Dios me dio el privilegio de haber nacido el 12 de octubre, que no es el día de la raza ni muchos menos el día del respeto a la diversidad cultural –como quieren los marxistas-, sino el Día de la Hispanidad.
La Hispanidad es un ideal épico que encierra un ideario sublime. Es un exquisito e inagotable don de Dios o, mejor, una amalgama de dones divinos. Podríamos destacar mil cosas de la Hispanidad, pero a las puertas de este nuevo aniversario de la gloriosa Conquista, destaco un aspecto de la Hispanidad, tal vez el más fascinante: ¡el Imperio! ¡Sí! ¡El Imperio!
La Hispanidad implantó y gestó el máximo Imperio Católico de toda la Historia. El Imperio Español era titánico. En él no se escondía el sol. Fue un Imperio de épica, de hazañas, de caballeros, de misiones martiriales, de quijoterías, de heroicidades y mística.
Algunos dicen que no hay que hacer una leyenda de oro de la Conquista de América. Estoy de acuerdo: la Gesta de Dios por medio de España no se puede ensalzar en términos crematísticos o monetarios sino sobrenaturales.
La Hispanidad no se apoya en el oro sino en el milagro… en los milagros de Dios. La Historia de la Hispanidad es una historia de milagros divinos y heroicidades españolas. Dios y la Virgen del Pilar quieren seguir operando esos milagros por medio de nuevos héroes de las Dos Españas. Seamos instrumentos del Cielo para que Dios y Su Madre vuelvan a hacer gestas imposibles por medio de la Hispanidad.
La Hispanidad es la Cristiandad en Hispanoamérica, en la cual Dios fue pródigo. Podríamos citar incontables ejemplos de la esta síntesis de prodigalidad divina y heroísmo hispano, pero en estas líneas nos contentaremos con uno traído a colación por el Padre Iraburu en su elogio a las Reducciones Jesuíticas en América:
Las celebraciones religiosas eran frecuentes, y tan variadas y coloristas que apenas intentaremos describirlas, pues, al toque de las campanas, constituían un marco de vida permanente, lo mismo al levantarse que al finalizar el día, al ir al trabajo o al regresar de él, en los cantos y danzas: todo en las reducciones era vida explícitamente religiosa y cristiana.
Estos nuevos cristianos, dice el padre Mistrilli, confesaban con frecuencia sus pecados, y con «abundantes lágrimas. Salvo los muy jóvenes, todos son admitidos a la santa comunión, y es excepcional su devoción por la Madre de Dios, lo cual manifiestan rezando todos los días en su honor el rosario. Es admirable el fervor con que abrazan la Cruz y participan en las penas de la Santa Pasión, con castigos diversos y duros en Su honor» (102).
De pocos años después de 1700 proceden los siguientes testimonios. Mathias Strobel: «apenas se puede describir la honestidad y piedad edificante sobremanera con que se presentan los indios cristianos» (146). Anton Betschon, jesuita tirolés: «Nuestros indios imitan en la vida común a los cristianos primitivos del tiempo de los apóstoles» (129; +Maxime Haubert titula el cp. VII de su libro Una imagen de la primitiva Iglesia). El Obispo de Buenos Aires, en una carta a Felipe V: «Señor, en esas populosas comunidades compuestas de indios, naturalmente inclinados a toda suerte de vicios, reina tan grande inocencia, que no creo que se cometa en ellas un solo pecado mortal».
La épica de la Hispanidad nos da materia para llenar bibliotecas enteras. Pero, parafraseando a Ximénez de Sandoval, las letras españolas necesitan nuevos temas. Hay que darle argumentos inéditos y emocionantes para las Crónicas del próximo siglo. El actual asedio comunista a la Cruz más grande del orbe es la ocasión providencial para que vuelva a brillar el espíritu épico-heroico de la Hispanidad.
¡Viva la Hispanidad!
¡Viva el Imperio Católico!
¡Viva Cristo Rey!