Pocas veces tiene uno la “fortuna” -el regalazo del Señor- de tropezarse en la vida con un santo. Yo la he tenido varias veces. Pero el más grande santo con el que me he tropezado ha sido con mi querido P. Jesús Guerrero, sacerdote diocesano de Cádiz y párroco emérito de la Parroquia de San Pedro y San Pablo -Iglesia Mayor- de San Fernando.
Ahora vengo de despedirme de él. Hoy ha fallecido después de años en silla de ruedas con una enfermedad degenerativa que no le ha hecho en ningún momento ni perder la sonrisa, ni dejar de celebrar la misa revestido, desde un rincón del presbiterio.
Lo conocí cuando llegó a La Isla hace 25 años. De pequeña estatura, pero abierto, simpático, con clériman y vestido de negro. Me causó buena impresión. Pero la sombra de ese otro gran sacerdote que tanto había hecho por nosotros y al que venía a sustituir, el P. Alfonso, era muy potente.
Poco a poco se fue ganando a todos. Recuerdo que lo primero que hizo fue organizar una marcha con los jóvenes, a la que fui invitado, con algunos de mis hijos, a la “vía verde” de la sierra gaditana. Allí estaba él, andando el primero, fibroso, y animando a todos. Recuerdo el baño en la cascada y el día maravilloso que pasamos.
Se hizo uno con todos para ganarlos a todos. Y bien que los ganó. En su despedida han estado pasando filas de jóvenes y mayores de toda la ciudad, no solo de sus grupos de parroquia, para despedirse de él. Lo he visto y soy testigo.
Era un sacerdote de Jesucristo y de una doctrina sana, firme, inconmovible, pura y sin remiendos. Ponía por delante siempre al Señor. No se cansaba de hablar de él. Llamaba al pan, pan, y al vino, vino.
Se dejaba invitar por los muchos matrimonios de su parroquia para comer o merendar con ellos, y las conversaciones eran siempre de temas familiares, en los que entraba con suavidad, cercanía, cariño, sin violentar nada, para llevarlos siempre al mismo fin: Jesucristo es la solución a todo.
Siempre contento. Siempre con su sonrisa. No dejaban de preocuparle los problemas de la gente, pero nunca, nunca, perdió la paz. Estoy seguro de ello. Creo que estaba dotado de unas capacidades sobrenaturales que yo no he visto nunca. Y eso que conozco a sacerdotes y a cristianos de fe comprometida. A muchos. Pero el cura Jesús era único.
Recuerdo que vino a la celebración familiar de la Primera Comunión de mi hija Ester. Como uno más de la familia y hablando con todos, familiares más cercanos o más lejanos. Siempre veló por la salud de mi matrimonio y por la fe de mis hijos. Hablaba con los que estaban, y a los que no veía siempre preguntaba por ellos. Siempre se acordaba.
Era pura amistad, simpatía, misericordia con todos. Y una humildad fuera de lo normal. Pero diciendo siempre la verdad oportunamente. Sin alaracas. Con un don de prudencia exquisito. Se la decía a un feligrés difícil de apacentar y a un político que pasara por allí. Precisamente su humildad creo que le acercaba a la verdad y le obligaba a tener que proclamarla.
Con él fui a Fátima por primera vez, pues era uno de sus lugares favoritos de peregrinación. Iba a menudo en coche, con otros sacerdotes. Organizó una peregrinación al pronto de llegar a la parroquia y se esforzaba en que todos la vivieran: el rosario de antorchas, la eucaristía, el via-crucis, hasta el museo de cera de la vida de Cristo.
Sus predicaciones, sin ser llamativas ni altisonantes, sin tener nada del otro mundo, me encantaban. Hablaba directo y siempre, siempre, de forma kerigmática: te anunciaba a Jesucristo. Te ponía al Señor por delante. Eran cristo-céntricas. Fuera el tema que fuese. Y eso me atrapaba y me ayudaba cada vez que lo escuchaba.
Pero es que así era también en las charlas espirituales privadas. Un director espiritual como ya no los hay. Pero también sin proponérselo. Sin ser el “prototipo” de director espiritual. Tenía siempre su agenda en el bolsillo para darte cita. Siempre había un hueco para ti. Te subía a su casa, te esperaba en el despacho, te atendía en el confesionario. Y ya, por último, recibía a numerosas personas que acudían a él en el seminario donde vivía, atendido y arropado por los jóvenes seminaristas. Los mismos que han recibido la mayor lección para ser sacerdotes del siglo XXI: entregarse y entregarse. Desposeerse de sí mismos. No tener vida propia. Poner a Jesucristo en el centro. Y todo esto con la mayor sencillez y humildad. No ser nada para serlo todo.
Así vivió Jesús Guerrero en mi ciudad durante veinticinco largos y fructuosos años en los que unió matrimonios, evitó desgracias y rupturas, formó hombres y mujeres de fe, consoló extraordinariamente a muchos enfermos, repartió los sacramentos dando vida verdadera a todos. Hizo una pastoral infantil y juvenil envidiable. No desatendió en ningún momento las necesidades de las muchas cofradías que había en su iglesia.
