Una verdad incómoda para nuestros prelados.

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El jefe del episcopado español y arzobispo de Barcelona, cardenal Juan José Omella, está evidentemente alarmado por el deterioro del medio ambiente, como puede comprobar cualquiera que atienda a sus recientes mensajes, especialmente en redes sociales, y lo compare con la poca alarma que, relativamente, parece provocarle la acelerada descristianización de su archidiócesis.

“Hombre soy y nada de lo que es humano me es ajeno”, que decía Terencio, y bien está que Su Eminencia se preocupe del futuro del planeta como podría ocuparse y preocuparse de la guerra en Siria o el precio de los hidrocarburos.

Sin embargo, y dado que la ecología es, en lo esencial, una ciencia (o debería, cuando no se convierte en una religión de sustitución), no creo irrespetuoso aventurar que lo que piense el señor cardenal del estado de los océanos no debería tener especial peso entre sus feligreses. Su competencia directa, como sucesor de los apóstoles, es la salvación eterna de su grey, que las almas que le han sido confiadas encuentren a Cristo y vayan al Cielo. Esa, y no salvar el planeta, es su misión.

Tiene ello la ventaja de que, mientras que la expresión de su angustia por el mar, que también se muere, no es probable que tenga efectos apreciables en el destino planetario, su labor celosa de pastor sí puede influir en la conciencia de los fieles, y si solo lograra enderezar a uno y ser mínimamente responsable de su salvación, ya habría hecho más que si hubiera salvado el solito el ecosistema de mil galaxias. Después de todo, las galaxias tienen los días contados, y las almas, no.

Así las cosas, y acostumbrados como estamos los periodistas a recelar del poder y a reconocer patrones de conducta, podría incluso pensarse que su súbita obsesión/conversión ecológica está estrechamente relacionada con la que expresa a tiempo y a destiempo la persona que, en términos humanos y terrenales, va a decidir el destino laboral y la esfera de poder de nuestro querido prelado.

Afortunadamente, hay un medio muy sencillo de desechar esta insidiosa sospecha. Veamos: el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático empezó a dar la voz de alarma con su misma creación en 1988, y sus mensajes han ido a más en alcance y carácter apocalíptico. Por su parte, don Juan José es obispo (auxiliar, de Zaragoza) desde 1996. Démosle unos años para discernir sobre el daño que la actividad humana estaba causando al planeta. Desde ese primer cargo episcopal hasta 2014 pasaron 18 años, casi dos décadas, tiempo más que suficiente para que se fraguara de forma independiente en la capaz mente del pastor la idea, que hoy se presenta casi como autoevidente, que el cuidado del planeta es eje de nuestra vida de fe, muy especialmente en nuestros tiempos, cuando se nos avisa que “el tiempo se acaba” (el tiempo se acababa ya hace veinte años, por cierto). Así que va de suyo que en ese largo periodo, en los escritos y alocuciones del obispo habrá, si quiera en germen, numerosas referencias a este problema central de nuestro tiempo, ¿no?

 

CARLOS ESTEBAN.

INFOVATICANA.

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