El día primero de noviembre celebramos en la liturgia de la Iglesia Católica LA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS. Los santos son todos aquellos que ya gozan de la plena comunión con Dios en el cielo. En la fiesta de TODOS LOS SANTOS veneramos e invocamos no solo a los santos canonizados, es decir a todos aquellos que han sido reconocidos oficialmente en la Iglesia católica, sino también a todos aquellos que ya están en el cielo y cuyos nombres no conocemos.
Sin duda son innumerables los cristianos que fieles a su vocación y perseverando en la gracia bautismal, han seguido a Cristo con amor, cumpliendo con generosidad y rectitud sus deberes que ahora se encuentran gozando en la presencia de Dios.
En el caso de los santos que vivieron en grado heroico las virtudes cristianas, la Iglesia nos los propone como modelos seguros para llegar a Dios y por otra parte como nuestros firmes intercesores ya que siendo amigos de Dios, gozando de su cercanía y participando de la comunión con él, nos pueden alcanzar gracias abundantes.
Ciertamente la idea de santidad solo se comprende desde la naturaleza de Dios. Dios es el único santo; la santidad es una de sus propiedades; y porque Dios es santo a él se le debe todo el honor y la gloria; a él la alabanza y la adoración. La Biblia nos dice: sean santos porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy Santo” (Lev 19, 2). Y los serafines repiten “santo, santo, santo” (Is 6,3). Por medio de su hijo Jesús, Dios nos ha participado su santidad; él es el que nos santifica. En este sentido la santidad de las criaturas es una participación en la santidad de Dios.
Dios no se resigna con nuestra condición humana muchas veces penosa y humillada. Él nos quiere dichosos y felices, por eso él nos llama a la Santidad. La santidad nos hace vivir en la bondad, la justicia y la caridad. Todo ello es fuente de gozo y de alegría. Los santos que invocamos, nos muestran que la santidad es un camino que se puede recorrer con la ayuda de la gracia de Dios.
El día 2 de noviembre conmemoramos a los fieles difuntos; en ese día muchas personas asisten a los cementerios o a los columbarios para visitar el lugar donde descansan los restos de sus familiares, conocidos o amigos difuntos. Junto con estas visitas a los lugares donde descansan nuestros difuntos es muy importante que recemos por ellos reafirmando nuestra fe en la resurreeción.
Debemos recordar que, además de las plegarias personales, la oración más completa que ayuda a nuestros difuntos es la sagrada Eucaristía. San Agustín solía decir: «Una flor sobre su tumba se marchita, una lágrima sobre su recuerdo se evapora. Una oración por su alma, la recibe Dios». Las tres cosas se pueden hacer, pero la que más aprovecha es la última.
La conmemoración de los fieles difuntos no tiene nada que ver con el culto a la muerte que se ha difundido por muchos lugares. La muerte ya ha sido vencida por Jesús con su resurrección. Todos los que creemos en Jesús sabemos que la muerte es solo una etapa de nuestra existencia, es el paso obligado que todos debemos dar algún día para encontrarnos con Dios, el momento de la muerte es como una puerta que se abre y nos introduce en la eternidad. La muerte no es nuestro destino, nuestra meta final es vivir en la casa de Dios, en la morada eterna para contemplar en plenitud a nuestro creador.
La festividad de Todos los Santos nos recuerda nuestra vocación a la santidad que recibimos en el bautismo; el que vive en comunión con Dios y con sus hermanos vive ya en la santidad; el recuerdo de nuestros difuntos nos lleve a tomar conciencia de que nuestra existencia es limitada, nuestro paso por este mundo es pasajero, la vida que ahora tenemos es prestada, un día vamos a morir y necesitaremos de las oraciones de los demás.
Pbro. José Manuel Suazo Reyes
Vocero de la Arquidiócesis de Xalapa