Vivimos tiempos de agresiones y de insultos sistemáticos

Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Pbro. José Juan Sánchez Jácome

Somos muy rápidos para condenar a los demás, pero muy lentos para juzgarnos a nosotros mismos. Somos primarios y viscerales cuando se trata de echar en cara las fallas de los demás, pero muy lentos y hasta cínicos cuando se trata de justificarnos a nosotros mismos, pasando por alto las propias debilidades.

Vivimos tiempos de agresiones y de insultos sistemáticos; se nos pasa la vida peleando, discutiendo, criticando y ofendiendo continuamente. No hay forma de controlar esos arrebatos que constantemente nos llevan a estar ofendiendo, condenando y burlándonos de las faltas de los demás, porque hay una mentalidad que nos lleva a condenar fácilmente a los semejantes. Nos arrastra la vorágine del ambiente político que termina por instalarnos en la ofensa sistemática y en el desprecio a los demás.

Para echar un vistazo a este mundo que nos atrapa en la agresión sistemática, basta que nos asomemos al discurso político, a los medios de comunicación y a las redes sociales para dimensionar el problema y advertir la complejidad del momento que vivimos. Muchos insultos y descalificaciones. No hay paciencia, no hay cordura, no hay caridad, no hay discernimiento, no hay ponderación ni escrutinio, no hay sensatez ni sentido común, no hay ni siquiera piedad ante los errores y las desgracias que se presentan en la vida.

Alguien fija su postura sobre algún tema y se reacciona de manera visceral, sin el mínimo respiro y discernimiento; no hay forma de corroborar la verdad, no hay capacidad para el discernimiento. En el fondo se trata de un problema de falta de buena voluntad. Traemos mucho odio y mucha violencia y la sacamos de muchas maneras.

Ante este panorama que llega también afectar a los creyentes habrá que señalar algunas recomendaciones basadas en la espiritualidad cristiana.  Cuando venga esta tentación de condenar y juzgar a los demás primero hay que pensar si no nos pasamos a traer a nosotros mismos, porque puede ser que lo que juzguemos sea el mismo defecto, el mismo error, la misma problemática que estamos viviendo. En el fondo criticamos cosas que también son nuestro problema. Se trata, por tanto, de ver si lo que criticamos no forma parte penosamente de nuestra propia realidad.

En segundo lugar, reconocer que somos del mismo barro. A lo mejor en este momento no estoy cayendo en ese error, pero nada me asegura que no caeré. Quizá en este momento no estoy faltando como las personas que critico, pero eso no me asegura que llevaré una vida impecable. Todos somos del mismo barro y si no caemos ahora caemos mañana. Esto nos debe hacer más prudentes, más humanos y más caritativos a la hora de señalar las faltas de los demás.

En tercer lugar, para nosotros es un imperativo la misericordia. Nuestra vida no se puede entender sin la misericordia que Dios ha tenido con nosotros. Dios nos ha visto con ternura, comprensión y misericordia, incluso llegándonos a amar de una manera especial en el momento que menos lo merecíamos.

Si esa es la medida que hemos recibido de parte de Dios, es la medida que debemos aplicar en relación con nuestro prójimo. Para nosotros es un imperativo, no nos podemos desbordar en juicios temerarios y en críticas sin caridad contra nuestros hermanos cuando hemos sido tratados de manera exquisita de parte de la misericordia.

En cuarto lugar, siguiendo el ejemplo de los santos, podemos señalar la necesidad de pedir la gracia del buen humor, de no tomarnos tan a pecho las críticas, de no dejar que nos gobierne el orgullo, ya que la ira nubla la cordura y la inteligencia. A Santo Tomás Moro se le atribuye la oración del buen humor y sus biógrafos dan fe de su fino sentido del humor que lo asistió hasta en momentos verdaderamente trágicos. En una de las partes de esta oración expresa: “No permitas que me preocupe demasiado por esta cosa embarazosa que soy yo”.

Margarita, una de sus hijas, lo visitó en una ocasión en la Torre de Londres y le argumentó que el secretario Cromwell mandaba decir que el Parlamento aún sesionaba, y que leyes adicionales podrían poner nuevamente a Moro en peligro de sufrir la pena de muerte. Tomás Moro respondió, entonces, que no habría ley que podría ponerlo con justicia en mayor peligro, y en tal caso, “un hombre puede perder la cabeza sin sufrir daño”.

Cuentan sus biógrafos que caminó hacia el martirio con la naturalidad de quien cumple un deber. Y ni siquiera ahí abandonó aquella cordura de espíritu que tan armoniosamente se aliaba a su invencible energía. Lo exhibió en dos momentos extremos de indefectible humor inglés. Como estaba poco firme la escalera del patíbulo, le pidió al verdugo que lo ayudase a subir: “Con respecto a bajar -añadió jocosamente- yo me las arreglaré solo”. Después de haber abrazado al verdugo, se arrodilló y le pidió tiempo para arreglar la barba. Bromeando, dijo después al verdugo: “No la cortes, ella no tiene la culpa”.

Por otra parte, Joaquín Navarro-Valls, portavoz de la Santa Sede en tiempos de Juan Pablo II, señalaba esta cualidad del buen humor en la vida de los santos: “He convivido con tres santos: Mons. Escrivá de Balaguer, Juan Pablo II y Madre Teresa de Calcuta. En los tres se veía inmediatamente el sentido del humor, incluso en situaciones en las que todo hacía pensar que lo más adecuado era llorar. El buen humor es como una virtud que el cristiano debe vivir y proponer como un rasgo definitivo del cristianismo”.

En una ocasión, san Josemaría y algunos sacerdotes más se perdieron en coche por las calles de Madrid. El conductor, un tal César, tenía muy poca experiencia. Los pasajeros estaban petrificados de miedo, sobre todo cuando el automóvil se salió de la carretera y circuló unos cuantos metros por la acera. Finalmente, chocó contra una farola. En el tenso silencio que siguió al accidente, San Josemaría dijo: “Ave, Caesar, morituri te salutant!” (repetía así la frase que los gladiadores dirigían al Cesar romano desde la arena: ¡Ave, Cesar, los que van a morir te saludan!). De este modo, la tensión y el miedo desaparecieron.

Dice Antonio Rojas que el sentido del humor tiene un potencial positivo tan enorme que es capaz de cambiar el insulto en motivo de risa y alegría. Se cuenta que George Bernard Shaw recibió en cierta ocasión una carta curiosa. Era una cuartilla en la que no se leía más que una palabra: «Imbécil». Ante ese hecho, Shaw comentó: “He recibido en mi vida muchas cartas sin firmas, pero ésta es la primera vez que recibo una firma sin carta”.

No nos dejemos alcanzar y atrapar por este ambiente de insultos y descalificaciones que termina por amargarnos la vida y desafiar a los demás por cualquier motivo. Somos del mismo barro; volvamos a la misericordia y la caridad cristiana para sustraernos de este ambiente agresivo al que nos jala todos los días el discurso político.

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