La semana pasada, mientras estaba en la Misa, antes de la comunión, una señora se acercó a mí para pedir si podía orar por su hija. Mi respuesta fue inmediata: «Claro, con mucho gusto. ¿Cómo se llama su hija?» La señora me proporcionó el nombre de su hija y me explicó que su salud había empeorado debido al cáncer, y estaba experimentando fuertes dolores de cabeza. Por lo tanto, solicitaba oraciones por ella.
Después de esto, fui a comulgar y, al regresar, noté que la señora estaba recogida en oración.
Esta experiencia me hizo recordar que todos necesitamos oraciones. Todos necesitamos que otras personas intercedan por nosotros, para sentir a través de ellas el dulce consuelo de Dios.
También me hizo reflexionar sobre la importancia de nuestras acciones, ya que estas definen nuestra coherencia. Si somos verdaderamente personas que oran, los demás se acercarán a nosotros, sabiendo que realmente oraremos por ellos. Quiero aclarar que no me considero santa, pero sí sé que estoy llamada a la santidad y aspiro a alcanzarla luchando por ser coherente.
Retomando el tema de la oración de intercesión, el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) en su numeral 2635 dice: «Interceder es pedir en favor de otro, es algo que ha sido característico desde los tiempos de Abraham y refleja la misericordia de Dios. En la época de la Iglesia, la intercesión cristiana se asemeja a la de Cristo, es una expresión de la comunión de los santos. Al interceder, el que ora busca ‘no su propio interés sino […] el de los demás’ (Flp 2, 4), incluso ruega por aquellos que le hacen daño».
Podríamos decir que esta «clase» de oración nos acerca a la crucifixión, ya que la oración de Jesús es intercesora. Él es el mediador que intercede por nosotros ante el Padre. Si nosotros tenemos la gracia de ser mediadores es porque participamos en esto junto a Cristo.
La oración de intercesión nos ayuda a purificarnos y a olvidarnos de nosotros mismos, nos impulsa a pedir por los demás y a tener un corazón conforme al de Dios. Esto significa dejar de lado el interés personal y centrarse en las necesidades de los demás, lo cual sin duda conmueve el corazón de Dios.
Estamos llamados a orar unos por otros: por la Iglesia, por el Papa, por los obispos, por los sacerdotes, por las familias, por los matrimonios, por los perseguidos, por los seminaristas, por los enfermos, por los moribundos, por las almas del purgatorio, por la paz en el mundo, etc. Esto es lo que Cristo nos enseñó con su ejemplo, incluso intercediendo por aquellos que le han herido. De la misma manera, nosotros debemos hacerlo, incluso por aquellos que nos han ofendido.
Interceder como Jesús lo hace, orar por aquellos que nos lo piden y por aquellos que no lo hacen, es parte del proceso de moldearnos para seguir a Cristo hasta la eternidad. Estas intercesiones son consuelos que Dios ofrece a las almas sedientas de su amor.