, ya que educa nuestras expectativas y nos habitúa a saber esperar. Para esperar hay que tener un deseo en el corazón, el cual se convierte en el motor de una vida.
Todos queremos ser felices y que no nos falte nada. Queremos encontrar el amor, tener una familia unida, una Iglesia comprometida, un país justo, un buen trabajo, etc. Dios va educando este deseo para que no se convierta en un reclamo.
Hay mucha gente enojada porque han transformado estas expectativas que tienen en la vida en exigencias, en reclamos. Cuando pretendemos que los otros realicen lo que llevamos en el corazón y no lo hacen, entonces viene el enojo y la reclamación. Cuando tengo la pretensión de que me hagan feliz, de superar la enfermedad y tantos problemas y esto no se realiza, entonces se experimenta coraje y frustración. Unos se mantienen en el enojo y otros se resignan a vivir así.
Dios va inflamando nuestro deseo para que no dejemos de seguir esperando. Tener esperanza es conservar este deseo en el corazón y dejar que se cumpla en los tiempos y en las formas que Dios quiere. Por lo tanto, Dios nos sostiene en la esperanza para que de la expectación no pasemos a la reclamación. Así que nos toca fiarnos del Señor.
Durante este tiempo de adviento hay que tener presente que la esperanza trabaja allí donde no parece haber remedio. Por eso, dice el teólogo moralista Bernhard Häring que: “Cuando se ha encontrado el sentido último de la vida, la esperanza comunica, en medio de los sufrimientos más atroces, una fuerza inagotable”.
Le pedimos a Dios que este tiempo de adviento y el año jubilar nos sostengan en la esperanza, delante de tantos signos de desolación y de muerte que hay en nuestra sociedad. Nuestro deseo queda expresado en las palabras de San Pedro Damián:
“¡Que la esperanza te conduzca a la alegría! ¡Que la caridad despierte tu entusiasmo! y que en esta embriaguez tu alma se olvide que está sufriendo, para florecer caminando hacia lo que hay dentro de ti”.