Salma Luévano Luna, en Cámara de Diputados, pretende reformar la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público para impedir y castigar el discurso de odio que pueda ser proferido por ministros de culto a través de una iniciativa presentada por el recurso de la estridencia, de lo mediático y del escándalo que causó la indignación en ciertos grupos cuando, al subir a la máxima tribuna, usó una mitra y casulla caseras parodiando a un obispo de culto católico.
Usar ese disfraz, según Luévano, es una justificación de la fe que según profesa como cualquier otro ministro:“su Dios, también es mi Dios”, dijo. Enfatizó el significado con el argumento de que su fe “también vale. Porque mi lucha es para hacerles frente en esta voz otorgada para representar a quienes no se les escucha. Todo el peso de la ley a esos líderes que incitan el odio contra nosotres”.
La forma fue escandalosa e irreverente para muchos, pero la iniciativa nada tiene de novedad al sumarse al conjunto de otras propuestas de reformas menos mediáticas con el mismo objetivo para sancionar a ministros de culto consignando esta prohibición en otras disposiciones como la Ley Federal para Prevenir y Erradicar la Discriminación o el Código Penal Federal.
En esencia, tales propuestas traen a la mesa un debate que, más allá de lo mediático, implican serias expresiones que advierten de los sesgos a las libertades y derechos humanos de los afectados. Nadie puede negar que hay sectores sociales blanco de discursos violentos y discriminatorios. No sólo los colectivos autodenominados LGBTQ, sufren del discurso de odio, grupos minoritarios religiosos, sociales o sectores vulnerables son blanco de afrentas e injurias indignates y reprobables. Si en México se contaran todas esas prácticas, sería insuficiente el número de tribunales e instancias administrativas que dieran resoluciones o sentencias al respecto.
Pero la forma que pretende resolver esta problemática tiene un fondo más inquietante que está entrelíneas en la exposición de motivos y el discurso de Luévano que pareció más un grito en el pleno desierto de la Cámara de Diputados. En este momento, y dada la polarización política, los deseos de revancha y venganza están por encima de la racionalidad ética y la axiología jurídica.
Hablar de valores y de creencias religiosas es lesivo y violento para esos sectores de izquierda que promueven las eufemísticas agendas calificadas de progresistas. En aras de su supuesta libertad y en la primacía de su discurso, se impone descartar los derechos con la mordaza represiva y el amago violento que advierte que, al amparo de las siglas de los partidos políticos como MORENA, se pueden echar mano de la bárbara retórica que pueda dar el fuero para machacar, reprimir y diluir derechos fundamentales como los de la libertad de expresión y de opinión, además de otros como el de difundir ideas y valores religiosos cuando, según dicen estos miembros de colectivos arcoiris, son violentos a sus causas e ideología que quiere imponerse como si fuera una despreciable dictadura.
Sin embargo, en la forma está el fondo. La estridencia de Luévano es un recurso que enfureció a no pocos heridos en sus sentimientos religiosos, pero esa propuesta guarda, en sí misma, el dardo que la envenena. En 1935, en un preclaro ensayo, G.K. Chesterton dilucidó sobre una crítica a sus creencias apuntando contra quienes echan mano de recursos que pretenden lesionar, ridiculizar o agraviar a la Iglesia católica. A pesar del tiempo, sus argumentos parecen tan actuales como contundentes cuando, en la parte nodal de su disertación, afirma: “El problema es la razón por la cual quienes se enfurecen con la Iglesia católica usan invariablemente una extraordinaria dicción o estilo verbal, en el que se mezcla una impresionante cantidad de cosas, hasta el punto de que el mismo orden de las palabras acaba siendo un chiste…” Efectivamente, la estridencia de Luévano sentenció su propuesta reducida a eso para el infortunio y peor descrédito del colectivo que dice representar. Un performance parlamentario que, al final, expuso un chiste que se archivará en el anecdotario de las miles de iniciativas congeladas en el Congreso de la Unión.