El fin de la Cuaresma está cerca. El Evangelio que escuchamos hoy sitúa a Jesús en Jerusalén, en el centro religioso de los judíos, en el centro político de Palestina. Esa ciudad tan necesitada de Dios, que tiene el corazón religioso pero una religión que se ha apartado de Dios, se han quedado con prácticas y rituales muy lejos del amor a Dios y al prójimo.
Jesús sabe que con todo lo que ha dicho y realizado, se han visto ofendidos escribas y fariseos, saduceos y herodianos, y sobre todo la gota que derramó el vaso, fue aquel momento de ira que lo llevó a expulsar a los vendedores del templo, por eso, esos grupos pensaban que tenían que eliminarlo, quitarlo de en medio. Su rostro debió mostrar preocupación, se debió ver muy pensativo. Jesús sabía lo que se fraguaba en la mente de los dirigentes religiosos y políticos, resultaba incómodo para ellos; Él sabía que estaba cerca el fin; mientras unos griegos lo buscaban para conocerlo y escuchar su mensaje, los judíos andaban buscando la ocasión para apresarlo y acusarlo. Quizá nadie había entendido su mensaje, los pensamientos se agolpaban en su mente y oprimían su corazón. Una nostalgia o un dejo de tristeza debió verse en su mirada.
Jesús estaba inmerso en sus pensamientos, cuando se acercan dos de sus discípulos: Felipe y Andrés, para decirle que unos griegos deseaban verlo, Jesús no responde y empieza a pronunciar unas frases incomprensibles, pareciera que estaba pensando en voz alta, frases que seguimos sin comprender del todo, recordemos algunas:
1ª. “Ha llegado la hora en que sea glorificado el Hijo del Hombre”. Es consciente que su hora ha llegado, el fin está cerca, sabe que le queda poco tiempo para cumplir la misión aquí en la tierra. Veía a sus discípulos con el temor en sus ojos ante los sacerdotes del templo, por lo que había ocurrido. Temía por sus vidas, por su fe tan frágil que se tambalearía. Pero la hora estaba cerca y debía enfrentarla. Jesús debió sentir angustia, esa angustia muy humana que atenaza los corazones, pero sabe que para eso ha venido; es el momento de dar el paso final. Ha llegado la hora de un grano de trigo que debe morir y desaparecer bajo tierra. La fecundidad pasa a través de la muerte.
2ª. “En verdad les digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”. La vida por difícil que sea, es agradable y se desea vivir. Humanamente nos cuesta pensar que tenemos que abandonar este mundo tarde o temprano, preferimos aplazar esa reflexión. Jesús para explicar la fuerza que se encierra en su muerte en cruz, emplea una imagen sencilla que todos podemos entender: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto”. Es
muy claro que, si un grano se encierra en su pequeña envoltura y guarda para sí su energía vital, permanece estéril; pero si muere, germina y hace brotar la vida. Jesús a pesar del miedo y del sufrimiento que ve muy cerca, desea dar vida, sabe que es la voluntad de su Padre, sabe que para eso ha venido y allí donde todos ven muerte, Él da vida. Esto nos lleva a reflexionar que, quien se aferra egoístamente a su vida, la echa a perder; quien sabe entregarla con generosidad genera más vida. Es momento para reflexionar: ¿Cómo estoy gastando mi vida?
Jesús deja entrever que su muerte, lejos de ser un fracaso, será precisamente lo que dará fecundidad a su vida; pero al mismo tiempo, invita a sus seguidores a vivir esa misma ley paradójica: para dar vida es necesario morir. No se puede engendrar vida sin dar la propia. No se puede contribuir a un mundo más justo y humano viviendo apegado al propio bienestar, replegado en sí mismo para evitar riesgos.
Hermanos, estamos por celebrar la Semana Santa, se nos invita a vivir los misterios cristianos. Contemplemos el sufrimiento de Jesús y seamos capaces de verlo dando vida desde la cruz. Él cumplió su misión al darnos la redención en la cruz; no podemos decir que fuera sencillo, ya que Él mismo lo expresa: “Ahora que tengo miedo, ¿le voy a decir a mi Padre: Padre, líbrame de esta hora? No, pues precisamente para esta hora he venido”. Jesús también tuvo miedo. Recordemos que el miedo es algo natural, es parte del instinto de conservación, pero un cristiano debe superar dicho miedo para cumplir la voluntad del Padre. El miedo no paralizó a Jesús, muestra su humanidad, pero su valentía, su decisión muestra su entrega al gran proyecto de Dios. La hora de la glorificación es la cruz; la gloria entonces no será un alarde de poder, sino de derrota, el ser objeto de tortura y de juguete en manos de los enemigos. Jesús no afronta la crucifixión con la fuerza, sino con la debilidad y sobre todo con el amor. Sobre la cruz no reivindica otra gloria, más que la gloria del amor. Cuando sea elevado sobre la cruz, ya no habrá nadie que tenga ganas de verlo, los griegos habrán desaparecido y se escabullirán también Felipe y Andrés y los demás apóstoles; sólo Juan el testigo y las mujeres verán lo que otros no logran ver: la glorificación. Y sin embargo la hora de las tinieblas se convertirá en la hora de la máxima revelación; la hora que permitirá ver a Cristo elevado, abandonado, traicionado, renegado, concederá precisamente en aquella hora una audiencia general, ejercitará una fuerza de atracción universal e irresistible: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Sobre el terreno árido del calvario, la semilla sepultada, molida, elevará milagrosamente su tallo con la espiga cargada de granos.
Hermanos, ante este misterio del amor de Dios, reflexionemos: ¿Para qué hemos venido a este mundo? ¿Hemos descubierto el para qué nos creó Dios? Tengamos la mirada fija en el crucificado y en nuestra meta y que esa sea la meta que Dios nos ha puesto.
Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¡Feliz domingo para todos!