¿Una Iglesia sin sacerdotes?

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«Preparémonos para lo que sucederá», dice el Sucesor de Pedro; muy bien, preparémonos, desde ahora, rechazando semejantes delirios. La Iglesia no puede marchar, ingenuamente, hacia su autodestrucción.

 

Estoy azorado, y me cuesta superar mi azoramiento. A esta altura de los tiempos debería, como suele decirse, «estar curado de espanto». ¿De qué se trata ahora? Proemialmente quiero repetir lo que he escrito con frecuencia. Considero que la Iglesia Católica se achica cada vez más, en los países que otrora se caracterizaban por una mayoría numérica, de fervor, e impulso misionero. Pero, ahora, ha surgido una perspectiva espeluznante.

El Sumo Pontífice –según lo han resaltado los medios de comunicación-, hablando a los participantes del Capítulo General de los Agustinos Recoletos, alertó sobre la caída de las vocaciones sacerdotales. ¡Chocolate por la noticia! Desde este lejano rincón que es la Argentina, puedo observar, en primer lugar lo que aquí ocurre: diócesis sin sacerdotes para atender, como es debido, a los fieles católicos; para desarrollar una acción misionera eficaz; carencia de vocaciones, tanto sacerdotales como religiosas, pero abundancia, sobreabundancia, de obispos auxiliares.

Cuando en junio de 2018 fui «misericordiado» indecorosamente como Arzobispo Metropolitano de La Plata, a los dos días de cumplir 75 años, dejé en el Seminario Mayor San José (que este año celebra su Centenario) unos treinta candidatos para el clero platense. Hoy en día son apenas seis o siete. Creo que un fenómeno semejante de disminución se verifica en varias iglesias particulares. ¿Qué es lo que ha sucedido, y lo que sucede?

El Santo Padre, en su voz de alerta, ha atribuido a muchas causas el penoso problema, ¡incluida la baja en la natalidad! Es evidente que la guerra que obispos, sacerdotes, instituciones eclesiales, conferencias episcopales enteras, declararon a la profética encíclica Humanae vitae, de Pablo VI, no podía producir sino frutos amargos. También observa el Pontífice que es escasa la capacidad de la Iglesia para atraer a los jóvenes. ¡De acuerdo! El progresismo posconciliar viene socavando, desde hace medio siglo, todos los cimientos de la Pastoral Juvenil, y de la Universitaria.

Entre nosotros, el progresismo, y el tercermundismo, liquidaron aquel trabajo paciente que muchos sacerdotes realizaban, sobre todo, con su entrega al Confesionario, y a la Dirección Espiritual. Siendo yo joven presbítero he trabajado en ese campo con singulares frutos; había sacerdotes mayores, y mejores que yo, que constituían un ejemplo de sensatez, sencillez, y fervor, en el trato con los jóvenes. El progresismo que invadió los seminarios, con la tolerancia medrosa de los obispos, ha logrado la desolación presente.

No deseo generalizar indebidamente; ignoro cuál es el panorama en África, o en las Filipinas. Me parece que lo que ocurre en Argentina se verifica en otros países de Hispanoamérica. Un drama reciente es la cancelación de presbíteros, y de obispos, que aman y siguen la gran Tradición eclesial; y por esa razón el oficialismo progresista no los puede perdonar. Una Iglesia sin sacerdotes. Francisco propone, ante este panorama, «preparar al laicado, a la gente, para que siga con la pastoral en la Iglesia. Y ustedes, ¿han preparado gente que siga con vuestra espiritualidad que es un don de Dios para que lo lleven adelante?» Y agrega: «Que el Señor mande vocaciones, pero que también nos prepare para entregar nuestro don cuando seamos menos, a quien pueda colaborar con nosotros». La oración para pedirle al Señor vocaciones es un recurso que se empleaba, frecuentemente, desde cuando yo era un adolescente miembro de la Acción Católica. Quizás mi vocación fue fruto de aquella insistencia. La oración que ahora el Papa propone se dirige a que «nos prepare para entregar nuestro don cuando seamos menos, a quien pueda colaborar con nosotros».

Estos designios asombrosos se explican porque, según las orientaciones actuales, la predicación de la Verdad católica, y de los Sacramentos, carecen de importancia. En varios escritos me he ocupado de este problema gravísimo. ¿Qué trabajo pastoral se piensa encomendar a los laicos? Quizás el esfuerzo por mejorar la vida social, la penuria de los pobres, la superación de los peligros que entraña el cambio climático, y la deforestación de la Amazonia; la búsqueda de la fraternidad universal (fratelli tutti); la difusión de los nuevos paradigmas, según se los llama; y la competencia con la masonería, y el capitalismo financiero internacional. ¡Muy bien! que los cristianos se ocupen de estos problemas. También podrían asumir la catequesis; lo cual se viene realizando desde hace un siglo. Y, eventualmente, por caso, la celebración del Bautismo, en circunstancias excepcionales. Pero, ¿la Eucaristía, la renovación incruenta del Sacrificio del Señor, en la Misa? ¿Y la confortación de los enfermos mediante la Santa Unción? ¿Y el perdón de los pecados, en el Sacramento de la Penitencia? ¿Podrá la Iglesia prescindir de estos sacramentos, que son la fuente de la Gracia? Quizás se especula con atribuir a los laicos facultades específicamente sacerdotales. ¿El Sínodo alemán se dirige a esas «soluciones»? Porque Roma calla. Y, en este drama tremendo, se cumple el refrán qui tacet consentire videtur.

El azoramiento que me embarga llega a esta convicción: vamos hacia la destrucción de la Iglesia Católica. Vamos sinodalmente: lo que importa es el mentiroso syn (con); mentiroso, digo, porque finalmente todo se reduce al úkase pontificio. El hodós, el camino, lleva a la alteración sustancial de la Verdad católica, y de la institución eclesial.

«Preparémonos para lo que sucederá», dice el Sucesor de Pedro; muy bien, preparémonos, desde ahora, rechazando semejantes delirios. La Iglesia no puede marchar, ingenuamente, hacia su autodestrucción.

El Apóstol Pedro, en su Primera Carta, escribió que está cerca el fin de todas las cosas (pantōn de to telos ēngiken) Por eso recomienda la prudencia (sōphronēsate) y la oración, una vigilancia orante (1 Pe 4, 7).

Al comienzo hablé de mi azoramiento. Azorar significa asustar, conturbar, sobresaltar. Pero, también, encender, infundir ánimo. Estos sentimientos contrastantes nos agitan, pero también llevan a una serenidad más consciente, a la sophrosyne, de la que hablaba San Pedro. Confiemos en Cristo, Señor y Esposo de la Iglesia, y en la Virgen Inmaculada, que es su imagen y su Madre.

 

Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata
Buenos Aires, viernes 18 de Marzo de 2022.
Primeras Vísperas de San José; Patrono Universal de la Iglesia.

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