Mención aparte merece cómo acogió como un padre a la Hermandad del Rosario en sus Misterios Dolorosos, querida hermandad de la ciudad, que fue incomprendida y expulsada de su parroquia de origen.
Y en esa línea, cómo “aprovechaba” a sacerdotes “jubilados” que se hubieran sentido “inservibles” si no hubieran encontrado el calor y la acogida del P. Jesús. Los llamaba, los animaba en su ancianidad, los servía, hacía unión y amistad con ellos, les ofrecía celebrar misa con él. Y se sentían útiles. Y esto lo hizo con muchos.
Verdadera fraternidad sacerdotal. Pero hecha vida, puesta en práctica. Nada de palabras.
Lo acompañé en cierta ocasión a visitar a dos sacerdotes muy mayores que vivían en una residencia de ancianos. Para él era una obligación de lo más normal, que la hacía semanalmente y con gusto. Me impactó cómo los trataba, con el cariño y la delicadeza que les preguntaba si todo estaba bien y qué necesitaban.
Jesús era un sacerdote de oración y acción. Si. Acción. Aunque pueda parecer lo contrario. Porque aterrizaba siempre en cosas que se podían hacer. Porque siempre tenía un proyecto. Y porque siempre, los consejos que daba, eran para la vida práctica. Para vivir en cristiano.
Y era un hombre de profunda oración, lo sabemos todos. Tiempo en el sagrario, en su habitación, rezando y meditando. Sin prisas. Era un hombre que no tenía prisas. Vivía en el ritmo de Dios. Porque confiaba plenamente en él, y ese era otro de los ejes de su vida y del legado que nos deja.
Si tienes problemas en tu familia, confía en Dios. Si hay problemas en el trabajo, confía en Dios. Si no puedes con esa carga, abraza la cruz y confía en Dios. No había más.
Antes de entrar a hablar con el P. Jesús, todos sabíamos lo que nos iba a decir. Pero todos queríamos que nos lo dijera él, con sus palabras, su forma de mirarnos, de acogernos, de hacernos sentir únicos, importantes, queridos por Dios infinitamente. Porque él mismo se sentía así: amado por el Padre del Cielo. Tenía esa experiencia.
Y ahora quiero revelar algo que nunca digo: lo que más me impresionó de él. Fue al poco de llegar, que le tocó “proclamar la fe”, que es un momento del recorrido del Camino Neocatecumenal consistente en exponer tu vida según la fe, públicamente, en la parroquia -por supuesto, él atendía desde que llegó al Camino y recibía el alimento espiritual de él, tanto como del Opus Dei, el cual conoció desde su adolescencia-.
Pues bien, le tocó proclamar a él, como un hermano más. Yo estaba allí sentado ese día. Y lo hizo sin vergüenza alguna, ante decenas de personas que llenaban la iglesia, y quedamos impactados de su humildad y de la obra de Dios en él.
Habló de sus pecados de juventud y de madurez con una humildad, con una entereza y con una clarividencia que nos hizo a todos alabar a Dios. Aún recuerdo cómo un matrimonio delante de mí comentó en voz baja: “ves, hasta los curas más santos tienen pecados…” Fue realmente edificante.
Sería incontables sus recuerdos, sus actos de servicio, sus atenciones y consejos, su trabajo inmenso… Porque el “éxito” de este cura era ese: trabajar en silencio, en servicio, en modo parroquia al cien por cien, 24/7, como solemos decir.
Nos contaba como los jueves, cuando no estaba aún jubilado, los tomaba para “descansar”. Su descanso consistía en andar con otros sacerdotes grandes caminatas por el campo, hablar y comer con ellos en alguna venta, y volver a la parroquia después del café para la misa de la tarde, con nuevas energías.
En fin. El P. Jesús Guerrero, sacerdote santo y entregado a Jesucristo y a la Iglesia. Ha sido importantísimo en nuestra vida personal, matrimonial, y en la de nuestra familia, bautizando a dos de nuestros hijos y estando presente en muchos eventos familiares. Siempre ha estado orientándonos, apoyándonos, queriéndonos, desde hace 25 años.
La última vez estuvo en casa ya muy impedido, pero comió con nosotros y nos confesó y nos habló, ya casi sin entenderse y sin fuerzas. Pero con un afecto y dignidad sacerdotal gigantescos.
Lo vi por última vez en la fiesta de Reyes Magos de la parroquia. En el presbiterio, revestido con el alba y con su eterna sonrisa, y los niños le dieron un aplauso, pues él era el mejor regalo que podía tener esa parroquia. Ya era un niño más que estaba casi naciendo de nuevo para el cielo.
Libre. Desprendido. Humilde. Generoso. Orante. No he visto sacerdote igual. Nos deja un vacío que solo lo puede llenar el que era siempre el centro de su vida y a quien nos remitía continuamente: Jesucristo, el Señor.
Ya es santo súbito para los que tuvimos el gran regalo de Dios de conocerlo.